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jueves, 28 de febrero de 2013

En honor del profesor (y Papa) Ratzinger



Hace ocho años, poco después de la muerte de Juan Pablo II, tuve una conversación con un amigo acerca de quién podría ser su sucesor. Mi amigo, quien no es un católico practicante, tenía una opinión muy fuerte (aunque no muy original) acerca de la dirección en que debía ir la Iglesia. Pronto me quedó muy claro que, si a él le correspondiera elegir al Papa, jamás elegiría al entonces Cardenal Joseph Ratzinger. Pacientemente cargué la cruz de tener que escucharle hablar acerca de cómo la Iglesia es anticuada, cómo los jóvenes no se identifican con los ancianos que la dirigen, cómo debería de cambiar sus enseñanzas acerca de moralidad sexual y relajar su disciplina acerca del celibato, cómo se encuentra en una crisis sin precedentes entre otros tantos lugares comunes que seguro has escuchado muchas veces. Este discurso fue pronunciado con toda la autoridad que te da haber ido a una escuela católica. Menciono esta anécdota porque las ideas que mi amigo tenía (y quizá todavía tenga) y que estaba tan dispuesto a compartir, son las mismas que habría de oír una y otra vez en la televisión y que, como si no hubiéramos tenido suficiente, se multiplicarían ad nauseam una vez que el humo blanco anunció la elección del Cardenal Ratzinger. Como si de un disco rayado se tratara, estas ideas serían repetidas cada vez que se decía algo del Papa Benedicto XVI. Ahora que ha anunciado su renuncia (que se ha hecho efectiva el día de hoy), nos encontramos bombardeados con esto una vez más. Parece que el mundo tuviera una fijación con estas ideas y que no puede ver más allá, aun cuando son claramente ridículas.

Sin embargo, mi verdadera intención con este pequeño escrito es ofrecer un tributo al hombre que nos ha pastoreado por cerca de una década y si comencé mencionando estas nociones equivocadas es simplemente porque nadie las ha probado tan erróneas como el buen Papa Benedicto XVI. Todos los sitios católicos están saturados de elogios al papa y es difícil encontrar algo que decir que no haya sido dicho ya. Por tanto, quiero enfatizar algo que no he visto mencionado lo suficiente y que tiene que ver con la idea de que los jóvenes no podemos identificarnos con un anciano como Benedicto XVI. Pocas nociones me molestan tanto como ésta. Pocas son tan evidentemente falsas.

Generalmente, uno escucha esta idea presentada de esta manera: Benedicto XVI es completamente distinto a Juan Pablo II quien, a pesar del “hecho” de que los jóvenes no se identifican con la Iglesia, logró atraerlos gracias a su carisma y personalidad. Benedicto, por otro lado, es un académico aburrido que no se siente cómodo frente a las cámaras o entre las multitudes. Los jóvenes jamás podríamos sentirnos atraídos a semejante persona. Lo que más me sorprende es que mucha gente se aferra a esta idea como si fuera la verdad infalible, a pesar de que la evidencia que hay frente a sus narices. Si digo que hay evidencia de lo contrario es porque la he visto con mis propios ojos. Yo estaba ahí cuando Benedicto XVI llegó a Madrid para la Jornada Mundial de la Juventud. Yo estaba ahí, junto con dos millones de jóvenes del mundo entero. Estaba ahí cuando los dos millones oramos con él, de rodillas en medio de una tormenta. Si eso significa que Benedicto XVI no es atractivo para la juventud ¡entonces no tengo la menor idea de qué significa ser atractivo para la juventud!

