domingo, 28 de junio de 2009

Defensa de la hispanidad

Es de esperar que la gente se dé cuenta de que España no es tan negra como la han pintado quienes sólo han pintado las caperuzas negras de los inquisidores.
G.K. Chesterton

El problema con las mentiras es que muchas veces la gente se las cree. Eso es precisamente lo que ha sucedido con la llamada Leyenda Negra acerca de España. La Leyenda negra está ya tan arraigada en la cultura occidental, que incluso en los libros de texto de Historia se enseña como si fuera una verdad histórica. Desde pequeños nos metieron en la cabeza la idea de que los españoles sólo vinieron a América por el oro, que exterminaron sin piedad a los indígenas y que esclavizaron a los que sobrevivieron. Además, que impusieron su religión a la fuerza, con un tribunal inquisitorial que no tenía problema alguno con quemar a los herejes y enemigos de la fe.

Desgraciadamente, incluso entre los pueblos latinoamericanos, que somos hijos de España, estas mentiras se han convertido en “verdad”. Es muy común escuchar a la gente decir que los españoles “nos conquistaron” y que esclavizaron a “nuestros padres”. Ambas afirmaciones son falsas porque, en primer lugar, “nosotros” (es decir, los pueblos latinoamericanos) somos producto de la fusión de los indígenas y de los españoles, y, por tanto, no existíamos hasta el momento en que se dio esa fusión. En segundo lugar, porque los indígenas no fueron esclavizados, ya que esto estuvo prohibido por la Corona Española desde un inicio.

Por otro lado, resulta un poco ilógico el hecho de que se haya “exterminado” a los indígenas cuando alrededor del 90% de nuestra población tiene raíces y rasgos indígenas. Como que algo no me cuadra ahí. Aunque algunas facetas de la cultura indígena sí fueron eliminadas (como el politeísmo, los sacrificios humanos, etc.) muchas de sus manifestaciones culturales fueron preservadas, aunque transformadas para adaptarse a la nueva realidad en la que vivían. Así, por ejemplo, podemos encontrar infinidad de bailes prehispánicos que ahora se llevan a cabo en honor a la Virgen de Guadalupe y que antes se hacían en honor de sus dioses. Ni qué decir de la enorme cantidad de palabras de origen indígena que aún usamos, así como tantos alimentos prehispánicos que siguen siendo la base de nuestra dieta. Esta transformación se la debemos sobre todo a los misioneros que llegaron desde los primeros años de la colonización de América. Estos grandes hombres, condenados por la historia oficial a un párrafo o dos de los libros de texto gratuitos, entregaron su vida a la evangelización, educación y protección de los indígenas. Ellos, a diferencia de muchos “defensores de los pobres” de la actualidad, sí se preocuparon por darles una mejor vida a través de la educación y del trabajo. Tan efectiva fue esta labor que hoy, quinientos años después, se siguen viendo sus frutos.

Ahora bien, los españoles tuvieron sus fallas y cometieron sus atrocidades. Nadie pretende negar los abusos de ciertos conquistadores ni que algunas políticas de la Corona no fueron las más adecuadas. Sin embargo, no podemos juzgar su actuar con una mentalidad del siglo XXI. Debemos situarnos en su época, entender las motivaciones que los conducían y, entonces, juzgarlos con objetividad. Además, no podemos ver nada más los aspectos negativos de este gran pueblo sin ver lo positivo, o condenarlos sin compararlos con lo que hicieron otros. Ningún otro país o imperio ha realizado una colonización como la que hicieron los españoles. Mientras los demás países establecían colonias simplemente para tener puestos comerciales y nuevos mercados, los españoles crearon una nueva civilización. Mientras los colonos ingleses en Norteamérica exterminaban sin piedad a los pueblos nativos (cosa que siguieron haciendo los estadounidenses después de su independencia), los españoles se fusionaron con ellos. Mientras los portugueses y holandeses trataban a los nativos africanos como objetos, los españoles sostenían y defendían la humanidad de los indígenas americanos.

