domingo, 29 de mayo de 2011

¿Las Seis Muertes de la Fe? / The Six Deaths of the Faith?

En el aniversario del nacimiento de G.K. Chesterton

En El Hombre Eterno, G.K. Chesterton presenta una verdad sobre la fe católica que por lo general es pasada por alto o, quizá en muchos casos, simplemente ignorada. Es la verdad acerca de cómo el catolicismo ha muerto muchas veces en el pasado y que muy probablemente volverá a morir en el futuro. El último capítulo de su libro se titula “Las Cinco Muertes de la Fe” y ahí escribe: “Al menos cinco veces, por tanto: con los arrios y los albigenses, con el escéptico humanista, después de Voltaire y después de Darwin, la Fe fue aparentemente arrojada a los perros.” Lo verdaderamente sorprendente es que el triunfo de estas ideas nuevas es sólo aparente y poco duradero: “pero en todos estos casos fueron los perros los que perecieron.” Mientras todas estas modas intelectuales vinieron y se fueron, la Fe católica es la que siempre ha permanecido. Sí, ha muerto múltiples veces, pero en cada una de esas ocasiones ha regresado de entre los muertos: “[El cristianismo] ha muerto muchas veces y otras tantas se ha alzado de nuevo, pues contaba con un Dios que sabía cómo salir del sepulcro.”

Hoy nos encontramos, nuevamente, en una situación en que muchos predicen con toda certeza la muerta de la Iglesia Católica. Los medios de comunicación reportan que el número de fieles católicos está en declive y cómo eso es un signo indudable de su próximo fallecimiento. Olvidan que su muerte no implica su desaparición. Chesterton tenía unas palabras para estas personas: “es de esperar que tarde o temprano sus enemigos escarmentarán ante las continuas decepciones de estar siempre aguardando algo tan simple como su muerte.” Sin embargo, esto no parece ser lo que está ocurriendo. Periodistas y expertos continuamente predicen y, supongo, en realidad desean, su extinción. No entienden que aún si muere, es sólo para levantarse otra vez, ignoran, sin duda alguna, el siguiente pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles: “Pero un fariseo, llamado Gamaliel, que era doctor de la Ley, respetado por todo el pueblo, se levantó en medio del Sanedrín. Después de hacer salir por un momento a los Apóstoles, dijo a los del Sanedrín: «Israelitas, cuídense bien de lo que van a hacer con esos hombres. Hace poco apareció Teudas, que pretendía ser un personaje, y lo siguieron unos cuatrocientos hombres; sin embargo, lo mataron, sus partidarios se dispersaron, y ya no queda nada. Después de él, en la época del censo, apareció Judas de Galilea, que también arrastró mucha gente: igualmente murió, y todos sus partidarios se dispersaron. Por eso, ahora les digo: No se metan con esos hombres y déjenlos en paz, porque si lo que ellos intentan hacer viene de los hombres, se destruirá por sí mismo, pero si verdaderamente viene de Dios, ustedes no podrán destruirlos y correrán el riesgo de embarcarse en una lucha contra Dios». Los del Sanedrín siguieron su consejo.” Quizá tanto autodenominado experto debería de hacer lo mismo y seguir el consejo de Gamaliel.

Todo esto me trae a la memoria una historia que me contó mi abuelo. En su juventud tenía un amigo ateo con el que platicaba sobre muchas cosas, incluyendo sobre religión. En una de las tantas discusiones que tuvieron sobre el tema, su amigo le dijo que en menos de cincuenta años la Iglesia Católica iba a desaparecer, pues todo apuntaba en esa dirección. Mi abuelo educadamente dijo estar en desacuerdo. Por tanto, hicieron una apuesta: cincuenta años después de esa conversación, verían quién estaba en lo cierto. Esto fue allá por los sesentas. Los cincuenta años ya han pasado y la Iglesia sigue tan presente como en ese entonces…

