domingo, 30 de agosto de 2009

El amor es...

El amor es paciente y muestra comprensión. No renuncia a los pocos meses alegando diferencias “irreconciliables” que no son más que excusas para no cumplir lo que se prometió. Tampoco huye cuando ya no “siente lo mismo que antes”…

El amor no tiene celos, no aparenta ni se infla. No se place en parecer perfecto ante la sociedad para, poco tiempo después, terminar en un escandaloso divorcio…

No actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira y olvida lo malo. No busca su propio placer y mucho menos rebaja al otro al nivel de un objeto. Es sacrificado y, sobre todo, sabe perdonar. No se interesa por el dinero, por lo que no cree en cosas como los “arreglos prematrimoniales” que son un término elegante para un “seguro contra el fracaso”…

No se alegra de lo injusto, sino que se goza en la verdad. Busca siempre el bien del otro, dándole siempre lo que le corresponde según su dignidad. Se basa en la Verdad y no en la “verdad” que sostiene la sociedad…

Perdura a pesar de todo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta todo. Sobrevive en los momentos más difíciles, confía aún en los tiempos más oscuros y supera los obstáculos que le pone una civilización que sólo cree en la satisfacción del momento…

El amor nunca pasará… sus aparentes fracasos no son suyos sino de la cultura que ha olvidado lo que realmente significa. Tantos matrimonios fracasados no son prueba del fracaso del amor, más bien son prueba del fracaso de la civilización que ha sustituido al amor por egoísmo…

(El texto en cursivas es de la Primera carta de San Pablo a los Corintios, capítulo 13, versículos 4 a 8)



Love is…

Love is patient, love is kind. It does not quit after only a few months claiming “irreconcilable differences” which are only an excuse to break one’s vows. Nor does it run away when it “doesn’t feel the same anymore”…

It is not jealous, (love) is not pompous, it is not inflated. It doesn’t please itself in seeming perfect before others only to end in a scandalous divorce…

It is not rude, it does not seek its own interests, it is not quick-tempered, it does not brood over injury. It doesn’t seek its own pleasure and it will never degrade another human being. It is willing to sacrifice and, above all, knows how to forgive. It is not interested in money or “premarital arrangements”, which are only a fancy term for an insurance against failure…

It does not rejoice over wrongdoing but rejoices with the truth. It always seeks the good of the other, giving him what it is his, according to his dignity. It is guided by Truth and not by the “truth” of the world…

It bears all things, believes all things, hopes all things, endures all things. It survives through the hardest of times, it trusts even at the darkest hours and it overcomes the obstacles placed by a civilization that only believes in instantaneous pleasure…

Love never fails. Its apparent failures are not its fault but that of a culture that has forgotten what love truly means. So many failed marriages are not the failure of love, they are the failure of a culture that has substituted love with selfishness…

(The text in italics is from the First Letter of St. Paul to the Corinthians, chapter 13, verses 4 to 8)

domingo, 23 de agosto de 2009

Sugerencias para obtener la "enchilada completa"

Aclaración para los lectores no mexicanos: el término “enchilada completa” lo acuñó el ex-presidente Vicente Fox al proponer que en Estados Unidos se aprobara una reforma migratoria integral, que no se limitara a pequeños cambios que en el largo plazo dejarían el problema sin resolver.

En esta época de globalización, los encuentros entre personas de distintas culturas se han vuelto asunto de todos los días. Es normal que estos encuentros vengan acompañados de tensiones o situaciones incómodas a causa de las diferencias culturales. Es común, también, que la incomprensión hacia aquél que pertenece a otra cultura escale hasta convertirse en un conflicto más serio. Algo similar sucede entre países vecinos, y, sobre todo, cuando las diferencias económicas entre esos países son tan grandes que obligan a millones de seres humanos del país pobre a emigrar al más rico.

Cuando se habla del tema de la migración, las personas en ambos lados de la frontera asumen, casi automáticamente, el rol de víctimas. Esa es quizá la razón principal por la cual el tema migratorio se ha vuelto tan polémico y tan sensible. Siempre resulta más fácil (y más rentable políticamente) acusar al otro de originar el problema, sin tratar de comprender qué es lo que lo ha llevado a actuar de la manera en la que lo hace.

Para poder atacar el problema de fondo y llegar a una solución real y acorde con la dignidad humana de los inmigrantes, es necesario entender que, al tratarse de un asunto binacional, sólo puede ser resuelto mediante el trabajo conjunto. Ni el país receptor de inmigrantes, ni el país del que emigran pueden, por sí solos, resolver el asunto. Por lo mismo, es necesario que exista empatía entre ambas naciones, es decir, debe existir la voluntad de comprender lo que está sucediendo del otro lado de la frontera. Esto es lo que casi siempre falta en las discusiones acerca de las reformas migratorias en cualquier lugar del mundo.

