Para un extranjero como yo, los estadounidenses parecen obsesionados con lo que llaman “heritage”, el origen étnico de sus ancestros. A la pregunta “¿qué eres?”, la cual, para ser metafísicamente correctos, uno debería responder: “un animal racional”, seguido de una mirada de confusión ante la razón de la pregunta, ellos responden diciendo la nacionalidad de sus abuelos. No sé cuál sea la razón de esto, quizá sea porque Estados Unidos es un país de inmigrantes de países con fuertes tradiciones nacionalistas como Irlanda, Alemania, Polonia o Italia. Tampoco creo que sea algo malo, simplemente es algo que llama la atención. Algunas personas llevan esta práctica al extremo: “soy un octavo cherokee, un cuarto ruso, mitad judío y un octavo francés”. Las mejores respuestas siempre serán las que ni siquiera suman a un entero, pero supongo que no se puede culpar a la ascendencia de una persona por su mala aritmética.
Ahora, cuando me hacen esta pregunta a mi, respondo que soy mexicano. Esto siempre deja a mi interlocutor insatisfecho. Después de oír mi respuesta, procede a preguntar sobre mi historia familiar para poder determinar mi “heritage”. Esto usualmente termina en frustración pues ni siquiera yo sé, en el sentido en que ellos usan la palabra, cuál sea. Sé que parte de mi familia ha estado yendo y viniendo entre España y México y eso es todo. No tengo idea de qué porcentaje tenga de tal tribu indígena, o qué proporción de mi persona sea española (¿quizá mi pierna es española y uno de mis brazos azteca o maya?). Yo sostengo firmemente que soy cien por ciento mexicano. Al final del día, rendidos, optan por ponerme en la categoría de 'hispano'.
Yo no tengo nada contra el término 'hispano'. De hecho, lo acepto con orgullo porque es precisamente como me definiría a mi mismo. Sin embargo, no lo haría con el significado que tiene en Estados Unidos, el cual es uno indefinido y bastante ambiguo. No creo que esté mal por el hecho de agrupar a personas de distintas nacionalidades. Todo hispanoamericano tiene, en algún rincón de su subconsciente, la memoria vaga, en ocasiones nada más que un eco, de los días en que éramos un solo pueblo; de cuando pertenecíamos a una realidad superior a la de nuestras actuales naciones independientes: cuando éramos una familia de naciones. Todos tenemos un deseo de recuperar esa unidad perdida. Por tanto, el poner a todo latinoamericano en una misma categoría no es la razón de la confusión en el uso del término. El problema es que se usa también para designar a personas que, aunque desciendan de hispanohablantes, no participan de la cultura común de la hispanidad. La hispanidad es una cultura, esto es, una visión del mundo; un conjunto de costumbres, valores, creencias e ideas; “una representación del mundo y del hombre, estimación de la vida y de la muerte” (como lo dijo Alfonso Reyes); que se originó en España y que se enriqueció con la fusión del pueblo español con los pueblos indígenas de América. En palabras de Efraín González Luna: “hispanidad es un tesoro viviente de valores espirituales [...], un consorcio supranacional ligado por un triple vínculo: la estirpe espiritual, la comunidad histórica y el parentesco racial [...]; un organismo de cultura que integran España y las naciones americanas que de ella nacieron.” Por las condiciones históricas en las que nació, esta cultura es una cultura católica. Nació en la España católica y como tal fue transmitida a los habitantes del Nuevo Mundo. Para ser auténticamente hispano, se debe ser parte de esta cultura.
Hay ocasiones en que las personas parecen avergonzadas de su linaje hispánico. Nuestros países son vistos como países pobres y subdesarrollados y nuestra gente como ignorante e incivilizada. Sociólogos e historiadores acusan al catolicismo de impedir la modernización de nuestros países. Están en lo correcto. El catolicismo es y seguirá siendo el principal obstáculo para que la hispanidad se doblegue ante el modernismo. No hay nada malo en ello. Modernismo no es lo mismo que progreso económico y social, es más, la aceptación de las tesis modernistas parece ser una de las principales razones de nuestro atraso. Mientras que el catolicismo ha existido por más de dos mil años, el modernismo ya se ha agotado y ha cedido paso al posmodernismo. El conflicto continuará pues, para aceptar al posmodernismo, con sus visiones del mundo y sus ideas, con sus creencias y valores (¿o sería más adecuado decir falta de valores?), tendríamos que traicionar nuestra propia esencia. Tendríamos que cortar nuestras raíces católicas. ¿Y todo para qué? ¿Para recibir una civilización en la que no se respeta la dignidad humana, donde el dinero y el lucro son los valores supremos, donde el materialismo esclaviza a los seres humanos y donde el pensamiento racional se ha rendido ante el relativismo? ¡Sería una locura!