Lo cual me deja pensando… ¿cuántas conversaciones cómo ésta habrán tenido lugar durante los veinte siglos que ha existido la Iglesia Católica? Me pregunto cuántos de sus amigos pescadores le dijeron a San Pedro que ese rabino al que había seguido sería olvidado en unos cuantos años, especialmente después de ser ejecutado como un criminal. Me pregunto cuántos paganos se habrán burlado de los cristianos prisioneros y les habrán dicho que su fe habría de desaparecer antes de que terminaran los juegos en los que iban a ser martirizados. Me pregunto cuántos seguidores de Lutero o de Calvino se habrán reído de sus amigos católicos por permanecer fieles a esa vieja institución que invariablemente habría de colapsar en poco tiempo; cuántos racionalistas ilustrados se habrán mofado de los creyentes de su tiempo y habrán predicho el fin de la “superstición” del catolicismo.

El hecho de que la Iglesia continuará existiendo no quiere decir que esté libre de problemas. Es algo infantil e inútil intentar negar la presencia del mal al interior de la Iglesia Católica. Es cierto que algo se estaba pudriendo dentro de ella, pero eso sólo significa que fuera de ella todo ya estaba podrido. Los escándalos de abuso infantil son verdaderos signos de corrupción y decadencia. Sin embargo, el hecho de que algo se ha hecho al respecto (por muy ineficiente y lento que haya sido) para remover esta extremidad putrefacta nos demuestra que la Iglesia sigue viva, mientras el resto de nuestra civilización no es más que un cadáver. Mientras que el abuso infantil sigue siendo un problema rampante en todos los demás órdenes de la sociedad, dentro de la Iglesia ha sido reducido significativamente.

La Iglesia siempre ha sido un indicador del nivel de civilización. Cuando el nivel baja, en muchas ocasiones arrastra a muchos miembros de la Iglesia con él, pero cuando la Iglesia se vuelva más santa y más activa, eleva el nivel de la sociedad. La corrupción y decadencia de la sociedad eventualmente alcanza a partes de la Iglesia, logra romper las defensas y entrar en ella, como un enemigo que penetra el último bastión que se le opone. La historia nos ha enseñado una y otra vez que es precisamente en ese momento en que la contraofensiva comienza. La corrupción y decadencia primero son erradicadas al interior de la Iglesia y sólo después en el resto de la sociedad. La purificación de la Iglesia siempre lleva a la renovación social.

Sin duda alguna el escándalo de abuso infantil ha sido una forma de muerte para la Iglesia Católica, pero sólo lo ha sido para que vuelva a levantarse. Líderes de opinión y expertos podrán decir lo que quieran, pero es un hecho histórico que este patrón siempre se ha venido repitiendo. Nadie lo ha expresado de forma tan elocuente como Chesterton:

“’Los cielos y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.’ La civilización de la antigüedad constituía el mundo entero y el hombre no soñaba con su acabamiento lo mismo que no le pasaba por la cabeza que se acabara la luz del día. No podían imaginar un orden diferente, a menos que fuera en un mundo diferente. Pasó, sin embargo, esa civilización, mientras que aquellas palabras aún permanecen. En la larga noche de la Edad Oscura, el feudalismo era algo tan familiar que no podía imaginarse hombre alguno sin su señor; y la religión estaba hasta tal punto enredada en esa madeja que era impensable que pudieran llegar a separarse. El feudalismo se vio desgarrado y desgajado de la vida social de la verdadera Edad Media; y el poder principal y más lozano de aquella nueva libertad sería la antigua religión. El feudalismo había pasado y las palabras no. El entero orden medieval –en muchos sentidos un hogar perfecto y casi universal para el hombre- se fue degradando a su vez, y entonces se pensó que las palabras pasarían con él. Pero éstas se abrieron paso a través del abismo radiante del Renacimiento y, en cincuenta años, toda su luz y sabiduría se incorporaba a nuevas fundaciones religiosas, a la nueva ciencia apologética y a los nuevos santos. Se imaginó a la religión definitivamente marchita ante la seca luz de la Edad de la Razón. Se la imaginó por fin desaparecida tras el terremoto de la Revolución Francesa. La ciencia pretendió obviarla, pero aún estaba allí. La historia la enterró en el pasado, pero Ella apareció repentinamente en el futuro. Hoy la encontramos en nuestro camino y, mientras la observamos, continúa creciendo.