En el caso específico de la frontera mexicano-americana, ¿qué es lo que podemos aprender acerca del otro que nos ayude a atender el problema migratorio? Del lado mexicano, tenemos que entender el descontento de muchos americanos de verse “invadidos” por millones de mexicanos que no hablan el idioma y que muchas veces no se adaptan a la cultura norteamericana. ¿Acaso no reaccionaríamos de la misma forma si el flujo migratorio se diera en sentido contrario y nosotros fuéramos los “invadidos”? Esto por nada justifica la actitud de ciertos grupos conservadores norteamericanos que se dedican a cazar inmigrantes, pero nos debe sensibilizar respecto a la postura que asumen nuestros vecinos del norte. Debe, además, obligarnos a reflexionar sobre el trato que en la frontera sur de México se le da a los inmigrantes centroamericanos, ¿no es igual o peor que el que reciben nuestros paisanos en Estados Unidos? La hipocresía no nos servirá de mucho en esta discusión. También es importante que nos dejemos de complejos de inferioridad respecto a Estados Unidos. La discriminación que llegan a sufrir los inmigrantes no se debe a que sean “morenitos” como muchos asumen. Una mirada a la historia estadounidense nos demostrará que el mal trato a los inmigrantes ha sido una constante. Así como sufren ahora los mexicanos, sufrieron los irlandeses, los italianos, los polacos, los alemanes, entre muchos otros.
Del lado americano también se requieren algunos cambios de actitud. Es importante que se abandone la hipocresía de aplicar rigurosamente las leyes inmigratorias cuando no hay necesidad de mano de obra, pero flexibilizarlas cuando sí se necesita. Esta regulación de la inmigración por las “leyes de la economía” es contraria a la dignidad humana ya que pone las necesidades de la economía por encima de las necesidades de los seres humanos.

Sin embargo, creo que la mejor manera de generar una cierta empatía del pueblo norteamericano hacia los inmigrantes mexicanos es haciéndoles ver aquellas realidades que obligan a tantos mexicanos a abandonar su tierra para buscar trabajo del “otro lado”. La mayoría de los americanos no son conscientes de la realidad de la pobreza que se vive en muchas regiones de México. Tampoco son conscientes de los sufrimientos que pasan los inmigrantes para cruzar la frontera: no se imaginan las caminatas a través del desierto ni las largas horas encerrados en la caja de un tráiler o el sacrificio económico que representa pagar un pollero. Mucho menos saben que existe un riesgo real de perder la vida al intentar ingresar a Estados Unidos ilegalmente. Esto sin contar la separación de las familias y las dificultades que deben pasar para reunirse con sus seres queridos.

Si nuestros gobernantes hicieran un pequeño esfuerzo por conocer más de la cultura norteamericana, comprenderían que el pueblo americano es un pueblo generoso que siempre está dispuesto a ayudar al necesitado. Si los gobernantes de Estados Unidos se esforzaran por dejar de un lado los intereses político-económicos para poner en primer lugar la dignidad humana, entenderían la necesidad que obliga a tantos a arriesgar la vida para entrar a Estados Unidos. Si eso sucediera, quizá podríamos, al fin, tener una reforma migratoria en la que, tanto mexicanos como americanos, saliéramos beneficiados.

lunes, 17 de agosto de 2009

Primero los pobres

Una de las pocas afirmaciones que se ha adueñado la izquierda y con la que puedo estar totalmente de acuerdo es la de “primero los pobres”. Sin embargo, nuestras diferencias aparecen en el momento mismo en que esa afirmación se intenta llevar de la teoría a la práctica. Quizá suene extraño que una persona que, como yo, se identifica con la “derecha”, pueda estar de acuerdo con esa idea. Parece una paradoja, mas no es así. Hay que recordar que la “derecha” tiene dos vertientes: la derecha cristiana (por llamarla de alguna manera), emanada de la Doctrina Social de la Iglesia, y la derecha liberal. La derecha liberal surge como defensora del liberalismo económico y de los intereses de los grandes capitalistas, mientras que la derecha cristiana surge como una propuesta alternativa tanto al capitalismo como al marxismo (o social-democracia, como lo llaman ahora).

