No hay nada que te pueda preparar adecuadamente para entrar a uno de los centros que administran los Misioneros de los Pobres. Alguien te podrá contar cómo es, podrás ver fotos o incluso vídeos (o leer acerca de ello en un blog) pero ni eso basta. Es necesario estar ahí y experimentarlo por ti mismo. La pobreza extrema no es algo de lo que puedas aprender en libros, o en documentales, ni siquiera en las mejores escuelas del mundo. Es algo en lo que tienes que estar inmerso para poder entender.
Llegamos a Faith Centre (una casa para hombres) el domingo por la mañana para ayudar a los hermanos a preparar a los residentes para ir a Misa. Este iba a ser nuestro primer encuentro con la gente que los hermanos cuidan. La mayoría de nosotros no tenía idea de qué esperar. Aunque hubiéramos esperado algo, la realidad lo hubiera superado pues esta realidad trasciende lo imaginable. Es difícil encontrar palabras para describir cómo es entrar a Faith Centre. Jamás había estado en un lugar así y lo que vi me abrumó. Lo único que recuerdo claramente es la sensación de terror y parálisis. Después de la impresión inicial, quería darme la vuelta y huir, pero la puerta ya había sido cerrada. Tuve esta sensación muchas veces más durante el resto de la semana.
Entrar en Faith Centre es como entrar en otro mundo. Un mundo raro. El olor a orina es lo primero que percibes. Te causa un cierto mareo al principio y toma un rato acostumbrarse a él. El grupo de hombres que sale a recibirte es de lo más extraño que puedas concebir. Las razones por las que están ahí son muy diversas: unos simplemente están viejos y fueron abandonados por su familia; otros tienen alguna enfermedad y no tienen recursos para ir al hospital. La mayoría padece alguna forma de discapacidad física o mental. Muchos sufren de ambas. Estos son los residentes que más llamaron mi atención. Al principio, comunican una atmósfera anormal e incluso antinatural. La forma en que caminan, los ruidos que hacen e incluso la forma de sus cuerpos parece en ocasiones ajeno a la naturaleza humana. Esta impresión me acompañó todo el día. No ayudó el hecho de que tuviéramos que vestirlos, lo cual significó, en primer lugar, verlos desnudos con todos sus defectos. Segundo, implicó tener que tocarlos y mover las extremidades que ellos mismos no pueden mover. Este contacto cercano con ellos fue muy difícil para todos nosotros ya que no estábamos preparados para ello. Muchas de estas personas fueron abusadas físicamente por lo que están cubiertas de todo tipo de cicatrices y llagas. Cicatrices y llagas que vimos muy de cerca y que en momentos tuvimos que tocar al ayudarles a vestirse. Repito, no estábamos preparados para esto.
Salir de ahí fue un alivio. Partimos asustados, con poco o ningún entusiasmo para regresar. Al día siguiente, me mandaron nuevamente a Faith Centre. Las cosas fueron un poco distintas en esta ocasión pues habíamos platicado con los hermanos acerca de su espiritualidad y su motivación para trabajar con los residentes. Con esta nueva perspectiva, fue mucho más fácil ayudar, aún cuando ocurrieran cosas desagradables. Además, algo se volvió aparente: los hermanos son realmente felices ayudando a esta gente. Esa felicidad la han comunicado a muchos de los residentes. De alguna forma, la miseria en la que viven no es capaz de erradicar su alegría. Esto es algo que había escuchado muchas veces en el pasado: que se puede ser feliz a pesar del sufrimiento y del dolor. Siempre había sido algo vago y distante, como un concepto flotando en el mundo de las ideas. Trabajar en Faith Centre lo hizo algo real y tangible.
Estar ahí también demostró que muchas de las creencias de la civilización moderna están erradas. La escala de valores por la que viven los hermanos es totalmente opuesta a la que nos ofrece el Mundo (si es que ofrece alguna). La diferencia en términos de qué estilo de vida trae más felicidad es visible para quien quiera verla. Mientras el suicidio y la depresión siguen aumentando en los países ricos, aquellos que entregan su vida al servicio de los más pobres son cada vez más felices. Lo primero que aprendes de los hermanos es que la felicidad no depende de cosas materiales. Esto es, nuevamente, algo que la gente dice continuamente, pero en pocas ocasiones actúan como si fuera cierto. Tanto los residentes como los hermanos poseen nada, ya que todo es de la comunidad, aún así, siguen siendo felices. Nunca he visto personas tan alegres. Viven satisfechos porque tienen todo lo que necesitan, ni más ni menos. Las palabras de San Juan de la Cruz resuenan ciertas: “no desees nada y poseerás todo”. La segunda lección que aprendes, y quizá la más importante, es el auténtico valor de la persona humana. Sin embargo, sin la primera lección, la segunda es muy difícil de aprehender.
Nuestra sociedad es una sociedad materialista que disfruta de medir las cosas en términos de su valor monetario, incluyendo a las personas. Solemos decir que tal empresario 'vale' tantos millones (como si los seres humanos pudieran tener precio) y cuando ese 'valor' aumenta, más se le admira. Este es el lado “positivo” (por llamarlo de alguna manera) de este materialismo. Hay, claro está, un lado más oscuro. Esa forma de esclavitud que llamamos prostitución hace precisamente esto: ponerle un precio a la dignidad humana. Le permite a uno usar a otra persona siempre y cuando se pague por ello. Una sociedad materialista tiene un entendimiento materialista de la dignidad humana y, por lo mismo, una a la que se le puede asignar un valor económico. Por ello, las personas extremadamente pobres son despreciadas por este tipo de sociedades, pues no le son de utilidad. Cuando los abortistas hablan de legalizar el aborto para evitar que niños pobres sufran, lo que realmente están diciendo es que es mejor deshacerse de ellos pues no valen nada. Cuando aquellos que defienden la eutanasia hablan de darle una muerte misericordiosa a los ancianos, lo que realmente dicen es que es más barato matarlos. Esa es la realidad y el trabajo de los Misioneros de los Pobres se yergue en contra de estas ideologías.