“Si nos atenemos a la continuidad de nuestros relatos y testimonios; si el hombre aprende a aplicar la razón ante tal cantidad de hechos acumulados en una historia tan chocante, es de esperar que tarde o temprano sus enemigos escarmentarán ante las continuas decepciones de estar siempre aguardando algo tan simple como su muerte. Pueden seguir con su guerra particular, que será una guerra contra la naturaleza, contra el paisaje, contra los cielos. ‘Los cielos y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.’ Estarán al acecho para proclamar sus yerros y tropiezos, pero no esperarán ya su desaparición. De una forma insensible, incluso inconsciente, ya no contemplarán la extinción de la que tantas veces dieron por extinguida, y aprenderán, instintivamente, a esperar antes la venida de un cometa o el congelamiento de una estrella.”

On the anniversary of G.K. Chesterton's birth

In The Everlasting Man, G.K. Chesterton presents a fact about the Catholic faith which is often overlooked, or, perhaps in most cases, actually unknown. It is the fact that Catholicism has died many times in the past and will probably die again in the future. He explicitly expressed this truth by calling the last chapter of his book “The Five deaths of the Faith” and writes: “At least five times, therefore, with the Arian and the Albigensian, with the Humanist sceptic, after Voltaire and after Darwin, the Faith has to all appearance gone to the dogs.” The truly amazing thing is that the triumph of these novel ideas is only apparent and short-lived: “In each of these five cases it was the dog that died.” Indeed, while all these intellectual fads have come and gone, it has been the Catholic faith that has always remained. Yes, it has died, but every single time it has come back from the dead: “Christianity has died many times and risen again; for it had a god who knew the way out of the grave.”

Today we find ourselves, once again, in a situation in which many predict with all certainty the death of the Catholic Church. The media reports on how the number of faithful Catholics is in decline and how this as a sign of its imminent demise. They forget, however, that its death will not signify its disappearance. Chesterton has some words for all these people: “it would seem that sooner or later even its enemies will learn from their incessant and interminable disappointments not to look for anything so simple as its death.” However, that does not seem to be what is happening. Journalists and experts alike continuously predict, and, I suppose, actually hope for, its extinction. They do not understand that even if it does die, it is only so it can rise again, they have not read the following passage from the Acts of the Apostles: “But a Pharisee in the Sanhedrin named Gamaliel, a teacher of the law, respected by all the people, stood up, ordered the men to be put outside for a short time, and said to them, ‘Fellow Israelites, be careful what you are about to do to these men. Some time ago, Theudas appeared, claiming to be someone important, and about four hundred men joined him, but he was killed, and all those who were loyal to him were disbanded and came to nothing. After him came Judas the Galilean at the time of the census. He also drew people after him, but he too perished and all who were loyal to him were scattered. So now I tell you, have nothing to do with these men, and let them go. For if this endeavor or this activity is of human origin, it will destroy itself. But if it comes from God, you will not be able to destroy them; you may even find yourselves fighting against God.’ They were persuaded by him. (Acts 5: 34-39)” Perhaps these self-declared experts should do the same and listen to the advice of Gamaliel.

All this reminds me of a story my grandfather told me once. In his youth he had an atheist friend with whom he would talk about many things, including religion. In one of their many discussions about the Church, this friend of his told him that within the next fifty years, the Catholic Church would disappear because everything was pointing in that direction. My grandfather politely disagreed. And so they made a bet: that fifty years after that conversation they would see who was right. This was back in the 1960’s. The fifty years have pretty much gone by and the Church still seems to have enough vitality to last a few more years…

Which leaves me wondering… how many conversations like this might have taken place in the twenty centuries that the Catholic Church has existed? I wonder how many of his fellow fishermen told Saint Peter that this rabbi he was following would be forgotten in a few years, especially after being executed as a criminal. I wonder how many pagans mocked the Christians in prison and assured them that their faith would disappear before the games in which they would be martyred were over. I wonder how many followers of Luther and Calvin laughed at their Catholic friends for remaining faithful to that old institution that would inevitably collapse in a matter of years; how many Enlightened rationalists scoffed at those who still believed (and were much more rational than them) and predicted the end of the superstition of Catholicism.