Es decir, la propuesta de la derecha cristiana no es capitalista pero tampoco es marxista. Es humanista. La diferencia que existe entre ambos extremos y la propuesta humanista es una diferencia antropológica. Carlos Castillo Peraza la describe a la perfección (la propuesta humanista la denomina solidarismo): “En el núcleo del solidarismo está, pues, un conjunto de afirmaciones sobre el hombre: que es material, que es espiritual, que es personal y que es social. Frente a él, hay sistemas de pensamiento que suprimen alguna o algunas de esas dimensiones humanas. Está el individualismo, que reduce a casi nada la dimensión social del hombre, y está el colectivismo que aniquila la dimensión personal de aquél” (En la alternativa radical: el solidarismo, en El Porvenir Posible, Fondo de Cultura Económica).

¿Qué consecuencias tienen estas concepciones del hombre en la vida económica de nuestra sociedad? Tienen consecuencias muy importantes ya que, siguiendo a Benedicto XVI, podemos afirmar que “la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica” (Caritas in veritate, 75). Las diferencias económicas y sociales han alcanzado tal magnitud que se han vuelto ofensivas a la dignidad misma de los seres humanos. Es justo en ese punto en que la propuesta capitalista y la marxista convergen, mientras que la humanista se aparta de ellas. Tanto el capitalismo como el marxismo no ven en el pobre a un sujeto poseedor de dignidad sino a un estorbo o, en el mejor de los casos, un error inevitable del sistema.

Por ello, las “soluciones” que ofrecen estas propuestas son incapaces de resolver el problema de fondo y, en muchas ocasiones, resultan denigrantes de la dignidad de las personas pobres. Es ofensivo para la dignidad de los pobres que, como pretenden los gobiernos populistas de izquierda, se les trate como menores de edad, incapaces de trabajar por su propia superación sin la ayuda de las dádivas estatales. Es igualmente ofensivo pretender, como afirma el capitalismo, dejar a los pobres las riquezas que se derraman del enriquecimiento de unos pocos, como se da las sobras de la comida a los perros.

La concepción humanista, en cambio, exige que se les brinden las oportunidades a los pobres para que dejen de serlo a través de su propio esfuerzo y trabajo. No sólo con el apoyo del gobierno sino con el de la sociedad entera. Exige una sociedad y un Estado solidarios que trabajen por el Bien Común. La mejor inversión que puede realizar un país es en el desarrollo de su población, así como la mejor inversión que puede hacer una empresa es en el crecimiento de sus trabajadores. Se debe poner a los pobres primero porque son los miembros más débiles de la sociedad y, por tanto, necesitan de la protección de la sociedad. Los ricos no necesitan que se les proteja.

En todas las crisis económicas (como la actual) los más afectados son los pobres. En lugar de buscar formas de que no los afecten, los poderosos se justifican apelando a las “leyes de la economía”. Esto causaba una enorme indignación en Giorgio la Pira (quien fuera Alcalde de Florencia en los años cincuenta), quien afirmaba: “¿Le parece interclasismo cristiano aquel que permite que el trabajo -y, por tanto, el pan físico e incluso, en cierto modo, el espiritual, del trabajador y de la familia del trabajador- sea confiado a la inestabilidad de la ‘coyuntura’ (¡cuántas cosas y cuántas arbitrariedades se esconden bajo esta etiqueta!)? ¿Cómo pueden los trabajadores confiar en un orden social en el que su vida está confiada a los vientos tan desleales de la así llamada ‘libre iniciativa’?”. Me resulta ilógico pensar que mientras hemos logrado dominar las leyes de la naturaleza y someterlas a nuestros designios, no hemos podido hacer lo mismo con las leyes de la economía para ponerlas al servicio del hombre.

Estamos acostumbrados a medir el poderío de las naciones por la cantidad de riquezas que producen, así como por la cantidad de ricos que tiene. Esto me parece una estrategia errada. En las ingenierías se acostumbra determinar la calidad de un sistema basado en el componente menos eficiente del mismo. En términos llanos: el eslabón más débil de una cadena es el que determina la resistencia de la cadena completa. Creo que nos convendría seguir ese camino al determinar la riqueza y poderío de nuestras sociedades. Quizá ese cambio de perspectiva nos ayudaría a atacar el problema de la pobreza de una forma más efectiva y más acorde con la dignidad de las personas. Quizá sea un punto de vista nuevo que nos ayude a acabar con la terrible contradicción que se vive en el mundo actual, donde come mejor una vaca en un país del primer mundo que un niño de un país del tercer mundo. Donde se desperdicia, en el primer mundo, suficiente comida para alimentar al resto del mundo pero que se tira a la basura porque es “más barato”.

domingo, 9 de agosto de 2009

Reflexiones sobre el amor, parte 2

Una mirada rápida a la situación que prevalece en el mundo nos permite descubrir una grave crisis en las relaciones entre hombres y mujeres. A pesar de que en muchos países ha incrementado la “educación” sexual, que de educación no tiene nada, no han disminuido los índices de divorcio y matrimonios fracasados, no han desaparecido los embarazos “no deseados” ni se ha frenado el avance de las enfermedades de transmisión sexual. Nuestra sociedad, en lugar de detenerse y darse cuenta de que hay algo mal con la estrategia de “liberación” sexual que ha estado siguiendo, parece empeñarse en radicalizarla cada día más.

