El misterio central y, podría añadir, fundacional, del cristianismo es el misterio de la Encarnación. Los cristianos creemos que Dios se hizo hombre, que el Dios trascendente entró en el tiempo y el espacio y se convirtió en uno de nosotros, que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn. 1: 14). Dios se sometió a todas las limitaciones propias de nuestra condición corporal: se sometió al hambre, la sed, el cansancio, la tristeza e incluso la muerte. Está claro, pues, que una religión fundada en tal misterio ha de ser, necesariamente, una religión “encarnada”. Tal es el caso del cristianismo. Muchos asumen incorrectamente que el cristianismo es una religión puramente espiritual que rechaza todo lo material. No hay nada más alejado de la verdad. De hecho, cuando surgieron herejías que presentaban al mundo material como perverso y maligno, la Iglesia mandó a sus mentes más poderosas a combatirlas. Los cristianos no desprecian el mundo material pues Dios mismo no lo despreció. Creemos que después de que lo creó “vio que era muy bueno” (Gen. 1: 31).
Cualquiera que intente comprender al cristianismo necesita estar al tanto de esta realidad de la Encarnación pues impregna la gran mayoría, si no es que todas nuestras creencias. Un par de ejemplos bastarán para mostrar qué tan profundamente enraizada está en toda enseñanza católica. Sin embargo, antes de entrar en esos ejemplos, conviene pensar acerca de por qué Dios habrá concebido siquiera la idea de la Encarnación. El hecho es, y esto lo sabemos por revelación, que Dios es un Dios personal, es decir, es una persona. Como tal, desea establecer relaciones con otros seres personales. Esto es lo que Él ha buscado desde el momento de la creación del hombre. A diferencia de otras religiones, el cristianismo no es la búsqueda de Dios por el hombre, sino lo búsqueda del hombre por Dios. San Juan lo pone de esta manera: “En esto está el amor: no en que nosotros hayamos a Dios, sino que Él nos amó primero y mandó a su Hijo en expiación de nuestros pecados” (1 Jn. 4: 10). La historia de la salvación no trata más que de la búsqueda del hombre por parte de Dios y de todos sus intentos de atraerlo hacia Sí. Con esto mente, tiene sentido suponer que Dios nos buscaría en nuestros términos, no en los suyos. Que haría uso de cosas materiales, incluyendo nuestra propia naturaleza humana, para comunicarse con nosotros que somos materiales. Nos habla, pues, en nuestro propia lenguaje.
Los ejemplos que quiero presentar son dos: la Biblia y la Iglesia. No los escogí al azar. Para muchos no creyentes ven la Biblia como un punto débil del cristianismo pues parece demasiado humana para ser divina. Lo mismo ocurre con la Iglesia. Incluso muchos católicos creen que la Iglesia como institución, lo que les gusta llamar “la Iglesia-Jerarquía”, no es parte de la intención original de Dios sino que es una creación puramente humana. Todo esto es producto de una ignorancia del misterio de la Encarnación.
Empecemos con la Biblia. Como dije, el cristianismo es una religión encarnada. Es obvio, pues, que la palabra de Dios se encarnara y se nos presentara en forma de palabras humanas, aún cuando ello implicara que se tuviera que someter a todas las limitaciones del lenguaje humano, a la cultura en que fue escrita, al conocimiento propio de la época, al estilo propio de sus autores humanos. Si se toma en cuenta la naturaleza encarnada del cristianismo, esto no nos causa sorpresa alguna. Esto lo hemos sabido siempre y por eso los católicos dejamos la interpretación de pasajes confusos o difíciles a los expertos. El argumento de que la Biblia no es divina por ser tan humana pierde toda su fuerza cuando se toma en cuenta la naturaleza encarnada del cristianismo.
Ahora bien, el hecho de que el texto de la Biblia esté situado en un contexto y una cultura específicos no limita en forma alguna su mensaje, en el sentido de que deje de ser válido para personas de otras culturas o épocas. El mensaje es universal. Es como la obra de Cervantes. A pesar de que está profundamente influida por su tiempo y su cultura, contiene verdades universales que trascienden el tiempo y el espacio. Cualquier obra literaria valiosa posee esta universalidad. Esto es aún más cierto respecto a la Biblia.