The fact that the Church will continue to exist does not mean that it is free of problems. It is a useless and infantile thing to deny the presence of evil within the Catholic Church. It is true that there was something rotting inside it, but even that only means that everything outside of it was already rotten. The child abuse scandals were truly a sign of corruption and decay, of something good gone terribly bad. Nonetheless, the fact that something has actually been done (however inefficiently or slowly) to remove this rotten limb is what allows us to see that the Church is still a living being while the rest of our civilization is simply a rotten corpse. Whereas child abuse continues to be rampant in all other orders of life, within the Church it has been significantly reduced.

The Church has always been a sort of indicator of the level of civilization. When the level of civilization goes down, it often drags many members of the Church with it, but when the Church becomes holier and more active, it pulls the level of society up. The corruption and decadence of society eventually reaches the Church, it manages to break in and affect it, as if it were an enemy breaking into the last stronghold that stands against it. But history has taught us over and over again that that is precisely the moment at which the counterstrike begins. This corruption and decay is first vanquished inside the Church and only after that does it reach the rest of society. The purification of the Church always leads to the renewal of society.

Indeed the child abuse scandals have been a form of death of the Catholic Church, but it will also allow it to rise again. Pundits and experts may say what they want, but it is a historical fact that this has always been the case. No one has expressed this truth as eloquently as Chesterton:

"`Heaven and earth shall pass away, but my words shall not pass away.' The civilisation of antiquity was the whole world: and men no more dreamed of its ending than of the ending of daylight. They could not imagine another order unless it were in another world. The civilisation of the world has passed away and those words have not passed away. In the long night of the Dark Ages feudalism was so familiar a thing that no man could imagine himself without a lord: and religion was so woven into that network that no man would have believed they could be torn asunder. Feudalism itself was torn to rags and rotted away in the popular life of the true Middle Ages; and the first and freshest power in that new freedom was the old religion. Feudalism had passed away, and the words did not pass away. The whole medieval order, in many ways so complete and almost cosmic a home for man, wore out gradually in its turn: and here at least it was thought that the words would die. They went forth across the radiant abyss of the Renaissance and in fifty years were using all its light and learning for new religious foundations, new apologetics, new saints. It was supposed to have been withered up at last in the dry light of the Age of Reason; it was supposed to have disappeared ultimately in the earthquake of the Age of Revolution. Science explained it away; and it was still there. History disinterred it in the past; and it appeared suddenly in the future. Today it stands once more in our path; and even as we watch it, it grows.

"If our social relations and records retain their continuity, if men really learn to apply reason to the accumulating facts of so crushing a story, it would seem that sooner or later even its enemies will learn from their incessant and interminable disappointments not to look for anything so simple as its death. They may continue to war with it, but it will be as they war with nature; as they war with the landscape, as they war with the skies. `Heaven and earth shall pass away, but my words shall not pass away.' They will watch for it to stumble; they will watch for it to err; they will no longer watch for it to end. Insensibly, even unconsciously, they will in their own silent anticipations fulfil the relative terms of that astounding prophecy; they will forget to watch for the mere extinction of what has so often been vainly extinguished; and will learn instinctively to look first for the coming of the comet or the freezing of the star."

miércoles, 18 de mayo de 2011

Santos de carne y hueso / Saints of flesh and bone

Hay un malentendido entre muchos no-católicos acerca de la naturaleza de la santidad. Desafortunadamente, este malentendido es muy común también entre católicos. Éste consiste en creer que el santo fue el hombre o la mujer que fue perfecto en vida. Que no tenía ningún defecto, que era alguien a quien todo le salía bien y que siempre tomaba las decisiones correctas y nunca tuvo ningún tipo de dudas.

