jueves, 28 de febrero de 2013

En honor del profesor (y Papa) Ratzinger



Hace ocho años, poco después de la muerte de Juan Pablo II, tuve una conversación con un amigo acerca de quién podría ser su sucesor. Mi amigo, quien no es un católico practicante, tenía una opinión muy fuerte (aunque no muy original) acerca de la dirección en que debía ir la Iglesia. Pronto me quedó muy claro que, si a él le correspondiera elegir al Papa, jamás elegiría al entonces Cardenal Joseph Ratzinger. Pacientemente cargué la cruz de tener que escucharle hablar acerca de cómo la Iglesia es anticuada, cómo los jóvenes no se identifican con los ancianos que la dirigen, cómo debería de cambiar sus enseñanzas acerca de moralidad sexual y relajar su disciplina acerca del celibato, cómo se encuentra en una crisis sin precedentes entre otros tantos lugares comunes que seguro has escuchado muchas veces. Este discurso fue pronunciado con toda la autoridad que te da haber ido a una escuela católica. Menciono esta anécdota porque las ideas que mi amigo tenía (y quizá todavía tenga) y que estaba tan dispuesto a compartir, son las mismas que habría de oír una y otra vez en la televisión y que, como si no hubiéramos tenido suficiente, se multiplicarían ad nauseam una vez que el humo blanco anunció la elección del Cardenal Ratzinger. Como si de un disco rayado se tratara, estas ideas serían repetidas cada vez que se decía algo del Papa Benedicto XVI. Ahora que ha anunciado su renuncia (que se ha hecho efectiva el día de hoy), nos encontramos bombardeados con esto una vez más. Parece que el mundo tuviera una fijación con estas ideas y que no puede ver más allá, aun cuando son claramente ridículas.

Sin embargo, mi verdadera intención con este pequeño escrito es ofrecer un tributo al hombre que nos ha pastoreado por cerca de una década y si comencé mencionando estas nociones equivocadas es simplemente porque nadie las ha probado tan erróneas como el buen Papa Benedicto XVI. Todos los sitios católicos están saturados de elogios al papa y es difícil encontrar algo que decir que no haya sido dicho ya. Por tanto, quiero enfatizar algo que no he visto mencionado lo suficiente y que tiene que ver con la idea de que los jóvenes no podemos identificarnos con un anciano como Benedicto XVI. Pocas nociones me molestan tanto como ésta. Pocas son tan evidentemente falsas.

Generalmente, uno escucha esta idea presentada de esta manera: Benedicto XVI es completamente distinto a Juan Pablo II quien, a pesar del “hecho” de que los jóvenes no se identifican con la Iglesia, logró atraerlos gracias a su carisma y personalidad. Benedicto, por otro lado, es un académico aburrido que no se siente cómodo frente a las cámaras o entre las multitudes. Los jóvenes jamás podríamos sentirnos atraídos a semejante persona. Lo que más me sorprende es que mucha gente se aferra a esta idea como si fuera la verdad infalible, a pesar de que la evidencia que hay frente a sus narices. Si digo que hay evidencia de lo contrario es porque la he visto con mis propios ojos. Yo estaba ahí cuando Benedicto XVI llegó a Madrid para la Jornada Mundial de la Juventud. Yo estaba ahí, junto con dos millones de jóvenes del mundo entero. Estaba ahí cuando los dos millones oramos con él, de rodillas en medio de una tormenta. Si eso significa que Benedicto XVI no es atractivo para la juventud ¡entonces no tengo la menor idea de qué significa ser atractivo para la juventud!

Esto aún no responde la pregunta acerca de qué es lo que los jóvenes encontramos de atractivo en Benedicto XVI. Es claro que mucho tiene que ver con el hecho de que los jóvenes católicos admiramos y nos sentimos atraídos por el papa, sea quien sea, simplemente porque es nuestro padre espiritual. Pero con Benedicto, al igual que con Juan Pablo II, hay algo más. La primera (y única) vez que fui a una audiencia general en Roma, el Papa salió y fue recibido con una ovación (habíamos muchos mexicanos entre los asistentes) que pareció dejarlo desconcertado. Se notaba que no sabía qué hacer y que estaba nervioso. Su asistente lo dirigió hacia su silla, en la cual se sentó, sus pies colgando porque la silla le quedaba grande, y la imagen que apareció en mi mente fue la de un niño perdido y asustado. Seguía sorprendido, abrumado por la recepción que le dimos, sin poder dar cuenta de por qué alguien podría estar tan emocionado de verlo. Fue entonces que su asistente le dio sus lentes y su discurso y, en cuanto empezó a hablar, su apariencia cambió por completo. Ya no estábamos viendo a un niño asustado sino a un catedrático respetado. Cuando irrumpíamos en aplausos, nos miraba casi molesto, como si hubiéramos interrumpido su clase. Al mismo tiempo, se le veía la paciencia de un maestro que sabe tolerar las boberías de sus alumnos. Entonces entendí lo que ningún comentarista ha entendido. Benedicto XVI atraía a la juventud no como una celebridad nos atrae, sino como un sabio y respetable profesor. Cualquiera que ha ido a la escuela ha tenido un maestro o profesor que le ha cambiado la vida, ya sea porque te dio una lección de vida que jamás olvidarás, un consejo que necesitabas en un momento de crisis o porque enseñaba de tal manera que te contagió el deseo de continuar estudiando. Todos podemos señalar, con nombre y apellido, a tal persona en nuestra propia vida. En la preparatoria yo iba de querer ser filósofo a físico, de historiador a ingeniero en un solo día gracias a mis maestros. Era su pasión, se celo por compartir algo que ellos habían descubierto —la belleza de un teorema o de una obra de arte— la que más me inspiraba. Con Benedicto XVI, no era sólo la claridad de su pensamiento o la profundidad académica de sus escritos la que transmitía esta aura profesoral y atraía a la juventud. Era su pasión por compartir la “perla de gran valor”, por mostrarnos un vistazo de la Verdad que él había encontrado, lo que realmente lo convirtieron en la figura de sabio profesor. El tema que tanto repetía en sus discursos, sobre todo en aquellos dirigidos a los jóvenes, era el del encuentro con la persona de Cristo. Jamás hablaba de este encuentro en forma desapegada o teórica sino que siempre hablaba de él como algo que había experimentado personalmente. Si nos decía que no debíamos tener miedo de entregarnos completamente al Señor era porque él ya lo había hecho. Si nos recordaba que rechazar las comodidades que ofrece el mundo es el camino a una vida plenamente feliz, es sólo porque lo había vivido en carne propia.

Era esta sinceridad, esta experiencia personal que brillaba en todas sus enseñanzas, junto con sus vastos conocimientos y su intelecto extraordinario que lo hacían una inspiración para todos nosotros. Tan atractivo es que incluso muchos intelectuales ateos y agnósticos lo admiran y respetan aun cuando no estén de acuerdo con él. Por supuesto que siempre habrá quienes critiquen por criticar y en ello sólo demuestran la calidad de su carácter. Estas personas han mostrado sus caras en la televisión, en los periódicos y en internet y seguro lo continuarán haciendo durante las semanas venideras. El burro del salón se burlará hasta del mejor profesor. Como todo buen profesor, el Papa Benedicto jamás ha dejado que las burlas y los insultos impidan su proclamación de la Verdad pues hasta los burros, por más odiosos e insultantes que sean, fueron hechos a imagen y semejanza de Dios y están llamados a vivir en la alegría de la Verdad. En esto nos ha dejado su última enseñanza. Nos ha mostrado, con su vida y ejemplo, con la forma en que ha soportado todo tipo de humillaciones por los “expertos” de los medios y por los “trolls” que plagan el internet, cómo es que hemos de dar nuestro testimonio cristiano en medio de un mundo hostil. No hay mejor ejemplo de cómo es que hemos de poner la otra mejilla. Esta es quizá su enseñanza más valiosa para la juventud. Ojalá aprendamos nuestra lección y permitamos que sus enseñanzas nos influyan como las de otros tantos grandes maestros.

martes, 17 de enero de 2012

Dios y el problema del sufrimiento (parte 2) / God and the Problem of Suffering (part 2)

Como católicos, creemos que Dios se nos reveló en la persona de Jesucristo. En Él encontramos la respuesta a nuestras preguntas, incluyendo la pregunta acerca del sentido del sufrimiento. ¿Qué, pues, nos enseña Cristo acerca del sufrimiento? 