Otra área en la que podemos ver las características encarnadas de la Biblia es en la forma en que se originó. Jamás hemos creído que la Biblia apareció mágicamente ni que su contenido le haya sido dictado en el oído a alguien por Dios. Así no es como sucedió. Cuando decimos que la Biblia está inspirada por Dios significa que el Espíritu Santo hizo a ciertos hombres sus colaboradores para escribir lo que Él quería decirnos. Esto no ocurrió de forma mágica. Él los inspiró a usar sus talentos y habilidades, sus conocimientos y experiencias para comunicarle algo a toda la humanidad. No la escribió por ellos ni los controló como marionetas. Los dejó escribir mientras que Él se aseguró de que no escribieran algo que Él no quisiera. Podríamos decir que supervisó el proceso de escritura. De la misma forma, supervisó la compilación de la Biblia. Recordemos que la Biblia no es un libro sino un conjunto de más de setenta libros. El desarrollo del canon de la Biblia (la lista “oficial” de libros que se consideran divinamente inspirados) fue un proceso de discernimiento. Nuevamente, Dios no bajó del cielo para decirnos cuáles libros son inspirados y cuáles no. El canon oficial nació después de mucho estudio y debates intensos. De una forma muy humana, Dios intervino para fijar la lista y revelar su voluntad.
¿Qué tal la Iglesia? ¿Acaso Cristo realmente quería que hubiera sacerdotes, obispos y un Papa? ¿No era su intención, más bien, simplemente formar una comunidad de seguidores? La intención de Cristo era, ciertamente, formar esa comunidad de creyentes, una familia para Dios. Pero toda comunidad que formamos en este planeta, toda sociedad, incluso toda familia, debe tomar una forma visible: una forma institucional. La familia tiene al padre y a la madre que ejercen la autoridad en la casa; nuestras sociedades tienen un gobierno; incluso nuestras organizaciones sociales tienen estructuras directivas que permiten que funcionen y que continúen en existencia. A pesar de que hay mucho loco por ahí que dice que no necesitamos autoridad alguna, ese no es el caso. Podríamos decir que una comunidad se encarna en una institución. Y eso es lo que ocurrió con la Iglesia de Cristo. Ocurrió a pesar de que eso significara que quedara sujeta a todas las imperfecciones propias de nuestras instituciones, a la ocasional necesidad de reforma, a la posibilidad de corrupción.
Otros se cuestionan cómo una Iglesia que se considera divina y santa pueda cometer tantos errores y estar tan llena de pecadores, cómo puede estar tan lejos de la perfección. Nuevamente han perdido de vista el hecho de que la Iglesia es una iglesia encarnada. La Iglesia está hecha para seres humanos imperfectos, pecadores y a veces simplemente estúpidos. La Iglesia jamás ha afirmado ser perfecta pues reconoce que su componente humano no es perfecto. La Iglesia jamás ha declarado que sus miembros estén libres de pecado pues es una Iglesia para pecadores buscando redención. Dios ha permitido que su Iglesia esté sujeta a las imperfecciones de una humanidad imperfecta para que pueda recibir en su seno a toda la humanidad. Si la Iglesia fuera perfecta, ¿cómo podríamos nosotros, que somos imperfectos, hallarnos en ella? Una Iglesia perfecta sería para ángeles, no para seres humanos.
Estas mismas personas proceden luego a cuestionar si realmente necesitamos todos los rituales y ceremonias, todos los sacramentos y ritos, todo el incienso y las velas, por decirlo de una manera. ¿No podríamos adorar y amar a Dios en lo secreto de nuestros corazones? El catolicismo, por ser una religión encarnada, dice no, no es suficiente. Esa no es nuestra naturaleza. Lo externo y visible revela lo interno e invisible. Por ejemplo, no basta que un hombre ame a una mujer “en lo secreto de su corazón”. Debe hacer y decir cosas que le permitan a ella saber que en realidad la ama, que hagan visible ese amor para que ella lo pueda percibir. Ocurre lo mismo con Dios, no porque Él necesite cosas externas sino porque nosotros las necesitamos. Está en nuestra naturaleza llevar a cabo rituales y ceremonias que revelan nuestra adoración interior. Necesitamos los sacramentos porque necesitamos saber con certeza que la gracia de Dios ha sido derramada sobre nosotros y una acción puramente espiritual o invisible no es suficiente para nosotros. Necesitamos algo físico, algo encarnado.
Esto podrá llevar a alguno a decir, “bueno, si el catolicismo es tan encarnado, tan humano, entonces quizá eso sea lo único de lo que se trate, quizá no haya nada divino en él.” De nuevo tenemos que regresar al misterio de la Encarnación para responder esto. Cuando Dios se hizo hombre no dejó de ser Dios. Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Tiene las dos naturalezas. Cuando la palabra de Dios se hizo palabra humana en la Biblia, no dejó de ser la palabra de Dios. Cuando la Iglesia de Dios tomó forma de iglesia humana, no dejó de ser divina. Las palabras humanas fueron levantadas y unidas a la palabra de Dios y dieron lugar a la Sagrada Escritura. La institución humana fue elevada y fundida con la institución Divina para formar la Iglesia Católica.