Este malentendido ha creado una caricatura de la santidad, nos ha dado un estereotipo de santo. Como cualquier otro estereotipo, contiene suficientes elementos de verdad para perpetuarse fácilmente en las mentes de la gente. Los estereotipos son una simplificación exagerada de la realidad y la gente los acepta como ciertos porque pueden entenderlos sin la necesidad de pensar mucho. Son tomados como la plenitud de la verdad cuando en realidad sólo son una verdad parcial.

Esta simplificación exagerada es lo que hemos hecho con nuestro entendimiento de la santidad. Hay ocasiones en que parece que los santos son seres que estaban más allá de las realidad terrenas, que no sufrían tentaciones, que sólo podían sentir amor y alegría y que tenían sus ojos tan fijos en el cielo que perdían vista de la tierra. Hemos visto a la Madre Teresa en la televisión, ayudando a los más pobres, sonriendo mientras consuela a un leproso en sus últimos momentos de vida y esa es la única imagen que nos formamos de ella. Asumimos que su vida fue simplemente una sucesión de momentos similares. Cuando se revela que luchó durante años con una sequedad espiritual que pocos han experimentado, nos sorprendemos y nos preguntamos si era tan santa como habíamos creído. La respuesta es que sí fue auténticamente una santa. Nosotros somos los que hemos tenido un entendimiento errado de la santidad.

La idea que comúnmente tenemos de los santos es que fueron hombres y mujeres que parecían más angelicales que humanos. En esta concepción “angelical” de la santidad hay también un elemento de predestinación que es contrario a toda creencia católica. Algunos creen que los santos gozaron de una predilección especial de Dios de la cual el resto de nosotros mortales no goza. Creen que los santos fueron escogidos por Dios para ser santos mientras el resto de nosotros se debe conformar con ser “gente ordinaria”. Este no es el caso. Toda persona está llamada a convertirse en santa: “’Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad’. Todos son llamados a la santidad” (CIC, 2013). El ejército de santos demuestra la verdad de esta afirmación. La santidad puede y debe ser vivida en todos lados. A esto atestigua un San Martín, marchando entre las filas del ejército romano; un Santo Tomás combatiendo a la herejía desde su cátedra de Teología de la Universidad de París, o un Beato John Henry Newman en Oxford; un San Luis Rey impartiendo justicia desde su trono real; un San Isidro Labrador trabajando los campos de su amo.

La visión estereotípica de la santidad ha colocado a los santos en un lugar inaccesible, los ha convertido en ideales irrealizables. La razón por la cual la Iglesia declara a alguien santo es para que podamos imitar su vida; para que podamos ver que es posible para nosotros ser santos; para que tengamos modelos para seguir en nuestra propia peregrinación personal hacia la santidad. Pero, si vemos a la santidad como algo más allá del alcance humano, ¿cómo podemos aspirar a ella? El santo estereotípico no es más que un fantasma que no puede ser imitado, una ilusión que es en realidad un obstáculo.

La realidad de la santidad se basa en el hecho de que Cristo se hizo hombre para plenamente revelarle el hombre al hombre mismo. Dios se hizo hombre para enseñarles a los hombres cómo ser plenamente humanos. La santidad consiste en este volverse plenamente humano. Los santos eran personas ordinarias que vivieron los momentos ordinarios de la vida diaria en una forma extraordinaria. Vivieron las virtudes en un grado heroico. Su encuentro con Cristo les permitió descubrir la plenitud de su propia humanidad. Me atrevería a afirmar que los santos no sólo sentían como nosotros sentimos, sino que sentían más intensamente; que no sólo amaban como nosotros amamos, sino que amaban más profundamente. Eran más conscientes de la realidad porque estaban más identificados con Cristo, el Logos, el principio mismo de toda realidad. Pero este convertirse en santos es un proceso, no es algo dado. Los santos no nacieron siendo santos. La virtud heroica no es algo que heredas de tus padres como el color de tus ojos o tu complexión. La virtud heroica es, antes que nada, un hábito que debes desarrollar. Es hasta que se ha convertido en hábito que se vuelve parte de ti.