Esto aún no responde la pregunta acerca de qué es lo que los jóvenes encontramos de atractivo en Benedicto XVI. Es claro que mucho tiene que ver con el hecho de que los jóvenes católicos admiramos y nos sentimos atraídos por el papa, sea quien sea, simplemente porque es nuestro padre espiritual. Pero con Benedicto, al igual que con Juan Pablo II, hay algo más. La primera (y única) vez que fui a una audiencia general en Roma, el Papa salió y fue recibido con una ovación (habíamos muchos mexicanos entre los asistentes) que pareció dejarlo desconcertado. Se notaba que no sabía qué hacer y que estaba nervioso. Su asistente lo dirigió hacia su silla, en la cual se sentó, sus pies colgando porque la silla le quedaba grande, y la imagen que apareció en mi mente fue la de un niño perdido y asustado. Seguía sorprendido, abrumado por la recepción que le dimos, sin poder dar cuenta de por qué alguien podría estar tan emocionado de verlo. Fue entonces que su asistente le dio sus lentes y su discurso y, en cuanto empezó a hablar, su apariencia cambió por completo. Ya no estábamos viendo a un niño asustado sino a un catedrático respetado. Cuando irrumpíamos en aplausos, nos miraba casi molesto, como si hubiéramos interrumpido su clase. Al mismo tiempo, se le veía la paciencia de un maestro que sabe tolerar las boberías de sus alumnos. Entonces entendí lo que ningún comentarista ha entendido. Benedicto XVI atraía a la juventud no como una celebridad nos atrae, sino como un sabio y respetable profesor. Cualquiera que ha ido a la escuela ha tenido un maestro o profesor que le ha cambiado la vida, ya sea porque te dio una lección de vida que jamás olvidarás, un consejo que necesitabas en un momento de crisis o porque enseñaba de tal manera que te contagió el deseo de continuar estudiando. Todos podemos señalar, con nombre y apellido, a tal persona en nuestra propia vida. En la preparatoria yo iba de querer ser filósofo a físico, de historiador a ingeniero en un solo día gracias a mis maestros. Era su pasión, se celo por compartir algo que ellos habían descubierto —la belleza de un teorema o de una obra de arte— la que más me inspiraba. Con Benedicto XVI, no era sólo la claridad de su pensamiento o la profundidad académica de sus escritos la que transmitía esta aura profesoral y atraía a la juventud. Era su pasión por compartir la “perla de gran valor”, por mostrarnos un vistazo de la Verdad que él había encontrado, lo que realmente lo convirtieron en la figura de sabio profesor. El tema que tanto repetía en sus discursos, sobre todo en aquellos dirigidos a los jóvenes, era el del encuentro con la persona de Cristo. Jamás hablaba de este encuentro en forma desapegada o teórica sino que siempre hablaba de él como algo que había experimentado personalmente. Si nos decía que no debíamos tener miedo de entregarnos completamente al Señor era porque él ya lo había hecho. Si nos recordaba que rechazar las comodidades que ofrece el mundo es el camino a una vida plenamente feliz, es sólo porque lo había vivido en carne propia.

Era esta sinceridad, esta experiencia personal que brillaba en todas sus enseñanzas, junto con sus vastos conocimientos y su intelecto extraordinario que lo hacían una inspiración para todos nosotros. Tan atractivo es que incluso muchos intelectuales ateos y agnósticos lo admiran y respetan aun cuando no estén de acuerdo con él. Por supuesto que siempre habrá quienes critiquen por criticar y en ello sólo demuestran la calidad de su carácter. Estas personas han mostrado sus caras en la televisión, en los periódicos y en internet y seguro lo continuarán haciendo durante las semanas venideras. El burro del salón se burlará hasta del mejor profesor. Como todo buen profesor, el Papa Benedicto jamás ha dejado que las burlas y los insultos impidan su proclamación de la Verdad pues hasta los burros, por más odiosos e insultantes que sean, fueron hechos a imagen y semejanza de Dios y están llamados a vivir en la alegría de la Verdad. En esto nos ha dejado su última enseñanza. Nos ha mostrado, con su vida y ejemplo, con la forma en que ha soportado todo tipo de humillaciones por los “expertos” de los medios y por los “trolls” que plagan el internet, cómo es que hemos de dar nuestro testimonio cristiano en medio de un mundo hostil. No hay mejor ejemplo de cómo es que hemos de poner la otra mejilla. Esta es quizá su enseñanza más valiosa para la juventud. Ojalá aprendamos nuestra lección y permitamos que sus enseñanzas nos influyan como las de otros tantos grandes maestros.

domingo, 9 de agosto de 2009

Reflexiones sobre el amor, parte 2

Una mirada rápida a la situación que prevalece en el mundo nos permite descubrir una grave crisis en las relaciones entre hombres y mujeres. A pesar de que en muchos países ha incrementado la “educación” sexual, que de educación no tiene nada, no han disminuido los índices de divorcio y matrimonios fracasados, no han desaparecido los embarazos “no deseados” ni se ha frenado el avance de las enfermedades de transmisión sexual. Nuestra sociedad, en lugar de detenerse y darse cuenta de que hay algo mal con la estrategia de “liberación” sexual que ha estado siguiendo, parece empeñarse en radicalizarla cada día más.