La única forma en que se puede comprender realmente la esencia de la dignidad humana es estando en contacto con seres humanos en las peores condiciones imaginables. Sólo sirviendo a la gente para la cual la sociedad no tienen ningún “uso” (que generalmente significa que no le son de utilidad al sistema productivo y económico) podrás entender lo que la dignidad humana es. Si todos tuviéramos que pasar algún tiempo ayudando a esta gente, quizá nuestras sociedades por fin podrían colocar a la dignidad humana al centro de toda la vida social. Quizá entonces podríamos tener un mundo más justo.
There is nothing that can prepare you adequately to enter one of the centers run by the Missionaries of the Poor. Someone who has been there can tell you all about it, you can see as many pictures as you want, even videos about them (or read about it on someone’s blog…), but that is still not enough. It is necessary to be there and experience it yourself. Poverty is not something you can learn about in books or documentaries or even in the best schools of the world. It is something you have to be immersed in in order to know what it truly is.
We arrived at Faith Centre (“Centre” is not misspelled, they use British English in Jamaica) on Sunday morning to help the brothers prepare the residents to go to Mass. This was to be our first encounter with the people that the brothers take care of. Most of us had no idea as to what to expect. Even if we had had some expectations, reality would have shattered them because this reality goes way beyond the imaginable. It is hard to find words to describe what it was like walking into Faith Centre. I had never been in a place like it and was overwhelmed by what I saw. I can remember very clearly the feeling of absolute shock, of being paralyzed. After the initial shock I wanted to turn around and walk out, but the gate had already been shut behind us. I was to have this feeling many more times during the rest of the week.
Entering Faith Centre is like entering a different world. A rather bizarre one I must add. The smell of urine is the first thing you perceive. It causes you a lightheadedness that takes quite a while to grow accustomed to. The group of men that greet you is the most unusual one you can conceive. The reasons for them being there are quite diverse: some of them are simply old and were abandoned by their families; others have some sort of disease and will not be treated in the hospital because they cannot afford it. However, the majority of them suffer some sort of physical or mental disability. Many of them suffer both. Those are the residents that stuck out the most to me. They convey a sort of unnatural or abnormal feeling about them at first. The way in which they walk, the noises they make and even the form of their bodies seem at times foreign to human nature. This impression did not leave me that whole day. It did not help that we had to dress many of them, which meant, first of all, seeing their naked bodies, with all their defects. Second, it implied having to touch them and handling their impaired limbs. This close contact with them was very difficult and none of us was ready for it. Many of these people were physically abused so they are usually covered in scars and all sorts of sores and wounds. These we had to see up close and in many occasions touch just to help them put on a shirt or their pants. We were not prepared for this at all.
Leaving there was quite a relief. We walked out of their scared, with little or no enthusiasm for coming back. Despite that, the next day I was sent back. Things were a bit different now though, because we had talked with the brothers about their spirituality and their motivation to work with the residents. With this new perspective on things, it was much easier to help, even when things got nasty. Something else became apparent to me as well: all the brothers were truly joyful while dealing with these people. And that joy they shared with many of the residents. Somehow, the misery of many of them is not enough to suppress their happiness. This is something I had heard of many times in the past: the fact that one can be happy even amidst great suffering and pain. It had always been something distant to me, something that was floating out in the world of ideas and concepts. Being in Faith Centre made that idea something real.
Being there also proved several of the beliefs of our Modern civilization wrong. The scale of values that the brothers have is the exact opposite of those of the World. Their lifestyle cannot be more radically distinct than the one the World proposes. The differences in terms of which life brings more joy is there for all to see. While suicide and depression keep increasing among the rich countries of the world, those who lay down their life in service of the poorest of the poor are ever more happy. The first thing that you can learn from the brothers is that true joy does not depend on material things. Again, this is something most people say, though they rarely live as if this were true. The residents and the brothers themselves have nothing which they can call theirs and yet, they are really happy. I have probably never seen people as cheerful as them. They are satisfied with what they have because they have everything they need, not more and not less than that. The words of Saint John of the Cross ring true: “desire nothing and you shall have everything”. The second lesson, and perhaps the most important one you gain while being there is discovering the true value of the human person. Without the first lesson however, the second one is very hard to grasp.
Our society is a materialist one that likes measuring things in terms of their monetary value, including people. We say that this or that business man is worth so many million dollars (as if humans could have a price) and the more that worth goes up, the more the person is admired. This is the “positive” (to call it in some way) side of this. There is, of course, a darker side. That hideous form of slavery which we call prostitution does precisely that: put a price tag on human dignity. It enables one to use another human being as long as you pay for it. A materialist society has a materialist understanding of human dignity and, hence, one that can be given a price. That is why extremely poor people are despised by this materialist society, because they are of no worth to it. When abortionists talk about allowing abortion to avoid poor children from suffering, what they really mean is that it is better to get rid of them because they are worthless. When those who support euthanasia talk about giving a merciful death to the elderly, they really mean that it is more cost effective to kill them. That is the reality and the work of the Missionaries of the Poor stands up against that ideology.
The only way in which you can truly grasp the essence of human dignity is by being in close contact with human beings in the worst conditions imaginable. Only when you serve people who are considered to be of “no use” for society (which usually means that they are of no use for the production and economical system) will you understand what human dignity even means. Maybe if we all had to spend some time helping these people, would our societies finally understand what it means to place human dignity at the center of our social life. Maybe then would we have a truly just world.
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