Esto es una cuestión de fe, una cuestión espiritual se podría decir. Pero todo lo que he dicho es acerca de que las creencias católicas están inmersas en la Encarnación, por tanto, no es únicamente cuestión de fe. Hay cosas que apelan a nuestra razón y que apuntan en la dirección de la verdad de lo que he afirmado. Tomemos el caso de la Iglesia. Por fe sabemos que es divina. Nuestra razón, por su parte distingue que no ha habido institución alguna que haya pasado por todo lo que ha pasado la Iglesia Católica. Ha sido atacada desde afuera y ha superado a sus enemigos; se ha podrido por dentro pero ha logrado purificarse; ha sido perseguida y llevada al martirio sólo para levantarse y prosperar; se ha corrompido pero ha sido capaz de reformarse. Ha sobrevivido en sus momentos de mayor debilidad y, más sorprendente aún, en los de mayor fuerza. Donde todas las demás instituciones humanas han eventualmente fracasado y se han desvanecido, la Iglesia ha persistido e incluso florecido. Cuando parece cercana a la muerte resurge con la vitalidad de la juventud. A pesar de lo humana que es, hay algo acerca de ella que sólo puede ser explicado por su divinidad.
Para poder comprender al catolicismo, uno no necesita penetrar los misterios de un cielo infinito y abstracto. Uno necesita únicamente asomarse a un pequeño taller de un carpintero en Nazaret. Uno necesita ver a Dios encarnado, uno necesita ver a la persona de Cristo.
The central and, one might add, foundational, mystery of Christianity is the mystery of the Incarnation. Christians believe that God became man, that the transcendent God entered into time and space and became one of us, that “the Word became flesh and dwelt among us” (Jn. 1: 14). God submitted himself to all the limitations and imperfections proper of our bodily condition: he submitted himself to hunger, to thirst, to fatigue, to sadness and even to death. It is clear then, that a religion founded on such a mystery must of necessity be an “incarnate” religion. Such is the case with Christianity. Many people assume incorrectly that Christianity is a purely spiritual religion that rejects material things. There is nothing further from the truth. As a matter of fact, when heresies that portrayed the material world as evil sprung up, the Church sent its most powerful minds to combat them. Christians do not despise the material world because God Himself did not despise it. We believe that after He had created it, He “saw that it was very good” (Gen. 1: 31).
Anyone who is trying to comprehend Christianity needs to be aware of this incarnational aspect for it is present in the vast majority, if not all, of our beliefs. A few examples should suffice to show how the Incarnation is so deeply embedded in Catholic teaching. Before going into those examples, however, it might be helpful to think about why God could have conceived the idea of the Incarnation in the first place. Could he not have revealed himself to us in some other way? The fact is, and we know this through revelation, that God is a personal God. As such, He desires to be in relationships with other personal beings. That is what He has been seeking since the moment of the creation of man. Unlike other religions, Christianity is not about man seeking God but about God seeking man. Saint John puts it this way: “In this is love: not that we have loved God, but that he loved us and sent his Son as expiation for our sins.” (1 Jn. 4: 10). The entire history of salvation is about God reaching out to man trying to draw him to Himself. With this in mind, it makes sense that God would reach out to us not in his terms but in ours. That He would make use of material things, including our own human nature, in order to communicate with us because we ourselves are material. He is speaking to us in our own language.
The examples I have decided to talk about are two: the Bible and the Church. I did not pick them randomly. Many non-Christians see the Bible as a “weakness” of Christianity because it seems too human to be divine. The same happens with the Church. Even many Catholics think that the Church as institution, the “hierarchy” as they like to call it, is not part of what God intended; that it is purely a human creation. All of this misses the point entirely.
Let us begin with the Bible. Like I said, Christianity is incarnational. It is obvious then, that God’s word would be incarnated and presented to men in human words even when that meant that it would be subject to all the limitations of human language, to the culture in which it was written, to the knowledge of the time, to the writing style of its human authors. Knowing the incarnational aspect of Christianity, this should not come as a surprise. We need to take all these things into account when interpreting it and that is why Catholics have always left the interpretation of obscure passages to the experts. The argument that the “humanness” of the Bible is a proof that it is not divine loses all its strength when we take the incarnational nature of Christianity into account.
Now, the fact that the text of the Bible is inscribed within a certain culture and context does not limit in any way its message, in the sense of not making it valid for people of different cultures and times. The message is still universal and meant for the peoples of all eras and nations. It is just like Shakespeare’s writings. However influenced by his time and culture, they still contain universal truths that transcend time and space. Any great work of literature has this universality. This is even truer with respect to the Bible.