Los Evangelios nos dicen que Cristo sufrió inmensamente, más allá de lo que cualquiera de nosotros pueda llegar a sufrir. También sufrió de forma injusta pues no merecía la forma de muerte y la tortura que padeció. Pasó por todo esto en obediencia a la voluntad del Padre. Ahora bien, si aceptamos la premisa de que Dios es bueno, omnisciente y todopoderoso, entonces el sufrimiento que Cristo padeció no puede haber carecido de sentido. No puede carecer de propósito o de bien alguno. Hubo una razón para que sucediera de la manera en la que sucedió. Lo que Dios nos revela es que lo hizo para compensar por nuestras fallas, para pagar nuestra deuda, para reconciliarnos consigo. Lo hizo por amor. Y aquí es donde podemos, finalmente, poner toda esta discusión de cabeza. Las consecuencias lógicas de nuestras premisas no sólo son insuficientes para probar que un Dios como el de los cristianos no existe. La existencia misma del sufrimiento apunta en la dirección de la existencia de tal Dios.

Regresemos un poco para entender esto. En la tradición cristiana, todo sufrimiento entró al mundo a consecuencia del pecado, es decir, todo comenzó con el rechazo a Dios de parte del hombre. Previamente dije que el primer tipo de sufrimiento se debe a la ausencia de algo que queremos o que necesitamos. El hombre fue creado para necesitar a Dios por encima de todas las cosas, como las palabras de San Agustín tan bellamente nos recuerdan: “Nos hiciste para Ti Señor, y nuestro corazón no descansa hasta que descanse en Ti.” Por tanto, cuando el hombre decide voltearle la espalda a Dios, empieza a sufrir pues ya no tiene aquello que más ardientemente desea. Alguien podrá objetar: ¿cómo puede un Dios todo amoroso permitir que esto ocurra? ¿Acaso podría permitirle al hombre rechazarlo aunque esto signifique que el hombre ha de sufrir? La respuesta es que sí. Un Dios todo amoroso permitiría esto pues precisamente por ser todo amoroso respeta la libertad que le dio al hombre al crearlo como un ser libre. Un Dios todo amoroso no impondría su voluntad ni las forzaría a amarlo, de la misma forma en que un hombre no puedo obligar a una mujer a amarlo. Podemos concluir, pues, que no sólo es posible para un Dios todo amoroso permitir la existencia del sufrimiento pero que, en cierta forma, la existencia misma del sufrimiento nos permite ver que Dios verdaderamente es todo amoroso porque respeta nuestra libertad aún cuando eso signifique que lo rechacemos y Él nos pierda por toda la eternidad.

Con la segunda premisa, aquella acerca de la omnisciencia de Dios, ya hemos tratado anteriormente, sin embargo, hay algo más que podemos decir acerca de ella. Si Dios es todo amoroso, como ya hemos reconocido, y aún así permite que haya sufrimiento en el mundo, entonces debemos aceptar que también es omnisciente. Debe conocer el bien que ha de salir de nuestro sufrimiento pues de lo contrario no podríamos afirmar con certeza que es bueno.

Finalmente, está la premisa de que Dios es todopoderoso. Algunos dicen que Dios no puede ser omnipotente pues, siendo todo amoroso, es “incapaz” de prevenir nuestro sufrimiento. Ese no es el caso. Ya hemos visto que un Dios todo amoroso podría permitir que hubiera sufrimiento, aún teniendo el poder para impedirlo. La verdadera prueba de la omnipotencia de Dios, sin embargo, no yace en su capacidad de prevenir el sufrimiento, sino en su poder de transformarlo. La principal razón por la que sabemos que Dios es todopoderoso es porque tiene la capacidad de crear algo de la nada. El mal no es “algo” sino una “carencia de algo,” una ausencia, es decir, es “nada.” Esto suena exactamente igual que el primer tipo de sufrimiento del que hablé. Por esa razón lo llamé un sufrimiento “malo.” Cristo padeció este primer tipo de sufrimiento en su forma más extrema. Sin embargo, en lugar de que este sufrimiento le fuera impuesto como nos es impuesto a nosotros, Él se lo impuso a sí mismo. La Revelación nos dice que a través de su Pasión y Muerte, Cristo reconcilió a la humanidad con Dios. No sólo nos obtuvo lo que teníamos antes de la caída, sino algo todavía mejor. La humanidad no regresó a su estado inicial, fue elevada a un nuevo nivel. En pocas palabras, a través del sufrimiento de Cristo, no sólo se recuperó algo perdido, sino que se obtuvo un bien todavía mayor. Creó “algo” de la nada que era el mal del sufrimiento. Cristo tomó el primer tipo de sufrimiento y lo transformó en el segundo tipo. Transformó el sufrimiento malo en sufrimiento bueno. Sólo un Dios todopoderoso puede hacer algo semejante.

Todo esto suena muy bien, pero ¿qué tiene que ver con nosotros? Después de todo, nosotros no somos el Dios todo amoroso, todopoderoso y omnisciente que puede transformar el sufrimiento. Aquí, nuevamente, nos encontramos con la omnipotencia de Dios en acción. En nuestro estado original, Dios nos hizo co-creadores al darnos el poder de crear nuevas cosas de aquellas cosas que Él creó. Nuestra capacidad creativa es una parte esencial de nuestro haber sido creados en su imagen. Ahora, después de que Dios mismo sufrió, nos transformó y nos dio la capacidad de ser co-creadores al darnos el poder de sacar bien del mal del sufrimiento. La Muerte y Resurrección de Cristo elevó la naturaleza humana, incluyendo nuestra capacidad creadora. Esto es a lo que se refiere la Iglesia cuando habla de sufrimiento redentor. Sufrimiento redentor significa tomar el primer tipo de sufrimiento y transformarlo en el segundo tipo. Podemos tomar nuestro sufrimiento y usarlo para cooperar con la Redención de la humanidad, lo podemos para purificarnos y a otros. 

Esto, por supuesto, no quiere decir que sufrir es más fácil si eres cristiano. No quiere decir que los cristianos nunca tengan dudas acerca de si el sufrimiento tiene sentido. No significa que veamos al sufrimiento de forma ingenua e infantil. Sufrir es difícil y siempre lo será. Al cristiano le es permitido ir y pedirle a Dios, incluso a gritos, una explicación. Lo que el cristianismo sí nos dice es que un Dios omnisciente supo que era mejor para el hombre que alguien sufriera a su lado, que un Dios todo amoroso estuvo dispuesto a hacerlo y que un Dios todopoderoso fue capaz de hacerlo y lo hizo.

As Catholics we believe that God has revealed Himself to us in the person of Jesus Christ. In Him we find the answer to our questions, including the question about the meaning of suffering. What, then, does Christ have to teach us about suffering? 

The Gospels tell us that Christ suffered immensely, beyond anything that we can or will ever suffer. He also suffered unjustly because He did not deserve the kind of death and torture He endured. He went through all of this in obedience to the Father’s will. The thing is, if we accept the premise that God is good and all-knowing and all-powerful, then this suffering that He endured cannot be meaningless. It cannot be without purpose, it cannot be without good. There was a reason for it to happen. What God reveals to us is that He did it to make up for our failures, to pay our debt, to reconcile us with Himself. He did it for love. And here is where we can finally turn this whole argument on its head. Not only are the logical consequences of our premises insufficient to disprove that an all-loving, all-knowing and all-powerful God exists. The very existence of suffering shows us that such a God does indeed exist. 

Let us backtrack a little to understand this fully. 

