Hay un ejercicio mental que todo católico debería de practicar de vez en cuando. Consiste en cuestionarse sobre cuáles de todas esas creencias a las que nos aferramos son realmente católicas y cuáles no lo son. ¿Están nuestras ideas sobre justicia social, moralidad, la economía o sobre el mundo en general en sintonía con las verdades eternas que enseña la Santa Madre Iglesia, o están más a tono con las creencias efímeras de nuestros días? Si descubrimos contradicciones en nuestra forma de pensar, ¿estamos dispuestos a cambiar para ser fieles a la Iglesia? Este ejercicio es muy benéfico no sólo porque nos ayuda a crecer en humildad sino porque nos permite aprender un poco más sobre lo que decimos creer.
Traigo esto a consideración porque he notado, no tanto en otros sino en mí, que la idea que muchos tenemos de caridad no es precisamente la idea católica de caridad. Permítanme clarificar esto. Hoy en día, hay dos cosas diferentes que llamamos “caridad.” Una es una idea, producto del modernismo y que podríamos mejor denominar como filantropía; la otra es la realidad que siempre ha sido enseñada por la Iglesia Católica. Las diferencias entre ambas pueden parecer, a primera vista, sutiles y casi imperceptibles, pero son, en realidad, muy significativas. La concepción modernista de caridad puede resumirse en la frase tan repetida: “Dale a un hombre un pescado y comerá por un día. Enséñale a pescar y comerá toda su vida.” Hay algo irresistiblemente atractivo en esta frase. Quizás sea su simplicidad o la impresión de sentido común que transmite. Es tan pragmática que le parece una verdad infalible a la tan pragmática mente contemporánea. Sin embargo, todo esto es una ilusión. No es sentido común enseñarle a pescar a un hombre hambriento. Es sentido común darle de comer. No es práctico hacer que un hombre muerto de hambre trabaje, es práctico alimentarlo. La Madre Teresa, una de las tantas representantes de la auténtica Caridad Católica, vio a través de esta falacia cuando un empresario y filántropo (el ejemplar perfecto de caridad moderna) la criticó por darles a sus pobres un pescado en lugar de enseñarles a pescar. Su respuesta fue muy sencilla pero llena de sabiduría: “la gente a la que yo ayudo no tiene las fuerzas para sentarse y sostener una caña de pescar. Yo primero les ayudaré a sentarse y luego tú les puedes enseñar a pescar.”
Aquí, pues, yace el primer defecto de la caridad moderna: está alejada de la realidad de la pobreza. Fracasa porque no toma en cuenta la opinión de aquellos a los que pretende ayudar. Pregúntale a un hombre hambriento si quiere ser alimentado o si quiere un trabajo. Te dirá que quiere comer primero y, una vez satisfecha la necesidad de comer, podrá preocuparse por buscar empleo. La filantropía, como la filosofía moderna en general, sufre de una especie de arrogancia. Mientras que la caridad busca bajar para estar junto con los pobres, la filantropía mira hacia abajo y trata de imponer soluciones desde arriba. Hay un cierto aire de superioridad entre los filántropos, como si al ayudar a los pobres les estuvieran haciendo un favor. Ayudan al pobre diciéndole qué hacer y cómo hacerlo. Con esto no pretendo decir que el hombre moderno odie a los pobres (aunque hay muchos casos de ello) pero tienden a ver a los pobres como inferiores, como ignorantes y dependientes. Sus esfuerzos por ayudarlos son bienintencionados pero ingenuos. Cualquiera que haya pasado tiempo hablando y, más importante aún, escuchando a gente pobre, habrá descubierto que ellos saben exactamente lo que necesitan hacer, simplemente carecen de los medios para lograrlo. Los pobres no son estúpidos. Son tan inteligentes como los demás y tienen un sentido de su propia dignidad que merece todo nuestro respeto. La caridad moderna fracasa porque no conoce la pobreza y, por tanto, no respeta la dignidad de los pobres. La única forma de conocer la pobreza es estando entre los pobres. La filantropía no busca estar entre los pobres porque está animada por un sentimiento de lástima, por un “no quisiera estar en tu lugar.” La Caridad, por otra lado, está impulsada por la compasión, esto es, por el deseo de “sufrir con.” Nuevamente, las diferencias entre estas palabras son sutiles pero importantes pues los resultados son completamente diferentes. La lástima lleva a una actitud humanitaria, un ideal vago que busca el bien de la humanidad, en sí un concepto abstracto. La compasión lleva a la caridad, al amor al prójimo, el amor a una persona real y concreta.