Por otro lado, las pocas voces que se han levantado en contra de esta estrategia son continuamente ridiculizadas. A tal grado ha llegado la insensatez de Occidente que se burla de aquellos que le advierten del peligro hacia el cual se dirige. Sin embargo, son estas voces las que tienen la razón.

Entre estas voces destacan las de los últimos pontífices, empezando por Pablo VI, defensor del valor procreativo del matrimonio, llegando hasta Benedicto XVI y su defensa de un entendimiento adecuado del amor humano, como una imagen del amor divino. El nombre de Juan Pablo II no lo había mencionado porque su trabajo al respecto fue de tal magnitud que tomará muchos años más llegar a apreciarlo en su totalidad. Sus catequesis respecto a la teología del cuerpo son tan distintas a lo que Occidente ha venido defendiendo que representan una auténtica revolución sexual.

Los medios de comunicación y las filosofías predominantes nos bombardean con la idea de un amor plenamente material, que se basa en la satisfacción de nuestros impulsos sexuales, sin control ni responsabilidad alguna, y por tanto, sin libertad. Es decir, nos quieren vender la paradoja de un amor egoísta, centrado en la satisfacción de mis necesidades, y no las del otro.

Juan Pablo II enseña lo contrario. Afirma que el amor se vive para el otro y para ello desarrolla una nueva interpretación bíblica que denomina la “hermenéutica del don” (donde hermenéutica significa interpretación de los textos sagrados). Un ejemplo de esta interpretación se ve en el siguiente pasaje: “el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne” (Gen, 2:24). En el centro mismo de este pasaje está la idea del don (entendido como regalo o entrega): el hombre renuncia a todo lo que tiene para entregarse (unirse) a la mujer. Esta entrega es de tal magnitud que “llegan a ser una sola carne”. Como éste, hay muchos pasajes más a los que hace referencia Juan Pablo II, pero la idea sigue siendo la misma: el amor requiere entrega y renuncia de uno mismo. Ahí radica la diferencia esencial entre el amor como lo entiende nuestra civilización actual y el amor como realmente es.

Adicionalmente a esta diferencia en el concepto de lo que es el amor, tenemos una diferencia en el entendimiento de lo que es el ser humano. Podríamos referirnos a ella como una diferencia antropológica. El materialismo predominante sostiene que el ser humano no es más que cuerpo y que todas sus funciones (intelectuales, afectivas, sexuales, etc.) se pueden explicar como reacciones químicas. Por tanto, el amor no es más que un derramamiento de sustancias en el cerebro, originado tras miles de años de evolución con la finalidad de preservar a la especie. Esta concepción desemboca fácilmente en una postura utilitaria en la cual las demás personas son vistas como objetos para la satisfacción personal. Este es precisamente el problema que vemos tan frecuentemente en el mundo contemporáneo y que hace que las relaciones entre hombres y mujeres sean tan conflictivas. En estas relaciones utilitaristas (yo te uso a ti), las principales víctimas son las mujeres, ya que poseen una sensibilidad especial ante el hecho de ser tratadas como un objeto. Por lo mismo, es cuestión de elemental justicia que cambie esta forma de pensamiento.

Por su parte, Juan Pablo II parte de una concepción metafísica del ser humano. El hombre es una unidad de cuerpo y alma. El alma le confiere una dignidad especial que no debe ser pisoteada por nadie. Por tanto, el ser humano debe ser siempre un fin en sí mismo y jamás un medio para satisfacer a otro individuo. Si a esto le añadimos que el ser humano posee razón y libertad, descubrimos que el amor se convierte no en un impulso sino en una decisión libre, que conlleva una responsabilidad. La entrega se vuelve voluntaria, y, por tanto, en un acto auténticamente humano.

La diferencia es radical: la perspectiva materialista reduce al ser humano a la animalidad mientras que la perspectiva metafísica eleva al otro a la categoría de “valor no suficientemente apreciado”. Esta diferencia podría cambiar totalmente nuestro mundo.