In the Christian tradition, all suffering entered the world as a consequence ofMan’s sin, that is, it all began whenMan rejected God. This makes sense. I said previously that the first kind of suffering is due to the absence of something that we want or need. Man was made to need God above everything else, as the words of St. Augustine so beautifully remind us: “You have formed us for Yourself, and our hearts are restless till they find rest in You.” Therefore, when Man decides to turn his back on God, he begins to suffer because he no longer has that which he most ardently desires. At this point, someone might object: could an all-loving God allow this to happen? Could He allow man to turn his back on Him even though this will mean that man will suffer? The answer is yes. An all-loving God would allow this because an all-loving God who created Man as a free being would respect Man’s freedom. An all-loving Godwould not impose His will on His creatures or force them to love Him, just like a man cannot force a woman to love him. We can conclude, therefore, that it is not only possible for an all-loving God to allow suffering to exist but that, in a way, the existence of suffering itself lets us see that God is truly all-loving because He will respect our free will even if that means losing us for all eternity. 

The second premise about an all-knowing God has been dealt with already, however, there is something more we can say about it. If God is all-loving as we have already acknowledged, and yet He allows suffering to exist in the world, then we must, of necessity, accept that He is also all-knowing. He must know the good that will come out of our suffering or otherwise He would not be good and all-loving. 

Finally, there is the premise that God is omnipotent. Some people say that God cannot be omnipotent because, being all-loving, He ‘cannot’ prevent us from suffering. That is not the case. We have already shown that an all-loving God could allow suffering to exist even though He had the power to prevent it. The real proof of God’s omnipotence, however, does not lie in His power to prevent suffering, but rather, in his power to transform it. We know God is almighty mainly because He is capable of creating something out of nothing. Evil is not “something.” It is a lack of something, an absence, that is, it is a “nothing.” This sounds exactly like the first kind of suffering I have spoken of. It is for this reason that I called it a “bad” kind of suffering. Christ endured the first kind of suffering in its most extreme form. However, instead of this suffering being thrust upon Him like itis thrust upon us, He willfully took it upon Himself. Revelation tells us that through His Passion and Death Christ reconciled mankind with God. He obtained for us not only what we had lost, but something better. Mankind did not go back to its state before the Fall, it was raised up to a whole new level. In a few words, through Christ’s suffering, not only was something that was missing restored, but a greater good was obtained. He created “something” out of the nothingness which was the “evil” of suffering. Christ took the first form of suffering and turned it into the second form of suffering. He transformed the “bad” suffering into a good suffering. Only an omnipotent God could achieve this. 

This may sound good and all, but how does it relate to us? After all, we are not the all-loving, all-knowing, all-powerful God who can transform suffering, are we?  Here, once more, we encounter God’s omnipotence in action. In our original state, God made us His co-creators partly by giving us the power to create new things out of what He had created. Our creative capacity is an essential element of our being made in His image. Now, after God Himself suffered, He transformed us and gave us the capacity to be “co-creators” in bringing good out of the “evil” of suffering. Christ’s Death and Resurrection raised human nature, including our creative capacity. This is what the Church means when it speaks of redemptive suffering. Redemptive suffering means precisely that taking the first kind of suffering and transforming it into the second kind. We can take our suffering and use it to cooperate in Redemption, to purify ourselves and others! 

This, of course, does not mean that suffering is “easier” to endure if you are a Christian. It does not mean that Christians never doubt about whether suffering has a meaning. It does not mean that we see suffering in some naïve and infantile way. Suffering is hard and always will be. A Christian is allowed to go and cry to God when he is suffering, he is allowed to ask why. What this does mean, and what Christianity does tell us is that an all-knowing God knew that it was better for Man to have someone suffer beside him; that an all-loving God was willing to do that and that an all-powerful God was capable of doing it, and He did it.

martes, 25 de octubre de 2011

Dios y el Problema del Sufrimiento (parte 1) / God and the Problem of Suffering (part 1)

Una de las pocas cosas de las que podemos estar seguros es de que, en esta vida, tarde o temprano vamos a sufrir. La humanidad siempre se ha cuestionado cuál es el sentido o propósito del sufrimiento. Muchos han intentado usar la realidad del sufrimiento como un argumento para probar que Dios no existe. El argumento generalmente es de esta forma: un Dios infinitamente amoroso, que todo lo sabe y que todo lo puede no permitiría que sus criaturas sufrieran. En el mundo, vemos sufrimiento por todos lados, incluso vemos a gente “buena” sufrir, por tanto, Dios no puede existir. 

Aunque parece un argumento convincente, sólo lo es desde un punto de vista emocional. Con esto quiero decir que apela a nuestras emociones, a nuestro rechazo innato al sufrimiento pero no a nuestra razón. “Sentimos” que el sufrimiento es injusto, sobre todo cuando una persona buena es la que sufre. Sin embargo, racionalmente, este argumento es insostenible tal como es presentado. Asume como ciertas demasiadas cosas que no son necesariamente ciertas. Permítanme explicar esto más claramente. Este argumento usa un procedimiento lógico conocido como reductio ad absurdum, que significa, en Latín “reducción a un absurdo.” El procedimiento funciona de la siguiente manera: se asumen como ciertas una serie de premisas y éstas son llevadas a su conclusión lógica. Si la conclusión es absurda, entonces has demostrado que las premisas son falsas. En este caso específico, asumimos que un Dios amoroso, omnisciente y todopoderoso existe y llevamos esa premisa a su conclusión lógica. Si ésta resulta en un absurdo, habremos probado que tal Dios no existe. 

Ahora bien, el problema con este argumento contra la existencia de Dios es que la conclusión lógica que propone no es la verdadera conclusión lógica que se deriva de la premisa. Esto es, si tal Dios existe (como asumimos por hipótesis), no le sigue lógicamente que no habría ningún sufrimiento en el mundo. Decir que si Dios existe es imposible que haya sufrimiento en el mundo es afirmar algo sobre las acciones de Dios que está infinitamente más allá de lo que podemos decir sobre Él. Si, por hipótesis, decimos que Dios todo lo sabe, entonces simplemente no podemos cuestionar sus acciones y decisiones pues nosotros no somos omniscientes. Si Dios en realidad es omnisciente, ¿cómo podemos decir que algo que Él hace (o permite que suceda) no está en concordancia con su sabiduría infinita, una sabiduría que está más allá de nuestro entendimiento? Si aceptamos esta hipótesis como verdadera, entonces la única conclusión lógica es que debemos quedarnos callados ante los actos de Dios. Esta verdad es mejor expresada en el libro de Job, un libro que trata precisamente del problema del sufrimiento. En ese libro, Job, cuya fidelidad está siendo probada por Dios mediante inmensos sufrimientos, levanta su voz en protesta, sólo para recibir la siguiente respuesta: “¿Quién es ese que oscurece mi designio con palabras desprovistas de sentido? ¡Ajústate el cinturón como un guerrero: yo te preguntaré, y tú me instruirás! ¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra? Indícalo, si eres capaz de entender. Quién fijó sus medidas? ¿Lo sabes acaso? ¿Quién tendió sobre ella la cuerda para medir?” Dios responde a nuestras suposiciones de lo que debe o no debe hacer mostrándonos qué tontas son. 

Aún hay más. Este argumento hace una serie de suposiciones sobre el sufrimiento que no son del todo ciertas. Asume que el sufrimiento es, necesariamente, algo malo. También asume que el sufrimiento no tiene sentido. Si éstas dos suposiciones fueran ciertas, tendríamos mejores elementos para afirmar que un Dios bueno que lo permite no puede existir. Pero no son ciertas. Podemos descubrir esto si observamos más de cerca nuestra propia experiencia del sufrimiento. 

Hasta donde puedo ver, hay dos tipos de sufrimiento, por lo menos desde la perspectiva de qué tan dispuestos estamos a soportarlo. Uno es causado por la falta o ausencia de algo que necesitamos o deseamos. Una persona pobre sufre por la ausencia de dinero para satisfacer sus necesidades materiales; una persona enferma sufre por la falta de salud; un amante sufre por la ausencia de su amada. Podemos llamar a este tipo de sufrimiento “malo” pues es causado por la ausencia de un “bien” y porque parece no tener ningún propósito. Éste es el tipo de sufrimiento que menos dispuestos estamos a soportar pues viene acompañado de un cierto sentimiento de inevitabilidad y, por lo mismo, nos parece más injusto. 