La segunda debilidad de la que padece la filantropía es su dependencia de las instituciones. Enseñar a otros a pescar requiere un esfuerzo permanente que sólo puede lograrse institucionalmente, no como resultado de un esfuerzo individual. El problema no es que la filantropía requiera instituciones, sino que depende únicamente de ellas. La caridad también las necesita (por ello se construyen hospitales, orfanatorios, escuelas, etc.) pero incluye el paso adicional y previo de alimentar al hambriento y el cual es una responsabilidad personal. La Madre Teresa no dijo “aliméntalos pero no les enseñes a pescar”, dijo: “primero los alimento y luego les enseñas a pescar.” Al remover esta etapa previa, la filantropía ha quitado toda responsabilidad a los individuos. Ahora son las instituciones las que están a cargo de ayudar a los necesitados, ya sea el gobierno o las organizaciones no gubernamentales. Se nos ha dicho que sólo ellas pueden solucionar el problema a largo plazo y que nuestra ayuda es únicamente requerida a través de donativos. En algunos casos, se llega a decir que ayudar a los pobres empeora las cosas. Se nos dice que al dar limosna estamos creando “incentivos para la pereza.” En pocas palabras, la filantropía ha removido el componente personal propio de la caridad. A la pregunta “¿acaso soy el guardián de mi hermano?” ha respondido: no, las instituciones lo son. La caridad cristiana sostiene algo diferente. Las palabras de Cristo no fueron “tuve hambre y me diste un empleo a través del cual pude proveerme de alimentos” sino “tuve hambre y me diste de comer.” La caridad es un encuentro entre personas. Todas las obras de misericordia tienen este toque personal: alimentar al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, hospedar al que no tiene hogar, visitar al enfermo, visitar al prisionero, enterrar a los muertos, aconsejar al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar al que nos ofende, soportar con paciencia los defectos del prójimo y rezar por vivos y muertos.
Esto, claro está, no significa que debamos descuidar a las instituciones y soluciones a largo plazo a favor de la caridad personal. Significa que debemos trabajar en ambos sentidos. La caridad es mucho más que sólo dar un pescado al hombre pobre pero es igualmente mucho más que sólo enseñarle a pescar. Consiste en apoyar a aquellos que enseñan a pescar manteniendo, al mismo tiempo, los ojos abiertos para encontrar al hombre hambriento que necesita comida y al cual debemos alimentar. Es una verdad para todo cristiano que somos “guardianes de nuestros hermanos.” La belleza de esta forma de pensar es que hace que la caridad sea accesible para todos. No necesitas ser un billonario que dona millones de dólares (y lo cual, en proporción, es equivalente a que una persona común y corriente dé su cambio a un pordiosero). Tampoco necesitas ser la madre Teresa y abandonar todo para servir a los indigentes. Toda persona conoce a alguien que necesita algo. Todos conocemos a alguien que está desempleado y necesita pagar sus recibos; a alguien que está enfermo y necesita que lo animen; a alguien que tiene hambre y necesita comer. No podemos esperar a que las instituciones resuelvan estos problemas. ¿Acaso pueden los desempleados esperar a que los “mercados se ajusten” para pagar sus deudas? ¿Pueden los hambrientos esperar a que la economía se recupere para poder comer? Esta falta de contacto personal ha introducido una dosis de crueldad hacia los menesterosos. La caridad existe para poder compensar las crueldades de un mundo caído.
He escrito esto como una especie de mea culpa. Como dije anteriormente, no busco acusar a otros sino a mí mismo. Yo soy el que ha consentido a esta forma de pensamiento que está muy lejos de ser católica. Yo soy el que ha querido proponer soluciones alejadas de la realidad y yo soy el que ha quedado confundido al descubrir que están más allá de mi alcance. Realmente quisiera que todo mundo tuviera acceso a atención médica pero no puedo cambiar el sistema de salud. Quisiera que todo mundo tuviera trabajo pero yo no puedo ofrecer empleos. Desearía que la economía fuera más justa pero no puedo modificar nuestro sistema económico actual. Todo ello está más allá de mi poder. Entonces, ¿qué puedo hacer? La respuesta cristiana es muy simple: da de comer al hambriento, visita al enfermo, viste al desnudo…
There is a very healthy mental exercise that every Catholic should practice from time to time. It consists in questioning which of those deeply held beliefs we have are truly Catholic and which are not. Do our beliefs about social justice, morality, economics or about the world in general coincide with the eternal truths that Holy Mother Church teaches or are they more in tune with the ephemeral creeds of our day? If we do discover some contradictions within ourselves, are we willing to change in order to be faithful to the Church? This exercise is very beneficial because it not only helps you grow in humility but it also allows you to learn more about what you say you believe.
I bring this up because I have noticed, not so much in others as in myself, that the idea many of us have about charity is not precisely the Catholic idea of charity. Let me clarify this a bit. Nowadays, there are two different things that we call “charity”. One is an idea, a product of modernism which can be better defined as philanthropy; the other is the reality that has always been taught by the Catholic Church. The differences between both are, at first sight, very subtle, almost imperceptible, but they are, in fact, very significant. The modernist conception of charity can be summarized by the often repeated phrase: “Give a man a fish; you’ll feed him for a day. Teach a man how to fish and you’ll feed him his whole life.” There is something irresistibly appealing about this phrase. Perhaps it is its simplicity or the commonsensical feeling that is attached to it. It is so pragmatic that it stands as an infallible truth to the ever pragmatic modern mind. However, all of this is an illusion. It is not common sense to teach a hungry man to fish. It is common sense to give him a fish to eat. It is not practical to make a starving man work but to feed him. Mother Teresa, one of the representatives of true Catholic Charity, sifted right through this fallacy when a businessman and philanthropist (the perfect exemplar of modern charity) criticized her for giving fish to the poor instead of teaching them how to fish. Her response was simple but full of wisdom: “The people I help cannot sit up and hold a fishing rod. I will hold them up first and then you can teach them how to fish.”