Todos los santos empezaron siendo pecadores como cualquiera de nosotros. Lee las Confesiones de San Agustín o la vida de San Francisco para aprender esto. Todos tenían debilidades, miedos, vicios y defectos de carácter. La diferencia entre ellos y los que aún no somos santos es que ellos decidieron vivir una vida de virtud después de encontrarse personalmente con el Señor resucitado. Tomaron la Pasión de Cristo con seriedad, pero, más que nada, tomaron la Resurrección muy seriamente. Se dieron cuenta de que la tumba vacía significaba que el hombre llamado Jesús realmente era quien había dicho que era. Era Dios. Había bajado a la tierra y había muerto por cada uno de nosotros. Si había muerto por nosotros era porque nos amaba. Si nos ha llamado a la santidad es porque nos está llamando a amarlo en respuesta.

Por tanto, la santidad es una decisión. Es una respuesta al amor infinito de Dios. Ser santo es amar a Dios al punto de que tu vida entera se convierte en un acto de amor a Dios. Dada nuestra naturaleza mutable, es una decisión que debe hacerse cada día, en cada momento, en toda situación. Los santos hicieron esa decisión y, cuando fallaron en hacerla, lo intentaron de nuevo. No se rindieron. Todo santo cayó pero también todo santo se levantó. Por eso decimos que vivieron las virtudes en forma heroica. No es heroísmo el siempre triunfar, es heroísmo levantarse cuando has caído derrotado. La santidad requiere la gracia de Dios. Nadie puede hacer esta decisión constantemente sin la ayuda divina. Si Dios nos llama a ser santos es porque quiere que seamos santos. Él proveerá todo lo que necesitamos.



There is a misconception among most non-Catholics as to the nature of sainthood. Unfortunately, it is common among Catholics as well. This misconception consists in thinking that the saint was a man or a woman who was perfect in life. That he or she was flawless; someone who always got everything right, always made the right choices and never suffered any doubts.

This misconception has created a caricature of sainthood; it has given us a “stereotype” of a saint. As with any other stereotype, this one contains enough elements of truth to become easily fixed in people’s minds. Stereotypes are an oversimplification of reality and people accept them as real because they can wrap their heads around them without any further thought. They are taken for the fullness of truth when in reality they are only a partial truth.

This oversimplification is what has happened with our understanding of holiness. At times it seems like we think of saints as beings who were beyond all earthly realities, who suffered no temptations, who could only feel love and joy, who had their eyes so fixed on heaven that they lost sight of the earth. We have seen Mother Teresa on television, aiding the poor, smiling while she holds a dying leper in her arms and that is the only image we keep of her. We assume that her whole existence was a simple sequence of such moments. When it is revealed that she struggled for years with a spiritual dryness that none of us has ever endured, we are shocked and wonder whether she was truly as holy as we had once thought. The answer is yes, she was truly holy. It was us who had a flawed understanding of what it means to be a saint.

The idea we often have of saints is that of men and women who seem more angelic than human. In this “angelic” understanding of saints there is also an element of predestination which is completely contrary to the Catholic faith. Some people believe that saints enjoy a special predilection of God which the rest of us mortals do not, that they were chosen by God to be saints while the rest of us are just meant to settle with being “ordinary people”. This is not the case. Every single person is called to become a saint: “’All Christians, in any state or walk of life are called to the fullness of Christian life and to the perfection of charity.’ All are called to holiness.” (CCC, 2013) The vast array of saints proves this to be true. Sainthood can and should be lived out anywhere. To this attests a Saint Martin, marching among the ranks of the Roman army; a Saint Thomas fighting heresy from his chair of Theology at the University of Paris, or a Blessed Cardinal Newman at Oxford; a Saint Louis imparting justice from his royal throne; a Saint Isidore the Farmer working the fields of his lord.

This stereotypical view of holiness has placed saints in an inaccessible place; it has made saints unrealizable ideals. The very purpose for which the Church declares someone to be a saint is so that we may imitate his life; that we may see that it is possible for us all to be saints; that we may have role models to follow in our own personal journey towards holiness. But, if we see sainthood as something beyond human reach, as something more proper to angels than to human beings, how can we aspire to it? The stereotypical saint is nothing but a phantasm that cannot be imitated, an illusion that has become an obstacle for others.