El segundo tipo de sufrimiento es el que padecemos para evitar un mal mayor o para obtener algo mejor. Un atleta sufre a través de su entrenamiento para poder disfrutar de la victoria; una persona herida sufre los dolores de la limpieza de sus heridas para evitar una infección; una mujer sufre los dolores del parto para poder darle vida a su hijo. Por lo general, es más fácil ver el propósito de este tipo de sufrimiento y, por ello, estamos más dispuestos a soportarlo. Podemos denominar a este sufrimiento “bueno” pues nos obtiene un bien o evita un mal. Podemos decir que es un sufrimiento purgativo o purificador. 

Estas dos formas de sufrimiento no están limitadas a nuestro tiempo en la tierra. Mientras que aquí no están claramente diferenciados, después de la muerte, se vuelven realmente un sufrimiento bueno y uno malo. El tipo malo es lo que llamamos el infierno. El sufrimiento en el infierno es causado por la ausencia de Dios, que es el bien último del hombre. Por tanto, el sufrimiento del infierno es el peor sufrimiento que podemos imaginar. Sin embargo, este sufrimiento no es causado por Dios, sino por el rechazo de Dios. Dios simplemente se somete a nuestro deseo de no estar con Él. En un acto de absoluta bondad, Él hace que nuestros deseos sean sus órdenes. El sufrimiento bueno es lo que llamamos Purgatorio. Ahí, el sufrimiento es purgativo. Remueve todas nuestras imperfecciones, todas las cicatrices causadas por el pecado para que seamos perfectos y capaces de la visión beatífica. El sufrimiento que se padece en el Purgatorio es tan intenso que supera cualquier sufrimiento que podamos soportar en esta vida, pero aún así es bueno. Por tanto, podemos concluir que no todo sufrimiento es malo. 

El primer tipo de sufrimiento aún deja abierta la pregunta de su propósito. Esa pregunta no ha sido resuelta aún. ¿Cuál es el propósito de las enfermedades, de los desastres naturales, de la pobreza, de la muerte? Como dije anteriormente, dado que Dios todo lo sabe y nosotros no, lo mejor sería que permaneciéramos en silencio y lo aceptáramos. Pero eso sólo significa que nosotros no podemos decir nada al respecto. ¿Qué tal si Dios mismo tuviera algo que decir? Esto es, ¿qué tal que Dios nos revela cuál es el propósito y significado del sufrimiento?

One of the few things of which we can be certain is that sooner or later in life we will have to suffer. Mankind has always questioned what the meaning or purpose of suffering is and has, at times, wondered if it even has a purpose. Many people have tried to use the reality of suffering as an argument to prove that God does not exist. The argument goes something like this: an all-loving, all-knowing and all-powerful God would not allow his beloved creatures to suffer. In the world we see immense suffering everywhere, and even “good” people suffer, therefore, God cannot exist. 

Even though it seems to be a very compelling argument, it is so only from an emotional standpoint. What I mean is that it appeals to our emotions, to our innate rejection of suffering and not to our reason. We “feel” that suffering is unjust, especially when it is a good person who has to suffer. Rationally, however, this argument cannot stand as it is presented. It assumes as true many things that are not necessarily true. Let me explain this more clearly. The logical procedure that this argument uses is called reductio ad absurdum, which is Latin for “reduction to an absurd.” This procedure works as follows: you assume a series of premises to be true and then you take them to their logical conclusions. If those conclusions are absurd, then you have proven that your premises are false. In this case, we assume that an all-loving, all-knowing and all-powerful God exists and if we take that premise to its logical conclusion and it results in an absurdity, then we will have proven that such a God does not exist. 

The problem with this argument is that the logical conclusions that it presents are not really the logical conclusions that you would derive from the premise. That is, if such a God does indeed exist (as we hypothesize), it does not follow logically that there would not be any suffering in the world. To say that if God exists then it is impossible for there to be any suffering is to make a statement about God’s actions that is way beyond any of us to make.If you are hypothesizing that God is all-knowing (as this argument does), then we simply cannot question His actions and decisions because we are not all-knowing. If God is indeed all-knowing then how can we say that anything He does (or allows to happen) is not according to His infinite wisdom, a wisdom that is beyond our understanding? If we accept the truth of the hypothesis, then the only logical conclusion is that we ought to be silent about God’s actions. This truth is best expressed in the book of Job, a book that deals precisely with the problem of suffering. In it, Job, who is being tested by God through suffering, raises his voice in protest, only to be answered with the following words: “Who is this that obscures divine plans with words of ignorance? Gird up your loins now, like a man; I will question you, and you tell me the answers! Where were you when I founded the earth? Tell me, if you have understanding. Who determined its size; do you know? Who stretched out the measuring line for it?” God’s response to our suppositions about what He should or should not do is to show us how foolish they are. 

There is more. This argument also makes a series of assumptions about suffering that are not entirely true. It assumes that suffering is, of necessity, something bad. It also assumes that suffering is meaningless. If these two were true, we would have better elements to say that a good god that allowed them cannot exist. But they are not true. We can discover this by looking closer at our own experiences of suffering. 

As far as I can tell, there are two kinds of suffering, at least from the point of view of how willingly we endure it. One is the kind caused by the lack or absence of something we need, or want, or desire. A poor person suffers because she lacks the money to satisfy her material needs; a sick person suffers because she lacks health; a lover suffers because of the absence of his beloved. We can call this kind of suffering “bad” because it is caused by the absence of a “good” and because it seems to not have a purpose at all. This is also a kind of suffering that we are least willing to go through because it has a certain sense of inevitability to it and therefore seems to us to be the most unjust. 

The second kind of suffering is the one we endure in order to avoid a greater evil or to obtain a greater good. An athlete suffers through a rigorous training so that he may enjoy the fruits of victory; a person who is wounded suffers the pains of cleaning his wounds to avoid an infection; a woman goes through the pains of labor to give birth to her child. Thepurpose of this type of suffering isoften easier to see and, therefore, we tend to more willingly accept it. We can refer to this suffering as a “good” kind of suffering because it avoids an evil or gains for us a good. We might say that it is an uplifting, purifying or purging type of suffering. 

These two forms of suffering are not limited to our time on earth. Whereas on earth they are not clearly differentiated, after death, they truly become a good and a bad suffering. The bad kind is what we call Hell. In Hell there is suffering caused by the absence of God, who is the ultimate need of any man. Hence, the suffering in hell is the worst suffering we can imagine. This bad suffering is not, however, caused by God but by our rejection of God. God simply submits to our desire to not be with Him. In an absolute act of goodness, He makes our wishes his commands. The good kind of suffering is what we call Purgatory. The suffering in purgatory is a purging (hence the name) or purifying form of suffering. It removes all our imperfections, all the scars caused by sin, so that we may become perfect and capable of the beatific vision. The suffering in purgatory is so great that it is beyond anything we can suffer in this life, but it is still good. And so, we have shown that not all suffering is bad. 

But the first kind of suffering still leaves the question of its purpose open. That question has not yet been answered. What is the purpose of sickness, of natural disasters, of poverty, of death? As I said before, since God is all-knowing and we are not, we would do best to remain silent and simply accept it. But this only means that we are the ones who cannot say anything about it. What if God Himself had something to say? That is, what if God reveals to us what the purpose and meaning of suffering is?

lunes, 29 de agosto de 2011

JMJ en unas cuantas fotos / WYD in a few pictures

Si se habían estado preguntando por qué no había publicado nada en las últimas semanas, es porque estaba en la bellísima España para la Jornada Mundial de la Juventud. He aquí unas fotos y un video.

In case you were wondering why I haven't posted anything in the past weeks, it's because I was in beautiful Spain for World Youth Day!  Here are some pictures and a video!