Another area in which we can see the incarnational characteristics of the Bible is in the way in which it came into existence. We have never believed that the Bible magically appeared or that God whispered its contents into someone’s ear. That is not how it happened. Was the Bible divinely inspired? Yes, it was. And yet, that only means that God made certain men his collaborators in writing down what He wished to tell us. He did not do this in some magical way. He simply inspired them to use their talents and skills, their knowledge and experience to communicate something to all humanity. He did not write it for them nor did he control them as puppets of some sort. He let them write while making sure they did not write anything He did not wish to be written. He oversaw the writing process if you may. And he also oversaw the compilation process. Remember, the Bible is not one book; it is a compilation of over seventy books. The development of the canon of the Bible (the “official” list of books that are considered divinely inspired) was a process of discernment. Once again, God did not come down to heaven to tell us which books were inspired and which were not. The final canon came into existence after intense study, discussion and debate. In a very human way, God intervened to fix the list and reveal His will.
What about the Church? Did Christ really intend that there be priests and bishops and a Pope? Did he not intend, rather, to simply form a community of believers? Christ’s intention was, indeed, to form a community of followers, a family for God. But every community we form on this earth, every society, even every family must take a visible form: an institutional form. The family has a father and a mother who exercise authority in their household; our societies have a government; even our social clubs have a directive structure that allows it to function and preserve its existence. Even though there have been many crazies who have said that we can do without any form of authority and structure that is not the case. We might say that a community becomes incarnate in an institution. And so it happened with Christ’s Church. It happened even when this meant that it would be subject to all the imperfections of our institutions, to the need of being reformed from time to time, to the possibility of corruption.
Some others question how a Church that claims to be divine and holy can make so many mistakes and be so full of sinners, how it can be so far from being perfect. Once more they are missing the point that the Catholic Church is a Church incarnate. It is a Church made for humans that are imperfect, sinful and sometimes plain stupid. The Church has never made the claim of being perfect because it recognizes that its human component is not perfect. The Church has never claimed that its members are free from sin because it is actually a Church for sinners who are seeking redemption. God has allowed his Church to be subject to the imperfections of an imperfect humanity so that it can embrace all of mankind. If the Church were perfect how could we, who are imperfect, fit in? A perfect Church would be a church for angels, not for human beings.
These same people usually go on and question whether we actually need all the rituals and ceremonies, all the sacraments and rites, all the incense and candles so to speak. Could we not just worship and love God in the secret of our own hearts? Catholicism, because it is incarnational, would say no, that is not enough. That is not in our nature. The external and visible things reveal the internal and invisible ones. For example, it is not enough for a man to only love a woman “in his heart.” He must do and say things that allow her to know that he actually does love her, things that make that love visible so she can perceive it. It is the same with God, not because he needs that but because we do. It is in our very nature to perform rituals and ceremonies that reveal that internal worship. We need the sacraments because we need to be certain that God’s grace has been poured on us and a purely spiritual or internal action is not enough for us. We need something physical, something incarnate.
This can lead some to say, “Well, if Catholicism is so incarnate, so human, then perhaps that is all there is to it, there is nothing divine about it.” Once again we must turn to the mystery of the Incarnation to answer this. When God became man he did not cease to be God. Christ is true God and true man. He has both natures. When the word of God became human word in the Bible it did not cease to be God’s word. When God’s Church took on a human form it did not cease to be Divine. The mystery of the Incarnation is precisely about the union between God and man, between heaven and earth. Human words are lifted and united with God’s Word and give rise to Sacred Scripture. A human institution is raised and wedded to a Divine institution to form the Catholic Church.
This is a matter of faith, a spiritual matter you might say. But all I have said is related to how Catholic beliefs are immersed in the Incarnation; therefore, it is not only a matter of faith. There are things that appeal to our reason and point in the direction of the truth of the things I have affirmed. Let us take the case of the Church. By faith we know that it is divine. Our reason, on the other hand, distinguishes that there is no other institution in the history of mankind that has gone through all the things the Catholic Church has. It has been attacked from the outside and it has overcome its enemies; it has rotten on the inside but has managed to become purified; it has been persecuted and suffered martyrdom only to prosper and grow; it has become corrupt beyond measure but been able to reform. It has survived in its moments of greatest weakness and, more surprising yet, in its moments of strength. Where all other human institutions have eventually failed and withered away, the Church has remained and even thrived. When it seems closest to death it always resurges with the vitality of young age. Despite its humanness, there is something about it that can only be explained by its divinity.
To be able to fully grasp Catholicism, one needs not to look into the depths of an infinite and abstract heaven. One needs only to look into a small carpenter’s shop in Nazareth. It is necessary to look at God Incarnate, it is necessary to look at the person of Christ.