Here, therefore, lies the first flaw of modernist charity: it is detached from the reality of poverty. It fails because it does not take into account the opinion of those whom it is trying to help. Ask a poor hungry man if he wants to be fed or if he wants a job. He will tell you that he wants to eat first and once his basic need for food is satisfied, he can worry about working. Philanthropy, as modernist philosophy in general, suffers from a snobbish attitude. Whereas Charity comes down to be with the poor and meet them where they are, philanthropy looks down on them and tries to impose solutions from above. There is a certain air of superiority among philanthropists, as if by helping the poor they are doing them a favor. They help the poor by telling them what to do and how to do it. I do not mean that modern men despise the poor (though there are plenty of instances of this) but they see the poor as inferior, as ignorant, as dependent. Their efforts to help them are well-intentioned but naïve. Anyone who has spent time talking to and, most importantly, listening to the poor, has probably found out that they know exactly what they need to do, they only lack the means of doing it. The poor are not stupid. They are as smart as anybody else and they have a sense of dignity that deserves all of our respect. Modern charity fails because it does not know the poor and, hence, does not respect their intrinsic dignity. The only way to know them is by being among them. Philanthropy does not seek to be among the poor because it is animated only by pity, by a “feeling sorry for” and a “I do not want to be in your place”. Charity, on the other hand, is fueled by compassion, that is, a desire to “suffer with.” Once again, the differences between these words are subtle but important because they completely alter the final results. Pity leads to an attitude of humanitarianism, a vague ideal that seeks the good of humanity, itself an abstract term. Compassion leads to love of the other, love of a real and concrete person.
The second weakness of philanthropy consists in its dependency on institutions. Teaching others to fish requires a permanent effort that can only be achieved institutionally, not as an individual effort. The problem is not that philanthropy needs institutions, but that it depends solely on them. Charity also requires institutions (hence the construction of schools, hospitals, etc.) but it has that additional and previous step of feeding the hungry which is a personal responsibility. Mother Teresa did not say: “feed them but do not teach them how to fish”, she said, “I will hold them up and feed them, then you can teach them how to fish”. By removing that previous stage, philanthropy has taken away all personal responsibility from the individuals. It is now the institutions that are in charge of all help to the poor, whether it be non-profit organizations or the government. We have been told that only they can provide the long-term solution to poverty and that our help is not required unless we wish to work for them or by giving them money. In some cases, it is even said that by helping the poor we are making things worse. By giving alms we are said to be creating “incentives for laziness.” In a few words, philanthropy has removed the personal component from charity. To the question “am I my brother’s keeper?” it has answered: no, the institutions are. Christian Charity says otherwise. Christ’s words were not: “I was hungry and you gave me employment that I might provide for myself,” they were “I was hungry and you fed me.” Charity is a personal encounter. All the works of mercy have this personal touch to them: feeding the hungry, giving drink to the thirsty, clothing the naked, sheltering the homeless, visiting the sick, visiting the imprisoned, burying the dead, counseling the doubtful, instructing the ignorant, admonishing sinners, comforting the afflicted, forgiving offenses, bearing wrongs patiently, praying for the living and the dead.
This, of course, does not mean that we should neglect institutions and long-term solutions in favor of personal charity. It means that we need to work for both. Charity is more than just giving a poor man a fish but it is also more than just teaching him to fish. Charity consists on supporting those who teach others to fish but, at the same time, keeping an eye open for the hungry man who needs to be fed and feeding him yourself. It is a truth to all Christians that we are “our brother’s keeper.” The beauty of this approach is that it makes Charity accessible to everyone. You do not have to be a billionaire donating millions of dollars (which, in proportion, is equivalent to an ordinary person giving spare change to a beggar). You do not have to be Mother Teresa and abandon everything to serve the destitute. Every single person knows someone who is in need of something. We all know someone who has lost his job and needs to pay bills, someone who is sick and needs to be comforted, someone who is hungry and needs food. We cannot wait for the institutions to solve these problems. Can the jobless wait for the “markets to adjust” before paying their debts? Can the hungry wait for the economy to “recover” before they eat? This lack of personal touch in the modern world has also introduced a large dose of cruelty towards the needy. Charity is there to make up for the cruelties of a fallen world.
I have written this as a sort of mea culpa. As I said before, I do not seek to point a judging finger at others but instead I point it at myself. I am the one who has indulged in this sort of thinking which is not Catholic at all. I am the one who has sought far reaching solutions and has ended up confused when they have turned out to be way beyond my reach. I truly wish everybody had access to healthcare but I cannot change the healthcare system. I wish everyone had a job but I cannot offer them those jobs. I wish the economy were more just but I cannot modify the current economical system. All of that is beyond my power. What then can I do? The Christian answer is simple: feed the hungry, visit the sick, clothe the naked…
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