Ésta es la Real Abadía de San Julián de Samos, donde nos hospedamos una semana para la Conferencia Internacional de FOCUS.

This is the Abbey of Saint Julian of Samos where we stayed for a week while attending FOCUS International Conference.


Ésta es la fachada de la iglesia principal del monasterio.

This is the facade of the main church of the monastery.

El claustro antiguo, construido en el siglo XII.  En esta parte del monasterio aún viven los monjes benedictinos.

The old cloister, built in the twelfth century.  This is where the Benedictine monks actually live.

El río Sarria, que corre junto al monasterio.

The Sarria river that runs next to the monastery.

Éste es uno de los pasillos del monasterio.  Los murales muestran escenas de la vida de San Benito.

This is one of the corridors of the monastery.  The murals show the life of St. Benedict.

El claustro nuevo, construído en el siglo XV.  Nosotros nos hospedamos en esta parte del monasterio.

The new cloister, built in the fifteenth century.  We stayed on this side of the monastery.

La iglesia principal.

The main church.

Caminando el Camino de Santiago.

Walking on the Way of St. James.

La tumba de Santiago Apóstol en la catedral de Santiago de Compostela.

The tomb of St. James the Apostle in the cathedral of Santiago de Compostela.

La catedral de Santiago.

The cathedral of Santiago.

Un letrero afuera del convento de la Encarnación en Ávila, que indica que ahí vivió durante treinta años Sta. Teresa de Jesús.

A sign outside the convent of the Incarnation in Avila, indicating that St. Teresa of Avila lived there for thirty years.
Las murallas de Ávila.

The walls of Avila.

La misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud en Cuatro Vientos, Madrid.

Closing Mass for World Youth Day in Cuatro Vientos, Madrid.

Mi primo y yo en la Misa de clausura.  Nos encontramos de forma providencial.

My cousin and I at the closing Mass.  We found each other providentially.

El monasterio real de San Lorenzo del Escorial. Fue construido durante el reinado de Felipe II para ser Palacio real, monasterio y basílica.

The Royal Monastery of Saint Lawrence of El Escorial.  It was built during Phillip II's reign as Royal Palace, Monastery and basilica.

El palacio real de Madrid.

The royal palace of Madrid.

Catedral de Nuestra Señora de la Almudena.  Contiene la estatua de nuestra Señora de la Almudena, patrona de Madrid.

Cathedral of Our Lady of the Almudena.  It contains the statue of Our Lady of the Almudena, patroness of Madrid.
San Josemaría Escrivá de Balaguer, quien acostumbraba rezar ante la imagen de nuestra Señora de la Almudena.

Saint Josemaría Escrivá de Balaguer, who used to pray before the image of Our Lady of the Almudena.

Después de la peregrinación religiosa hubo tiempo para una pequeña peregrinación secular al Santiago Bernabéu, casa del Real Madrid.

After the religious pilgrimage, there was some time for a small secular pilgrimage to the Santiago Bernabeu stadium, house of Real Madrid, the world's best soccer team.


Un resumen de todo lo que ocurrió durante la JMJ.  ¡Nos vemos en Río!

A quick video of all the things that took place during WYD.  I'll see you in Rio!

jueves, 4 de agosto de 2011

Et Verbum caro factum est

El misterio central y, podría añadir, fundacional, del cristianismo es el misterio de la Encarnación. Los cristianos creemos que Dios se hizo hombre, que el Dios trascendente entró en el tiempo y el espacio y se convirtió en uno de nosotros, que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn. 1: 14). Dios se sometió a todas las limitaciones propias de nuestra condición corporal: se sometió al hambre, la sed, el cansancio, la tristeza e incluso la muerte. Está claro, pues, que una religión fundada en tal misterio ha de ser, necesariamente, una religión “encarnada”. Tal es el caso del cristianismo. Muchos asumen incorrectamente que el cristianismo es una religión puramente espiritual que rechaza todo lo material. No hay nada más alejado de la verdad. De hecho, cuando surgieron herejías que presentaban al mundo material como perverso y maligno, la Iglesia mandó a sus mentes más poderosas a combatirlas. Los cristianos no desprecian el mundo material pues Dios mismo no lo despreció. Creemos que después de que lo creó “vio que era muy bueno” (Gen. 1: 31).

Cualquiera que intente comprender al cristianismo necesita estar al tanto de esta realidad de la Encarnación pues impregna la gran mayoría, si no es que todas nuestras creencias. Un par de ejemplos bastarán para mostrar qué tan profundamente enraizada está en toda enseñanza católica. Sin embargo, antes de entrar en esos ejemplos, conviene pensar acerca de por qué Dios habrá concebido siquiera la idea de la Encarnación. El hecho es, y esto lo sabemos por revelación, que Dios es un Dios personal, es decir, es una persona. Como tal, desea establecer relaciones con otros seres personales. Esto es lo que Él ha buscado desde el momento de la creación del hombre. A diferencia de otras religiones, el cristianismo no es la búsqueda de Dios por el hombre, sino lo búsqueda del hombre por Dios. San Juan lo pone de esta manera: “En esto está el amor: no en que nosotros hayamos a Dios, sino que Él nos amó primero y mandó a su Hijo en expiación de nuestros pecados” (1 Jn. 4: 10). La historia de la salvación no trata más que de la búsqueda del hombre por parte de Dios y de todos sus intentos de atraerlo hacia Sí. Con esto mente, tiene sentido suponer que Dios nos buscaría en nuestros términos, no en los suyos. Que haría uso de cosas materiales, incluyendo nuestra propia naturaleza humana, para comunicarse con nosotros que somos materiales. Nos habla, pues, en nuestro propia lenguaje.

Los ejemplos que quiero presentar son dos: la Biblia y la Iglesia. No los escogí al azar. Para muchos no creyentes ven la Biblia como un punto débil del cristianismo pues parece demasiado humana para ser divina. Lo mismo ocurre con la Iglesia. Incluso muchos católicos creen que la Iglesia como institución, lo que les gusta llamar “la Iglesia-Jerarquía”, no es parte de la intención original de Dios sino que es una creación puramente humana. Todo esto es producto de una ignorancia del misterio de la Encarnación.

Empecemos con la Biblia. Como dije, el cristianismo es una religión encarnada. Es obvio, pues, que la palabra de Dios se encarnara y se nos presentara en forma de palabras humanas, aún cuando ello implicara que se tuviera que someter a todas las limitaciones del lenguaje humano, a la cultura en que fue escrita, al conocimiento propio de la época, al estilo propio de sus autores humanos. Si se toma en cuenta la naturaleza encarnada del cristianismo, esto no nos causa sorpresa alguna. Esto lo hemos sabido siempre y por eso los católicos dejamos la interpretación de pasajes confusos o difíciles a los expertos. El argumento de que la Biblia no es divina por ser tan humana pierde toda su fuerza cuando se toma en cuenta la naturaleza encarnada del cristianismo.

Ahora bien, el hecho de que el texto de la Biblia esté situado en un contexto y una cultura específicos no limita en forma alguna su mensaje, en el sentido de que deje de ser válido para personas de otras culturas o épocas. El mensaje es universal. Es como la obra de Cervantes. A pesar de que está profundamente influida por su tiempo y su cultura, contiene verdades universales que trascienden el tiempo y el espacio. Cualquier obra literaria valiosa posee esta universalidad. Esto es aún más cierto respecto a la Biblia.

Otra área en la que podemos ver las características encarnadas de la Biblia es en la forma en que se originó. Jamás hemos creído que la Biblia apareció mágicamente ni que su contenido le haya sido dictado en el oído a alguien por Dios. Así no es como sucedió. Cuando decimos que la Biblia está inspirada por Dios significa que el Espíritu Santo hizo a ciertos hombres sus colaboradores para escribir lo que Él quería decirnos. Esto no ocurrió de forma mágica. Él los inspiró a usar sus talentos y habilidades, sus conocimientos y experiencias para comunicarle algo a toda la humanidad. No la escribió por ellos ni los controló como marionetas. Los dejó escribir mientras que Él se aseguró de que no escribieran algo que Él no quisiera. Podríamos decir que supervisó el proceso de escritura. De la misma forma, supervisó la compilación de la Biblia. Recordemos que la Biblia no es un libro sino un conjunto de más de setenta libros. El desarrollo del canon de la Biblia (la lista “oficial” de libros que se consideran divinamente inspirados) fue un proceso de discernimiento. Nuevamente, Dios no bajó del cielo para decirnos cuáles libros son inspirados y cuáles no. El canon oficial nació después de mucho estudio y debates intensos. De una forma muy humana, Dios intervino para fijar la lista y revelar su voluntad.