The reality of sainthood lies in the fact that Christ became man to fully reveal man to man himself. God became man to teach men how to be truly human. Sainthood consists in this becoming fully human. Saints were ordinary people who lived the ordinary moments of everyday life in an extraordinary way. They lived the virtues to a heroic degree. Their encounter with Christ allowed them to discover the fullness of their own humanity. I would venture to say that saints could not only feel like we all do, but felt more intensely; that they not only loved like the rest of us do, but loved more deeply. They were more conscious of reality because they had become more identified with Christ, the Logos, the principle of reality itself. But this becoming a saint was a process, not a given thing. Saints were not born saints. Heroic virtue is not something you inherit from your parents as you do the color of your eyes or your complexion. Heroic virtue is first of all a habit that you must develop. It is until it has become a habit that it also becomes a part of you.

All saints started as sinners like any of us. Read the Confessions of Saint Augustine or the life of Saint Francis and you will learn this. They all had weaknesses, struggles, fears, vices and character flaws. The difference between them and those of us who are not saints is that they decided to live a virtuous life after having a personal encounter with the risen Lord. They took the Passion seriously but, most importantly, they took the Resurrection seriously. They realized that the empty tomb meant that the man named Jesus was truly who he said he was. He was God. He had come down to earth and had died for each one of us. If he died for us, it was because he loved us. If he has called us to holiness it is because he is calling us to love him in return.

Therefore, sainthood is a decision. It is a response to God’s infinite love. To be a saint is to love God to the point that your entire life becomes an act of love of God. However, given our mutable nature, it is a decision that has to be made every day, at every moment, in every situation. The saints made that decision and when they failed to make it, they tried again. They did not give up. Every saint fell but every saint also got up after falling. That is why it is said that they lived the virtues to a heroic degree. It is not heroism to always triumph; it is heroism to get up when you have been defeated. Sainthood requires God grace. No one can make this decision constantly without God’s assistance. But, if God is calling us to be holy it is because he wants us to be holy. He will provide for all that we need.

martes, 3 de mayo de 2011

¿Qué pensaría Juan Pablo II? / What would John Paul II think?

“La espiral de violencia, que mancha el camino de tantos individuos y naciones, sólo puede romperse con el milagro del perdón.”
Beato Juan Pablo II

Ésta ha sido una semana en que dos hombres completamente distintos han estado omnipresentes en los medios de comunicación. El primero porque se le reconoció como un santo, el otro porque se le consideraba un agente del mal. No quiero concentrarme demasiado en estos dos personajes, ni en los eventos del pasado domingo sino en las reacciones que estos eventos generaron entre muchos, especialmente entre muchos católicos. Había algo que no encajaba en el hecho de que los mismos que horas antes aclamaban al nuevo beato Juan Pablo II, repentinamente estaban regocijándose por la muerte de Osama Bin Laden.

Más aún, fue perturbador escuchar al presidente de E.U., y a muchos otros, invocar el nombre de Dios después de haber anunciado que Bin Laden había muerto, como si Dios pudiera estar contento de que uno de sus hijos, por muy terrible que fuera, haya sido asesinado. La realidad es que la eliminación de Bin Laden no fue algo bueno, en todo caso, fue un mal menor. Nadie debería deleitarse en un mal.

La verdad del asunto es que la violencia nunca termina a la violencia y el odio jamás elimina al odio. La violencia sólo genera más violencia y el odio más odio. Hay gente que clama que la muerte de Bin Laden le traerá paz a las familias de las víctimas, especialmente porque al fin se hizo justicia (¿en realidad se hizo?). Yo no creo que esto sea cierto aunque no lo puedo decir basado en experiencia personal pues nunca he perdido a un ser querido por un acto de violencia (gracias a Dios). Sin embargo, Juan Pablo II sí vivió esa experiencia. Vio a muchos de sus amigos ser embarcados a los campos de concentración, para nunca más volver; perdió a muchos más a las crueldades de los soviéticos. Él sabía lo que significaba perder a un ser amado al odio. También sabía que odiar a los que te odian no es la respuesta.