Me parece increíble que, hasta antes de la aparición de los nazis, los españoles eran el símbolo de la más grande barbarie. Frases como “África empieza en los Pirineos” muestran el desprecio que muchos europeos sentían por ese país. Parece que olvidan que fue precisamente el pueblo español el que sufrió siete siglos de lucha contra el invasor musulmán, evitando así que conquistara toda Europa. Que fue ese pueblo el que dirigió la defensa de Europa en Lepanto, donde derrotó al enemigo turco. Y fue, finalmente, el mismo pueblo que arriesgó todo al cruzar el océano y conquistar un continente para la Cristiandad.

Nosotros, como sus herederos, debemos empezar a apreciar nuestro origen. El problema de identidad que tanto nos aqueja a los mexicanos (y a los latinoamericanos en general) tiene su origen en que nos hemos creído las mentiras que nos han dicho sobre uno de nuestros padres.

lunes, 15 de junio de 2009

No todos los políticos son nefastos

El hombre no puede separarse de Dios, ni la política de la moralidad.
Juan Pablo II

Aunque muchas veces creamos lo contrario (y muchos parezcan demostrarlo), no todos los políticos son nefastos. O, por lo menos, no todos los políticos que han existido han sido nefastos. A lo largo de la historia ha habido ejemplos de políticos realmente preocupados por el Bien Común, políticos que han entregado su vida (algunos literalmente) al servicio de los demás y éstos son los que han cambiado al mundo, aunque luego el mundo los olvide.

En todas las escuelas de ciencia política se estudia a Maquiavelo y a otros “grandes” personajes de la política y, sin embargo, nunca se estudia a los humanistas demócrata-cristianos, a pesar de que fueron estos políticos los que reconstruyeron Europa después de la Segunda Guerra Mundial. No sólo eso, sino que fueron políticos que ejercieron su labor pública de forma ejemplar, con una profunda preocupación por los más necesitados y, además, con gran éxito.

El desconocimiento que tenemos de estos hombres quizá se deba a que, a diferencia de otros, nunca tuvieron aspiraciones de grandeza ni buscaban su propia exaltación. Nunca se mandaron construir arcos triunfales ni tenían sus propios programas de televisión o radio para que el pueblo estuviera constantemente escuchando lo bueno que eran sus dirigentes. Simple y sencillamente hicieron bien su trabajo.

El secreto de estos extraordinarios políticos radica en que siempre supieron darle su lugar a las cosas. Es decir, tenían muy clara su jerarquía de valores y actuaban en congruencia con ella. Así, por ejemplo, supieron poner al Estado al servicio de las personas, sin caer en paternalismos; supieron poner el anhelo de paz por encima del orgullo nacionalista y, más importante aún, supieron poner el interés nacional por encima de su interés personal. De esa forma, personajes como Adenauer, Schuman o De Gasperi, vivieron de forma austera a pesar de ser los hombres más importantes y poderosos de sus respectivos países. No se enriquecieron a costa del erario público.

Su estilo de vida nos sorprende, sobre todo cuando lo comparamos con el que llevan nuestros políticos. Una reflexión profunda acerca de sus vidas nos lleva a la inevitable conclusión de que sólo pudieron resistir las tentaciones del dinero y del poder, por su profundo amor a la pobreza y a la humildad. Concluimos que sólo puede ser un buen gobernante aquél que ve en la política una forma de servicio a los demás, es decir, una forma de entrega, de sacrificio y de renuncia. Sólo puede ser buen gobernante aquél que deja sus propios afanes de gloria y de riqueza a un lado y abraza la humildad y la sencillez.

Mucho más se podría decir de estos grandes hombres, y espero poder hablar de ellos a su tiempo. Por ahora, les dejo una biografía de otro de estos políticos humanistas: Giorgio La Pira. Aunque la edición no es la mejor que se podría tener y los subtítulos dejan mucho que desear, el video nos da una muestra del tipo de hombre que gobernó Florencia en los años 50, que es, sin duda, el tipo de hombre que quisiéramos que nos gobernara en México. Sin embargo, a mí me inquieta la siguiente interrogante: ¿merecemos un político de su talla?