¿Qué tal la Iglesia? ¿Acaso Cristo realmente quería que hubiera sacerdotes, obispos y un Papa? ¿No era su intención, más bien, simplemente formar una comunidad de seguidores? La intención de Cristo era, ciertamente, formar esa comunidad de creyentes, una familia para Dios. Pero toda comunidad que formamos en este planeta, toda sociedad, incluso toda familia, debe tomar una forma visible: una forma institucional. La familia tiene al padre y a la madre que ejercen la autoridad en la casa; nuestras sociedades tienen un gobierno; incluso nuestras organizaciones sociales tienen estructuras directivas que permiten que funcionen y que continúen en existencia. A pesar de que hay mucho loco por ahí que dice que no necesitamos autoridad alguna, ese no es el caso. Podríamos decir que una comunidad se encarna en una institución. Y eso es lo que ocurrió con la Iglesia de Cristo. Ocurrió a pesar de que eso significara que quedara sujeta a todas las imperfecciones propias de nuestras instituciones, a la ocasional necesidad de reforma, a la posibilidad de corrupción.

Otros se cuestionan cómo una Iglesia que se considera divina y santa pueda cometer tantos errores y estar tan llena de pecadores, cómo puede estar tan lejos de la perfección. Nuevamente han perdido de vista el hecho de que la Iglesia es una iglesia encarnada. La Iglesia está hecha para seres humanos imperfectos, pecadores y a veces simplemente estúpidos. La Iglesia jamás ha afirmado ser perfecta pues reconoce que su componente humano no es perfecto. La Iglesia jamás ha declarado que sus miembros estén libres de pecado pues es una Iglesia para pecadores buscando redención. Dios ha permitido que su Iglesia esté sujeta a las imperfecciones de una humanidad imperfecta para que pueda recibir en su seno a toda la humanidad. Si la Iglesia fuera perfecta, ¿cómo podríamos nosotros, que somos imperfectos, hallarnos en ella? Una Iglesia perfecta sería para ángeles, no para seres humanos.

Estas mismas personas proceden luego a cuestionar si realmente necesitamos todos los rituales y ceremonias, todos los sacramentos y ritos, todo el incienso y las velas, por decirlo de una manera. ¿No podríamos adorar y amar a Dios en lo secreto de nuestros corazones? El catolicismo, por ser una religión encarnada, dice no, no es suficiente. Esa no es nuestra naturaleza. Lo externo y visible revela lo interno e invisible. Por ejemplo, no basta que un hombre ame a una mujer “en lo secreto de su corazón”. Debe hacer y decir cosas que le permitan a ella saber que en realidad la ama, que hagan visible ese amor para que ella lo pueda percibir. Ocurre lo mismo con Dios, no porque Él necesite cosas externas sino porque nosotros las necesitamos. Está en nuestra naturaleza llevar a cabo rituales y ceremonias que revelan nuestra adoración interior. Necesitamos los sacramentos porque necesitamos saber con certeza que la gracia de Dios ha sido derramada sobre nosotros y una acción puramente espiritual o invisible no es suficiente para nosotros. Necesitamos algo físico, algo encarnado.

Esto podrá llevar a alguno a decir, “bueno, si el catolicismo es tan encarnado, tan humano, entonces quizá eso sea lo único de lo que se trate, quizá no haya nada divino en él.” De nuevo tenemos que regresar al misterio de la Encarnación para responder esto. Cuando Dios se hizo hombre no dejó de ser Dios. Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Tiene las dos naturalezas. Cuando la palabra de Dios se hizo palabra humana en la Biblia, no dejó de ser la palabra de Dios. Cuando la Iglesia de Dios tomó forma de iglesia humana, no dejó de ser divina. Las palabras humanas fueron levantadas y unidas a la palabra de Dios y dieron lugar a la Sagrada Escritura. La institución humana fue elevada y fundida con la institución Divina para formar la Iglesia Católica.

Esto es una cuestión de fe, una cuestión espiritual se podría decir. Pero todo lo que he dicho es acerca de que las creencias católicas están inmersas en la Encarnación, por tanto, no es únicamente cuestión de fe. Hay cosas que apelan a nuestra razón y que apuntan en la dirección de la verdad de lo que he afirmado. Tomemos el caso de la Iglesia. Por fe sabemos que es divina. Nuestra razón, por su parte distingue que no ha habido institución alguna que haya pasado por todo lo que ha pasado la Iglesia Católica. Ha sido atacada desde afuera y ha superado a sus enemigos; se ha podrido por dentro pero ha logrado purificarse; ha sido perseguida y llevada al martirio sólo para levantarse y prosperar; se ha corrompido pero ha sido capaz de reformarse. Ha sobrevivido en sus momentos de mayor debilidad y, más sorprendente aún, en los de mayor fuerza. Donde todas las demás instituciones humanas han eventualmente fracasado y se han desvanecido, la Iglesia ha persistido e incluso florecido. Cuando parece cercana a la muerte resurge con la vitalidad de la juventud. A pesar de lo humana que es, hay algo acerca de ella que sólo puede ser explicado por su divinidad.

Para poder comprender al catolicismo, uno no necesita penetrar los misterios de un cielo infinito y abstracto. Uno necesita únicamente asomarse a un pequeño taller de un carpintero en Nazaret. Uno necesita ver a Dios encarnado, uno necesita ver a la persona de Cristo.



The central and, one might add, foundational, mystery of Christianity is the mystery of the Incarnation. Christians believe that God became man, that the transcendent God entered into time and space and became one of us, that “the Word became flesh and dwelt among us” (Jn. 1: 14). God submitted himself to all the limitations and imperfections proper of our bodily condition: he submitted himself to hunger, to thirst, to fatigue, to sadness and even to death. It is clear then, that a religion founded on such a mystery must of necessity be an “incarnate” religion. Such is the case with Christianity. Many people assume incorrectly that Christianity is a purely spiritual religion that rejects material things. There is nothing further from the truth. As a matter of fact, when heresies that portrayed the material world as evil sprung up, the Church sent its most powerful minds to combat them. Christians do not despise the material world because God Himself did not despise it. We believe that after He had created it, He “saw that it was very good” (Gen. 1: 31).

Anyone who is trying to comprehend Christianity needs to be aware of this incarnational aspect for it is present in the vast majority, if not all, of our beliefs. A few examples should suffice to show how the Incarnation is so deeply embedded in Catholic teaching. Before going into those examples, however, it might be helpful to think about why God could have conceived the idea of the Incarnation in the first place. Could he not have revealed himself to us in some other way? The fact is, and we know this through revelation, that God is a personal God. As such, He desires to be in relationships with other personal beings. That is what He has been seeking since the moment of the creation of man. Unlike other religions, Christianity is not about man seeking God but about God seeking man. Saint John puts it this way: “In this is love: not that we have loved God, but that he loved us and sent his Son as expiation for our sins.” (1 Jn. 4: 10). The entire history of salvation is about God reaching out to man trying to draw him to Himself. With this in mind, it makes sense that God would reach out to us not in his terms but in ours. That He would make use of material things, including our own human nature, in order to communicate with us because we ourselves are material. He is speaking to us in our own language.

The examples I have decided to talk about are two: the Bible and the Church. I did not pick them randomly. Many non-Christians see the Bible as a “weakness” of Christianity because it seems too human to be divine. The same happens with the Church. Even many Catholics think that the Church as institution, the “hierarchy” as they like to call it, is not part of what God intended; that it is purely a human creation. All of this misses the point entirely.