Su famoso dicho: “La espiral de la violencia […] sólo puede romperse con el milagro del perdón” le parece al hombre “práctico” como un ideal utópico. Sin embargo, no hay una verdad más práctica que esa. Juan Pablo II vivía según ese ideal porque sabía que funcionaba. ¡Lo había probado él mismo! En un momento de su juventud, se le presentó la oportunidad de unirse a la resistencia secreta en Polonia. Tuvo ante sí la posibilidad de combatir y matar a los que estaban matando a sus amigos. Decidió, en cambio, hacerse sacerdote. La resistencia fracasó en su intento de derrotar a los soviéticos. El Papa pacífico triunfó. No fueron las balas de los que peleaban por la libertad sino el “milagro del perdón” el que finalmente derrumbó el muro.

Juan Pablo II peleó durante toda su vida para promover lo que él llamaba la “Cultura de la Vida”. En el corazón mismo de esta cultura se encuentra el perdón, la única respuesta auténtica a la violencia. Juan Pablo II creía que esa gran manifestación de la cultura de la muerte que fue el 11 de septiembre no podía ser respondida con la guerra. Esto es así porque la cultura de la muerte es incapaz de producir vida. La historia ha demostrado que estaba en lo correcto. Bin Laden vivió su vida trayendo la muerte a otros y por ello tendrá que responder ante Dios. Nosotros, ¿continuaremos su legado de odio o finalmente escucharemos a Juan Pablo II y abrazaremos el perdón para que esta locura por fin termine?



“The spiral of violence, which stains with blood the path of so many individuals and nations, can only be broken by the miracle of forgiveness”
Blessed John Paul the Great

This has been a week in which two completely different men have been omnipresent in the media. The first one is there because he was recognized as a saint, the other because he was considered an agent of evil. It is not so much on these men or on the events of this past Sunday that I want to focus on. It is on the reactions that both events caused among many people, especially among many Catholics. There was something not quite right in the fact that the same people who hours earlier were hailing the beatification of John Paul II, were suddenly rejoicing over the death of Osama Bin Laden.

Furthermore, it was rather disturbing to see the president of the United States and many others call upon the blessing of God after announcing that Bin Laden had been killed, as if God were glad that one of his children, however terrible he had been, was murdered. The fact is that the killing of Bin Laden was not a good thing; in any case, it was a lesser evil. Nobody should ever rejoice over any evil.

The truth of the matter is that violence never ends violence and hatred will never eliminate hatred. Violence only breeds more violence and hatred only more hatred. People claim that the death of Bin Laden will bring closure to the families of those who died, that, now that justice has been satisfied (has it?) they can finally have some peace. I do not believe this to be true, though I cannot say that based on my personal experience because I have never suffered the loss of a loved one to violence (thank God). However, John Paul II did live through that. He saw many of his friends shipped off to concentration camps, never to return; he lost many other friends to the cruelties of the Soviets. He knew what it meant to lose people to hatred. He also knew that hating back was not the answer.

His famous quote: “The spiral of violence […] can only be broken by the miracle of forgiveness” is considered by the “practical” man to be a utopian ideal, but there is no more practical truth than that. John Paul II lived by that principle because he knew that it worked. He had tried it himself! At one point in his youth he had before him the option of joining the underground resistance in Poland. He had the option of fighting back and killing those who were killing his friends. He decided, instead, to become a priest. The underground resistance failed to defeat the Soviets, the peaceful Pope succeeded. It was not the bullets of those who were fighting for freedom but the “miracle of forgiveness” that tore down the wall.

John Paul II fought tirelessly through his life to promote what he called the “Culture of Life”. At the very heart of that culture is to be found forgiveness, the only true answer to violence. John Paul II believed that that great manifestation of the culture of death that was 9/11 could not be answered to with war. That is because culture of death is incapable of producing life. History has proven him right. Bin Laden lived his life by bringing death to others and for this he will have to respond to God. Will we continue his legacy of hatred or will we finally listen to John Paul II and embrace forgiveness so that this madness may truly end?