miércoles, 29 de abril de 2009

Un cuento para estos días de epidemia...

Durante estos días de epidemia, recordé un cuento que leí hace unos años y que me gustaría compartir con ustedes. Lo comparto porque lo considero una invitación a la reflexión, algo que tanta falta hace en nuestra sociedad actual, y más ante una situación como la que estamos viviendo.
La máscara de la muerte roja.
Por Edgar Allan Poe
La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.

Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.

Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.

-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

lunes, 27 de abril de 2009

Reflexiones ecologistas

Uno de los temas más de moda en nuestros días es el del calentamiento global. Unos afirman que es consecuencia de las acciones del hombre y otros que es parte de un ciclo natural de la Tierra. La discusión generalmente se centra en torno a este punto, lo cual me parece una completa pérdida de tiempo. Ni unos ni otros tienen suficientes elementos para probar su punto de vista (aunque afirmen lo contrario) y, honestamente, me parece que el origen del calentamiento global no es en lo que deberíamos de enfocarnos. El verdadero problema radica en que los seres humanos hemos destruido (y seguimos destruyendo) la naturaleza.

Existen muchos esfuerzos, algunos a nivel mundial, para reducir la contaminación y para concientizar a la población de la importancia de respetar y cuidar la naturaleza. Muchos de estos esfuerzos, aunque importantes y efectivos hasta cierto punto, no son, a mi parecer, suficientes para resolver el problema de raíz. Es decir, la solución no consiste en que todos reciclemos o en que todos apaguemos la luz al salir de un cuarto, la solución real se encuentra en que cambiemos nuestros patrones de consumo.

La verdadera causa de la contaminación y de la destrucción ambiental se encuentra en la avaricia desmedida de los seres humanos, que se materializa en nuestro sistema económico de consumo. Buscamos tener cada día más y mejores cosas y, además, a menores costos. Por tanto, cada día hacemos mayor uso de los recursos naturales e inventamos materiales más baratos pero menos biodegradables. Por lo mismo, cada día generamos más y más basura que tiene que terminar en algún lugar. Ya sea en tiraderos al aire libre (como los que tenemos en México), ya sea enterrada o ya sea enviada a países del Tercer Mundo, la basura se sigue acumulando y nuestros esfuerzos por erradicarla son en vano.

Algunos países han, en apariencia, resuelto el problema de la basura. Sin embargo, la realidad es que muchas veces, ésta es exportada a países pobres para ser “tratada” ahí. La gran mayoría de la basura “electrónica” (restos de aparatos electrónicos y baterías, que contienen un alto porcentaje de sustancias tóxicas) se vierte en China y otros países asiáticos donde, como siempre, son los más pobres los que tienen que sufrir las consecuencias.

Otro aspecto en el que podemos ver cómo ésta ambición desmedida ha afectado a la naturaleza es el de los famosos coches eléctricos. Este tipo de automóviles no se han generalizado porque lo que buscamos en un coche es que sea potente y que vaya cada vez más rápido. En vez de pensar que los coches eléctricos serían buenos para la ecología y que el sacrificio en velocidad vale la pena, seguimos comprando carros grandes que consumen cantidades enormes de gasolina pero que nos hacen sentir más importantes y más poderosos. Igual los teléfonos celulares, que cambiamos continuamente para estar a la moda, aún cuando eso represente que millones de pilas (que son de lo más contaminante que hay) terminen tiradas en algún lugar.

Entonces, ¿qué podemos hacer? Creo que proponer un cambio en el sistema económico es pedir demasiado en este momento histórico. Eso deberá tomar muchos años (quizá siglos) lograr. Podemos empezar por disminuir la cantidad de cosas que consumimos. Una mirada rápida a lo que compramos nos demostrará que muchas cosas no son necesarias para nuestra supervivencia y que las consumimos más por moda o por capricho que por necesidad. También creo que sería bueno que recuperáramos ese aprecio por la naturaleza que la comodidad de la vida moderna nos ha hecho perder. Apreciar la belleza de un árbol o de un prado, de un cielo azul o del mar. Cualquier sacrificio que sirva para preservar las bellezas naturales vale la pena y, a la larga, terminará siendo benéfico para nosotros.

viernes, 17 de abril de 2009

Benedicto XVI y los condones (parte 2)

El comentario de Benedicto XVI en contra del uso del condón como el único medio para combatir el SIDA fue recibido con toda clase de declaraciones estúpidas de la clase política europea (que demuestra no ser mucho más inteligente que la mexicana), así como con burlas y ofensas de parte de los medios de comunicación (ver la caricatura de Le Monde, por ejemplo). Sin embargo, unos días después, el Dr. Edward Green, director del Programa de Investigación de la Prevención del SIDA de la Universidad de Harvard, declaró públicamente que el Papa estaba en lo correcto.