Es perfectamente entendible por qué preferiríamos preservar la tradición que inició con la conversión de los visigodos al catolicismo y su mezcla con los habitantes latinos de la península Ibérica. La misma que estuvo cercana a la destrucción por parte de los mahometanos, pero que inició la lucha de reconquista con Don Pelayo y unos cuantos hombres en Covadonga y que peleó por ocho siglos en una Cruzada en la que la Cruz logró vencer a la Luna Creciente. Mientras el resto de la Cristiandad europea se entregaba al escepticismo del Renacimiento y se fracturaba con la Reforma Protestante, España se unificaba y, con la experiencia de ochocientos años de combate, mantenía a raya tanto a protestantes como musulmanes. Al mismo tiempo en que destruía a la flota turca en Lepanto y dirigía los esfuerzos de la Contrarreforma, estaba colonizando y evangelizando todo un continente. Este periodo, que Efraín González exalta llamándolo “auténtica primavera de la cultura cristiana”, queda perfectamente descrito con sus palabras: “No ha habido en la historia del mundo ejemplo que supere, ni siquiera que sea comparable, al de la realización práctica de la tesis cristiana de igualdad radical de la especie, que tuvo como escenario a América y como protagonistas a España y a las poblaciones indígenas”. Desde entonces, han sido muchos los que han intentado remover el elemento católico de las naciones hispanas, con distintos grados de éxito. Aún así, después de siglos de ataques (y de persecuciones abiertas, como las sufridas en el siglo XX) contra la Iglesia, ésta ha permanecido como la raíz firme de nuestra cultura. El legado que hemos recibido incluye a aquellos mártires que dieron la vida por su fe y que prefirieron morir al grito de “¡Viva Cristo Rey!” antes que arrodillarse ante los poderes venidos de fuera. Yo no entiendo cómo podría alguien avergonzarse de este glorioso pasado.
La hispanidad tiene una misión en el mundo. Nació para ser un ejemplo viviente de lo que es una cultura y una sociedad católica. Existe para ser un contraste con las sociedades secularizadas de occidente. Está llamada a ser una luz para las demás naciones. La construcción de esta sociedad era la intención primera de los frailes misioneros cuando iniciaron su trabajo de evangelización. Buscaban hacer una realidad de la utopía de Santo Tomás Moro. Sus esfuerzos quedaron sin concluir. Si nuestros países han fracasado es porque hemos abandonado su noble labor. En su lugar, hemos colocado ideas y valores que nos son ajenos. Hemos arrancado nuestras propias raíces y hemos esperado crecer a pesar de ello. Esto es, claramente, algo imposible. Sin raíces, sólo podemos esperar la muerte. Nuevamente, recurro a las palabras de González Luna: “las culturas se suicidan cuando desertan sus misiones esenciales”, y esto es precisamente lo que le está sucediendo a la cultura hispánica. La relación entre catolicismo e hispanidad es indisoluble pues el catolicismo forma las raíces, los cimientos mismos de la hispanidad. Sin catolicismo, la hispanidad deja de existir. Se convierte en algo que se le parece pero que no merece llevar ese nombre pues no lo es. Es una cultura muerta o, mejor dicho, un cadáver de cultura. La sola idea de que este proceso de corrupción continúe me resulta intolerable pues soy profundamente hispano.
To an outsider as myself, Americans seem obsessed with their heritage. To the question “what are you?”, which, to be metaphysically correct, one should respond: “a rational animal”, followed by a look of confusion as to why anyone would ever ask that, they reply with the nationality of their ancestors. I do not know the reason for this, perhaps it is due to the fact that the United States is a country of immigrants from countries of strong nationalism, such as Ireland, Poland, Italy or Germany. I do not judge it to be wrong, I simply find it amusing. Some people take this whole ancestry thing to a whole new level: “I am one eighth Cherokee, one quarter Russian, one half Jewish and an eighth French”. The best answers are always the ones that do not even add up to one, but I guess a person's heritage is not to blame for bad arithmetic.
Now, when this question is presented to me, I reply that I am Mexican. This always seems to leave people unsatisfied. After hearing that, they proceed to inquire into my family history in order to determine my heritage. This usually ends in frustration because not even I know what my heritage, in the sense in which the word is used, is. I know that part of my family has been coming and going between Spain and Mexico and that is about it. I cannot tell you what percentage of what indigenous tribe I have, or what proportion of me is from Spain (maybe my leg is Spanish and one of my arms Aztec or Mayan?). I hold to this day that I am one hundred per cent Mexican. So, in the end, I am always thrown into the category of 'Hispanic'.