Let us begin with the Bible. Like I said, Christianity is incarnational. It is obvious then, that God’s word would be incarnated and presented to men in human words even when that meant that it would be subject to all the limitations of human language, to the culture in which it was written, to the knowledge of the time, to the writing style of its human authors. Knowing the incarnational aspect of Christianity, this should not come as a surprise. We need to take all these things into account when interpreting it and that is why Catholics have always left the interpretation of obscure passages to the experts. The argument that the “humanness” of the Bible is a proof that it is not divine loses all its strength when we take the incarnational nature of Christianity into account.

Now, the fact that the text of the Bible is inscribed within a certain culture and context does not limit in any way its message, in the sense of not making it valid for people of different cultures and times. The message is still universal and meant for the peoples of all eras and nations. It is just like Shakespeare’s writings. However influenced by his time and culture, they still contain universal truths that transcend time and space. Any great work of literature has this universality. This is even truer with respect to the Bible.

Another area in which we can see the incarnational characteristics of the Bible is in the way in which it came into existence. We have never believed that the Bible magically appeared or that God whispered its contents into someone’s ear. That is not how it happened. Was the Bible divinely inspired? Yes, it was. And yet, that only means that God made certain men his collaborators in writing down what He wished to tell us. He did not do this in some magical way. He simply inspired them to use their talents and skills, their knowledge and experience to communicate something to all humanity. He did not write it for them nor did he control them as puppets of some sort. He let them write while making sure they did not write anything He did not wish to be written. He oversaw the writing process if you may. And he also oversaw the compilation process. Remember, the Bible is not one book; it is a compilation of over seventy books. The development of the canon of the Bible (the “official” list of books that are considered divinely inspired) was a process of discernment. Once again, God did not come down to heaven to tell us which books were inspired and which were not. The final canon came into existence after intense study, discussion and debate. In a very human way, God intervened to fix the list and reveal His will.

What about the Church? Did Christ really intend that there be priests and bishops and a Pope? Did he not intend, rather, to simply form a community of believers? Christ’s intention was, indeed, to form a community of followers, a family for God. But every community we form on this earth, every society, even every family must take a visible form: an institutional form. The family has a father and a mother who exercise authority in their household; our societies have a government; even our social clubs have a directive structure that allows it to function and preserve its existence. Even though there have been many crazies who have said that we can do without any form of authority and structure that is not the case. We might say that a community becomes incarnate in an institution. And so it happened with Christ’s Church. It happened even when this meant that it would be subject to all the imperfections of our institutions, to the need of being reformed from time to time, to the possibility of corruption.

Some others question how a Church that claims to be divine and holy can make so many mistakes and be so full of sinners, how it can be so far from being perfect. Once more they are missing the point that the Catholic Church is a Church incarnate. It is a Church made for humans that are imperfect, sinful and sometimes plain stupid. The Church has never made the claim of being perfect because it recognizes that its human component is not perfect. The Church has never claimed that its members are free from sin because it is actually a Church for sinners who are seeking redemption. God has allowed his Church to be subject to the imperfections of an imperfect humanity so that it can embrace all of mankind. If the Church were perfect how could we, who are imperfect, fit in? A perfect Church would be a church for angels, not for human beings.

These same people usually go on and question whether we actually need all the rituals and ceremonies, all the sacraments and rites, all the incense and candles so to speak. Could we not just worship and love God in the secret of our own hearts? Catholicism, because it is incarnational, would say no, that is not enough. That is not in our nature. The external and visible things reveal the internal and invisible ones. For example, it is not enough for a man to only love a woman “in his heart.” He must do and say things that allow her to know that he actually does love her, things that make that love visible so she can perceive it. It is the same with God, not because he needs that but because we do. It is in our very nature to perform rituals and ceremonies that reveal that internal worship. We need the sacraments because we need to be certain that God’s grace has been poured on us and a purely spiritual or internal action is not enough for us. We need something physical, something incarnate.

This can lead some to say, “Well, if Catholicism is so incarnate, so human, then perhaps that is all there is to it, there is nothing divine about it.” Once again we must turn to the mystery of the Incarnation to answer this. When God became man he did not cease to be God. Christ is true God and true man. He has both natures. When the word of God became human word in the Bible it did not cease to be God’s word. When God’s Church took on a human form it did not cease to be Divine. The mystery of the Incarnation is precisely about the union between God and man, between heaven and earth. Human words are lifted and united with God’s Word and give rise to Sacred Scripture. A human institution is raised and wedded to a Divine institution to form the Catholic Church.

This is a matter of faith, a spiritual matter you might say. But all I have said is related to how Catholic beliefs are immersed in the Incarnation; therefore, it is not only a matter of faith. There are things that appeal to our reason and point in the direction of the truth of the things I have affirmed. Let us take the case of the Church. By faith we know that it is divine. Our reason, on the other hand, distinguishes that there is no other institution in the history of mankind that has gone through all the things the Catholic Church has. It has been attacked from the outside and it has overcome its enemies; it has rotten on the inside but has managed to become purified; it has been persecuted and suffered martyrdom only to prosper and grow; it has become corrupt beyond measure but been able to reform. It has survived in its moments of greatest weakness and, more surprising yet, in its moments of strength. Where all other human institutions have eventually failed and withered away, the Church has remained and even thrived. When it seems closest to death it always resurges with the vitality of young age. Despite its humanness, there is something about it that can only be explained by its divinity.

To be able to fully grasp Catholicism, one needs not to look into the depths of an infinite and abstract heaven. One needs only to look into a small carpenter’s shop in Nazareth. It is necessary to look at God Incarnate, it is necessary to look at the person of Christ.

domingo, 24 de julio de 2011

Enseñanza católica vs. Ideología homosexual / Catholic Teaching vs. Homosexual ideology

Espero que mi publicación anterior haya bastado para dejar en claro que la Iglesia Católica no odia ni discrimina a los homosexuales. Aún así, dejé abierta la pregunta sobre si lo que enseña la Iglesia es mejor que lo que la ideología homosexual (o ideología de género) defiende. En esta ocasión sostengo que sí lo es.

Contrario a lo que muchos creen, la posición de la Iglesia Católica respecto a la sexualidad humana no es opresiva sino liberadora; no demoniza a la sexualidad sino que la exalta; no la destruye sino que la da su sentido pleno. Sin embargo, este efecto liberador no lo podemos entender como la destrucción de límites o restricciones. Es liberador precisamente porque establece límites, porque pone las cosas en orden, porque da forma y moldea a la sexualidad en lo que debe de ser.

Al hacer esto, establece el principio, que nuestra experiencia diaria confirma, de que no existe la libertad absoluta. No existe porque existe una Verdad objetiva. Lo idea de una Verdad objetiva hace que el hombre posmoderno en general, y el defensor de la ideología de género en particular, retroceda asqueado, pero no por eso deja de ser real. Cuando hablo de Verdad objetiva, me refiero a todas aquellas realidades (por lo general externas a nosotros) que existen nos guste o no y que, se podría decir, imponen límites a nuestra libertad. Las leyes de la naturaleza son parte de esta Verdad objetiva, así como el hecho de que vivimos en sociedad y no podemos vivir completamente aislados de los demás. También lo es el hecho indiscutible de que fuimos creados (o evolucionamos, o aparecimos por casualidad, o lo que sea que más te agrade) de una cierta manera y que actuar en forma distinta a esa forma de ser es dañino para nosotros y para los demás. No es algo malo el que existan estas realidades externas ni lo es el que limiten nuestra libertad. Es precisamente porque existen por lo que la libertad es posible. Sin ellos, ni siquiera podríamos existir. Ahora bien, es obvio que, debido a nuestro libre albedrío, podemos decidir ir contra esas realidades objetivas pero eso siempre es un esfuerzo inútil. La realidad siempre tiene la última palabra.