El domingo 29 de marzo, se le realizó una entrevista al Dr. Green en Radio Ulster (difusora que depende de la BBC), la cual pueden consultar aquí, y en la cual toca varios puntos interesantes. No pretendo explicarlos porque los argumentos del Dr. Green son bastante claros y no requieren explicación. Sin embargo, hay otros asuntos que me llamaron la atención.

El primero tiene que ver con el hecho de que los medios de comunicación, que estuvieron tan prontos para comunicar las declaraciones (distorsionadas, claro está) del Papa, no estuvieron tan dispuestos a transmitir las declaraciones del Dr. Green.

Segundo, que todos los políticos que criticaron al Papa porque sus declaraciones eran “contrarias” a la evidencia científica, no se retractaron cuando resultó que la evidencia científica era favorable a lo que dijo Benedicto XVI.

Esto podría resultar curioso, pero es por todos sabido que los políticos sólo se preocupan por su popularidad (y defender al Papa nunca ha sido popular) y a los medios sólo les interesa el amarillismo y las noticias que producen dinero. Es claro que en este debate nunca se buscó la Verdad sino la defensa de oscuros intereses. Lo realmente interesante de todo el caso es que, nuevamente, quedó demostrado que tanta ciencia y tantos millones de dólares invertidos en investigación concluyen en algo que cualquiera con un poco de sentido común podría haber deducido. No se necesita un doctorado ni se requieren 30 años de experiencia para saber que la monogamia y la fidelidad representan la mejor alternativa para evitar la propagación del SIDA. Algo que tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI han defendido, a pesar de recibir infinidad de críticas por ello. También es cuestión de sentido común (y es algo que afirmé en mi entrada anterior sobre el tema) aquello que el Dr. Green llama risk compensation, que podría traducirse como compensación al riesgo. En pocas palabras, significa que las personas, al sentirse seguras, se exponen más a situaciones de riesgo con lo que la “protección” que tenían se anula. Esto es precisamente lo que afirmó Su Santidad al decir que una política de combate al SIDA que sólo se basa en la repartición de condones aumenta el problema en lugar de solucionarlo.

Desafortunadamente, el sentido común, al no ser un conocimiento científico, parece que no tiene validez en esta época. Por lo mismo, Occidente ha alcanzado grados de irracionalidad que no se habían visto nunca en la historia (ni en las épocas más “oscuras” de la Edad Media). Un ejemplo de ello es que el conocimiento científico es válido cuando conviene y no es válida cuando son conclusiones nos son incómodas. Por eso el Dr. Green merece admiración y respeto, por saber defender lo verdadero aunque eso le traiga problemas, como él mismo afirmó: “Mi posición es muy políticamente incorrecta. Siempre he sido políticamente incorrecto. Siempre he cuestionado a la autoridad y tratado de hablar la verdad a los poderosos sin que me importen las consecuencias.” Creo que esa actitud hace mucha falta en nuestros días...

lunes, 6 de abril de 2009

Diálogos sobre el ateísmo

La última edición de la revista Letras Libres (Si Dios no existe…, marzo 2009) trata sobre el ateísmo. En este número, nos encontramos con una serie de textos escritos por creyentes y no creyentes que se intercalan, dándole la sensación de un diálogo entre ambas posturas.

El primer artículo fue escrito por Steven Weinberg, premio Nóbel de Física. Después de varias páginas de explicación de por qué las creencias religiosas se están debilitando, nos encontramos con su conclusión acerca de cómo vivir sin Dios. Lo primero que afirma es algo que los creyentes siempre han dicho: “no encontramos ningún sentido a la vida dispuesta para nosotros en la naturaleza, tampoco un fundamento objetivo para nuestros principios morales, ni correspondencia alguna entre eso que pensamos que es la ley moral y las leyes de la naturaleza […]. La ciencia también nos enseña que los sentimientos que más atesoramos (el amor por nuestro cónyuge, por nuestros hijos) son posibles gracias a procesos químicos que tienen lugar en nuestros cerebros, y que estos son resultado de la selección natural y de sus mutaciones aleatorias que han operado durante millones de años.” Hasta aquí, como mencioné más arriba, no hay ninguna novedad. Uno de los principales argumentos contra el ateísmo consiste precisamente en que la vida y el mundo pierden sentido. Lo interesante del asunto es la propuesta de Weinberg para “solucionar” este pequeño inconveniente: “El humor, […], ayuda. Así como nos reímos con empatía, sin desdén, cuando vemos a un bebé de un año luchando por mantenerse en pie cuando da sus primeros pasos, podemos sentir una jovialidad empática hacia nosotros mismos, cuando nos vemos intentando vivir en equilibrio sobre el filo de una navaja.”