I have nothing against the term 'Hispanic'. As a matter of fact, I proudly embrace it because that is exactly how I would define myself. However, this term is, at least in the United States, used in an undefined and ambiguous way. I do not think it wrong for grouping people of different nationalities together. All Spanish Americans (by this I mean people from the Spanish-speaking countries) have, hidden somewhere in their subconsciousness, a vague memory, nowadays perhaps only an echo, of the days when we were one people; of when we belonged to something greater than our modern independent nations: when we were part of a family of nations. We all have a yearning for that long lost unity. And so, being lumped together with other Latin Americans is not the cause of confusion in the term 'Hispanic'. The problem begins when it is used to designate people who, though descendants of Spanish speakers, and sometimes even Spanish speakers themselves, do not participate in the common culture of Hispanity. Hispanity is a culture, that is, a world view; a set of customs, values, beliefs and ideas; “a representation of the world and of man, an estimation of life and death” (as Alfonso Reyes put it); that was originated in Spain and which was enriched by the fusion of the Spanish and the indigenous peoples. In the words of Efraín González Luna: “Hispanity is a living treasure of spiritual values […]; a supranational consortium bound together by a triple bond: a spiritual lineage, a historical community and a racial kinship […]; it is an organism of culture formed by Spain and the American nations that were born from it”. Because of the historical conditions in which it was born, this culture is, of necessity, a Catholic culture. It was born in Catholic Spain and, as a Catholic culture, was transmitted to the people of the New Continent. In order to be truly Hispanic, one must be part of this culture.
At times it seems like people are ashamed of their Hispanic heritage. Our countries are seen as poor and underdeveloped and our people as ignorant and not civilized. Sociologists and Historians blame Catholicism for impeding the modernization of our nations. They are right. Catholicism was and will remain the main obstacle for Hispanity to yield before Modernism. There is nothing wrong with that. Modernism is not the same thing as economic and social progress, as a matter of fact, the acceptance of Modernist thesis seems to be one of the main causes of our underdevelopment. While Catholicism has existed for two thousand years, Modernism has already become exhausted and given way to Post-modernism. The conflict will continue because, to accept Post-modernism, with its world views and ideas, with its beliefs and values (or should I say lack of values?) we would have to betray our very essence. We would have to cut off our Catholic roots. And all this for what? For a culture where Human Dignity is not respected, where money and profit are the supreme values, where materialism reigns over the lives of many and where rational thought has been abandoned into the hands of Relativism? It would be insanity to do this!
It is understandable why we would prefer to hold on to the tradition that began with the conversion of the Visigoths to Catholicism and their mixture with the Latin inhabitants of the Iberian Peninsula. The one that was almost destroyed by the Mahometans but which began the fight for reconquest with Don Pelayo and a few men in Covadonga, and which heroically struggled for eight centuries in a Crusade by which the Cross overcame the Crescent. While the rest of European Christendom was giving in to the skepticism of the Renaissance and breaking apart with the Protestant Reformation, Spain was unified and, experienced with eight hundred years of combat, kept both Protestants and Muslims at bay. At the same time at which it was destroying the Turkish fleet in Lepanto and leading the efforts of the Counter-Reformation, it was also colonizing and evangelizing a whole continent. This period, which Efraín González rightly praises by calling “an authentic Spring of Christian culture” can be best described with his own words: “There has never been, in the history of the world, an example that could surpass, there is not even one that could be comparable to, the practical realization of the Christian thesis of radical equality of the species that took place in America, and which had Spain and the indigenous peoples as protagonists”. Many have ever since tried to remove the Catholic element from the Hispanic nations, with varying degrees of success. And yet, even after centuries of attacks (and even open persecutions, like those of the twentieth century) against the Church, it has remained as the firm root of our culture. In our heritage are also included all the brave martyrs who gave their life for the Faith and who preferred to die yelling “¡Viva Cristo Rey!” (“Long live Christ the King!”) than to kneel before Caesar. How anyone could be embarrassed of such a glorious past I cannot fathom.
Hispanity has a mission in this world. It was born to be a living example of a truly Catholic culture and society. It exists to be a contrast with the secularized societies of the Western world. It is called to be a light for other nations. The building of this society was the missionaries' intention when they began their work of evangelization. They were seeking to make a reality out of St. Thomas More's Utopia. Their efforts have since been left unattended. If our countries have failed, it is because they have abandoned this noble endeavor. In its place, we have placed ideas and values which are foreign to us. We have dug out our own roots and expected to grow nonetheless. This is, of course, impossible. Without those roots, we can only expect death. Again, González Luna says: “cultures commit suicide when they abandon their essential missions”, and that is precisely what is happening to the Hispanic culture. The relationship between Catholicism and Hispanity is indissoluble because Catholicism forms the roots and foundations of Hispanity. Without Catholicism, Hispanity ceases to exist. It becomes something which might be similar to it, but that does not deserve such great a name. It is then a dead culture, or rather, the corpse of a culture. The very thought of this is intolerable to me since I am profoundly Hispanic.