¿Qué tiene que ver toda esta discusión sobre libertad y verdades objetivas con la homosexualidad? Para empezar, la ideología de género se funda en la utopía de que esta libertad absoluta existe. Eso debería de bastar para probar que la enseñanza Católica, que, por el contrario se basa en un realismo sano, es superior. La ideología de género cree en la existencia de la libertad absoluta pues sostiene que podemos “escoger” nuestro sexo. Para ellos no hay esa verdad objetiva que es el sexo de una persona. Algunos llegan al grado de sostener que, no se puede definir el sexo de una persona como masculino o femenino, sino como un espectro (sea lo que sea que eso significa). La enseñanza católica es muy clara en este respecto: hay una verdad objetiva acerca del sexo de una persona y esa verdad objetiva es su cuerpo. Nuestros cuerpos dicen qué somos y ningún tratamiento hormonal o cirugía plástica puede cambiar eso. No existe ninguna “mujer atrapada en el cuerpo de un hombre“, sólo existen hombres muy confundidos. Decirle a esa persona que puede “escoger“ ser mujer sólo le causará mayores problemas pues no está sustentado en la realidad.

Esto nos lleva al siguiente punto: el de la dignidad de la persona humana, y en particular, el de la dignidad del cuerpo humano. Si podemos decidir nuestro sexo, sin importar lo que nuestro cuerpo diga; y si podemos violentar al cuerpo alterándolo por medios artificiales para adaptarlo al sexo que escogimos, entonces no podemos sostener que el cuerpo tenga valor. En este caso, es la mente o el alma o el ego o como quieras llamarlo lo que vale en un ser humano. El cuerpo es un simple añadido a la persona, un anexo con el que podemos obrar como nos venga en gana. Esto no es lo que enseña la Iglesia porque esto no es conforme a la realidad. La Iglesia jamás ha enseñado que el cuerpo sea malo o no tenga valor, al contrario, siempre ha combatido a aquellos que han enseñado eso (los gnósticos, los maniqueos, los idealistas, etc.). Ha defendido que el cuerpo es la verdad objetiva sobre el sexo de una persona porque siempre ha defendido que el cuerpo es parte integral de la misma. El cuerpo revela a la persona. En términos tradicionales, somos "cuerpos espiritualizados" o "almas corporeizadas", es decir, somos unión de un cuerpo y un alma y es esa unión la que hace a un ser humano. Esta unión es tan profunda que llevó a Juan Pablo II a declarar en su Teología del Cuerpo que no es tanto que “tengamos“ un cuerpo sino que “somos“ un cuerpo. Lo que importa es que el cuerpo es un elemento esencial de la persona humana. Por tanto, cualquier violencia contra el cuerpo es violencia contra la persona. Ahora bien, si el cuerpo no merece un respeto absoluto, entonces no sólo puede ser sujeto de todo tipo de modificaciones artificiales, pero también se puede prestar a la objetificación. Esto es, el cuerpo puede (y, dada nuestra naturaleza caída, será) tratado como un simple objeto por los demás. Si una persona trata a su propio cuerpo como una cosa, ¿cómo podemos esperar que los demás no hagan lo mismo? Está de sobra decir que reducir a cualquier persona al nivel de objeto es contrario a su dignidad, aún cuando esa persona lo permita libremente. Respecto a la dignidad de la persona humana, las enseñanzas de la Iglesia Católica se muestran superiores a las de la ideología homosexual.

Hay otras razones además de las que he mencionado aquí que favorecen a la doctrina católica por encima de la ideología de género pero requeriría de mucho más espacio para cubrir siquiera algunas de ellas, por lo que considero que las aquí expuestas bastarán por ahora. Lo importante es repetir que la superioridad de la enseñanza católica sobre la ideología homosexual se debe a que está en conformidad con la realidad. Es decir, es mejor porque es verdadera.



Hopefully, my previous post will suffice to make clear that the Catholic Church does not hate nor discriminate homosexuals. The question remains, however, as to whether what the Church teaches is better than what homosexual (or gender) ideology does. In this post, I sustain that it is indeed better.

Contrary to popular belief, the stance of the Catholic Church with respect to human sexuality is not oppressive, but liberating; it does not demonize sexuality but it exalts it; it does not destroy it, but it gives it its full meaning. However, this liberating effect cannot be understood as a removal of limits or restrictions. It is liberating precisely because it sets boundaries, because it puts things in order, because it gives shape and forms sexuality into what it is supposed to be.

By doing this, it is establishing the principle, which everyday experience affirms, that there is no such thing as absolute freedom. Absolute freedom does not exist because objective Truth exists. Objective Truth is something that makes postmodern man in general, and gender ideologists in particular, cringe, but it is something that exists nevertheless. When I speak of objective Truth, I am talking of all those realities (most of them external to us) which exist whether we like it or not and which, we could say, “set limits on our freedom”. The laws of nature are part of this objective Truth, as is the fact that we live in society and cannot live completely isolated from others. So is the undeniable fact that we were created (or evolved, or randomly appeared, or whatever tickles your fancy) in a certain way, and that acting against that way of being is hurtful for us and for others. It is not a bad thing that these external realities exist and that they limit our freedom. It is because these limits exist that freedom is even possible. Without them existence itself would be impossible. Obviously, since we possess a free will, we can decide to act against those objective realities, but that is always a futile attempt. Reality always has the last word.

What does this whole discussion on freedom and objective truths have to do with homosexuality? To begin with, gender ideology rests on the utopia that absolute freedom exists. That in itself is enough to show that this ideology is inferior to Catholic teaching which, on the contrary, is rooted in a healthy realism. Gender ideology is built on the premise that we can “choose” our gender. A man can decide to “be” a woman or a woman can decide to “be” a man if he or she feels like doing so. For them, there is no such thing as the objective truth of a person’s gender. Some go as far as saying that gender is not a matter of being male or female but that rather it is a “spectrum”, whatever that means. Catholic teaching is very clear on this point: there is an objective truth with respect to a person’s gender and that objective truth is his or her body. Our bodies tell us what we are and no hormone treatments or plastic surgeries can change that. There is no such thing as a “woman trapped inside a man’s body”; there is only a very confused man. Telling him that he can “choose” to be a woman will only cause more harm because it is not rooted in reality.

This brings up another important point of discussion: that of the dignity of the human person and in particular, of the dignity of the human body. If we can decide our own gender, regardless of what our body tells us; and if we can do violence to the body by altering it through artificial means in order to adapt it to our chosen gender, then we cannot say that the body has much value. In that case, it is the mind or the soul or the ego or whatever you want to call it, what is of worth in a human being. The body is simply an addendum to the person, an attachment that can be disposed of at will. This is not the case in Catholic teaching because it is not the case in reality. Never has the Church held that the body is bad or worthless, and, as a matter of fact, it has always fought those heresies that have taught that (Gnosticism, Manichaeism, idealism, etc.). It has defended that the body is the “objective truth” about a person’s gender because it has always defended that the body is an integral part of the person. The body reveals the person. In traditional terms, we are spiritualized bodies or embodied souls, that is, we are a union of a body and a soul and it is the union that makes a human being. This union is so profound that it led John Paul II to declare in his Theology of the Body that it is not so much that we “have” a body but that we “are” a body. What matters is that the body is an essential element of a human person. Therefore, any violence against the body is a violence against the person. Now, if the body does not deserve the utmost respect, then it can be subject not only to all sorts of unnatural modifications, but it can also lend itself to objectification. That is, the body can be (and, given our fallen nature, will be) treated as a mere object by others. If a person treats his or her own body as an object, what impedes others from doing the same? But, as we have seen, the person is a body and, therefore, an objectification of the body is an objectification of the person! Needless to say, reducing a person to an object goes against that person’s dignity, even if she willingly allows it. With respect to human dignity, the teachings of the Catholic Church also prove themselves superior to those of gender ideology.

There are other reasons besides the ones mentioned here that favor Catholic doctrine over the beliefs of homosexual ideology but a review of even a few of them would take up much more space. I believe the ones I have presented should be enough for now. It is important to repeat that the superiority of Catholic teaching over gender ideology rests, above all, on it being in accordance with reality. That is, it is better because it is true.