Yo no dudo que el humor sea necesario para hacer más llevadera nuestra existencia en esta Tierra. Es básico para no tomarnos demasiado en serio y para evitar caer en la desesperación o la locura ante tantos detalles tontos que hieren nuestro orgullo. Pero considerar que toda nuestra existencia no es más que un cruel chiste de la casualidad y que como tal debemos aceptarla me parece una simpleza sin igual. El humor me ayuda a superar las torpezas que ocasionalmente cometo, pero ¿cómo va a justificar mi sufrimiento ante la pérdida de un ser querido o ante una enfermedad sin cura? ¿Cómo me voy a reír ante mis propias penas si no tienen sentido? Weinberg advierte que el ateo debe evitar el nihilismo, pero yo no veo otro camino que no sea el del autoengaño (con mucho humor, claro está).

De ahí podemos pasar al artículo El espejismo ateo de John Gray donde habla, precisamente, de las insensateces en las que caen los que irónica, pero muy acertadamente, denomina “ateos evangélicos”. Es decir, aquellos ateos militantes que exigen tolerancia para sus creencias (o falta de ellas) pero no toleran que los demás crean en algo. Aquí encontramos a todos aquellos que afirman, como si de un dogma se tratara, que la religión está condenada a desaparecer porque la humanidad ha dejado atrás la etapa religiosa para entrar a la edad científica. Lo más curioso de toda la situación es que esas mismas afirmaciones se han hecho a lo largo de la historia y han demostrado una y otra vez ser falsas (si no pregúntenle a Augusto Comte y a los positivistas).

Sin embargo, y más allá de las afirmaciones que muchos ateos pretenden fijar en tablas de piedra, como si de los diez mandamientos se tratara, me llamó particularmente la atención la insensatez en que cae Fernando Savater al escribir ¿Es tolerable la tolerancia religiosa? Después de páginas de un bello discurso acerca de la tolerancia, procede en un sentido totalmente opuesto. De decir que una creencia religiosa “puede reclamar respeto”, procede a acusar a “cada iglesia o corporación religiosa” de tener “en su esencia misma la intransigencia.” Misma intransigencia que pretende aplicarles con su última afirmación: “conviene recordar que en ciertas cuestiones una dosis de intransigencia forma parte insustituible de la salud mental y moral”. Qué paradójico que diga esto porque si lo que hiciéramos fuera tener “una dosis de intransigencia” hacia las sandeces arreligiosas, seríamos inmediatamente acusados de intolerantes y opresores (y de inquisitoriales, acusación que le encanta a los enemigos de la religión). Qué paradójico que los mismos que acusan a los creyentes de tener una doble moral sean los que realmente (y abiertamente) la tengan.

Ahora bien, yo estoy de acuerdo con que debe haber una pequeña “dosis de intransigencia” hacia las ideas estúpidas, sin sentido o inhumanas. Por ejemplo, a las afirmaciones de Savater de que no debemos tolerar la educación religiosa y sólo impartir educación científica. ¿Cómo sería mejor darles sólo educación científica a los niños cuando los enunciados de la Ciencia cambian frecuentemente? No hace muchos años nos hacían repetir incansablemente que existían nueve planetas en el Sistema Solar, incluyendo uno llamado Plutón, cosa que hoy, los próceres de la ciencia niegan. En cambio, lo que es inmutable y que, por lo menos en el caso del cristianismo, ha permanecido a lo largo de más de 2 mil años, debemos desecharlo. ¡Eso no tiene ningún sentido! Sin embargo, afirmar eso me hace un intolerante y, ya que no soy un filósofo best-seller como Savater (lo cual, a mis ojos, le resta valor filosófico) hace que la “dosis de intransigencia” se me aplique a mí. Oh ironías del mundo posmoderno…