Por otro lado, las pocas voces que se han levantado en contra de esta estrategia son continuamente ridiculizadas. A tal grado ha llegado la insensatez de Occidente que se burla de aquellos que le advierten del peligro hacia el cual se dirige. Sin embargo, son estas voces las que tienen la razón.

Entre estas voces destacan las de los últimos pontífices, empezando por Pablo VI, defensor del valor procreativo del matrimonio, llegando hasta Benedicto XVI y su defensa de un entendimiento adecuado del amor humano, como una imagen del amor divino. El nombre de Juan Pablo II no lo había mencionado porque su trabajo al respecto fue de tal magnitud que tomará muchos años más llegar a apreciarlo en su totalidad. Sus catequesis respecto a la teología del cuerpo son tan distintas a lo que Occidente ha venido defendiendo que representan una auténtica revolución sexual.

Los medios de comunicación y las filosofías predominantes nos bombardean con la idea de un amor plenamente material, que se basa en la satisfacción de nuestros impulsos sexuales, sin control ni responsabilidad alguna, y por tanto, sin libertad. Es decir, nos quieren vender la paradoja de un amor egoísta, centrado en la satisfacción de mis necesidades, y no las del otro.

Juan Pablo II enseña lo contrario. Afirma que el amor se vive para el otro y para ello desarrolla una nueva interpretación bíblica que denomina la “hermenéutica del don” (donde hermenéutica significa interpretación de los textos sagrados). Un ejemplo de esta interpretación se ve en el siguiente pasaje: “el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne” (Gen, 2:24). En el centro mismo de este pasaje está la idea del don (entendido como regalo o entrega): el hombre renuncia a todo lo que tiene para entregarse (unirse) a la mujer. Esta entrega es de tal magnitud que “llegan a ser una sola carne”. Como éste, hay muchos pasajes más a los que hace referencia Juan Pablo II, pero la idea sigue siendo la misma: el amor requiere entrega y renuncia de uno mismo. Ahí radica la diferencia esencial entre el amor como lo entiende nuestra civilización actual y el amor como realmente es.

Adicionalmente a esta diferencia en el concepto de lo que es el amor, tenemos una diferencia en el entendimiento de lo que es el ser humano. Podríamos referirnos a ella como una diferencia antropológica. El materialismo predominante sostiene que el ser humano no es más que cuerpo y que todas sus funciones (intelectuales, afectivas, sexuales, etc.) se pueden explicar como reacciones químicas. Por tanto, el amor no es más que un derramamiento de sustancias en el cerebro, originado tras miles de años de evolución con la finalidad de preservar a la especie. Esta concepción desemboca fácilmente en una postura utilitaria en la cual las demás personas son vistas como objetos para la satisfacción personal. Este es precisamente el problema que vemos tan frecuentemente en el mundo contemporáneo y que hace que las relaciones entre hombres y mujeres sean tan conflictivas. En estas relaciones utilitaristas (yo te uso a ti), las principales víctimas son las mujeres, ya que poseen una sensibilidad especial ante el hecho de ser tratadas como un objeto. Por lo mismo, es cuestión de elemental justicia que cambie esta forma de pensamiento.

Por su parte, Juan Pablo II parte de una concepción metafísica del ser humano. El hombre es una unidad de cuerpo y alma. El alma le confiere una dignidad especial que no debe ser pisoteada por nadie. Por tanto, el ser humano debe ser siempre un fin en sí mismo y jamás un medio para satisfacer a otro individuo. Si a esto le añadimos que el ser humano posee razón y libertad, descubrimos que el amor se convierte no en un impulso sino en una decisión libre, que conlleva una responsabilidad. La entrega se vuelve voluntaria, y, por tanto, en un acto auténticamente humano.

La diferencia es radical: la perspectiva materialista reduce al ser humano a la animalidad mientras que la perspectiva metafísica eleva al otro a la categoría de “valor no suficientemente apreciado”. Esta diferencia podría cambiar totalmente nuestro mundo.

viernes, 17 de julio de 2009

Malentendido postconciliar

El Concilio Vaticano II generó reacciones encontradas dentro de los grupos más radicales al interior de la Iglesia. Tanto los ultraconservadores que se opusieron (y que se siguen oponiendo) a toda reforma, como los liberales que las recibieron con júbilo para después quejarse amargamente de que Juan Pablo II y Benedicto XVI les han “puesto freno”, parecen no haber entendido el auténtico espíritu del Concilio.

El ejemplo más claro de este “malentendido postconciliar” lo encontramos en las reacciones generadas por los cambios realizados a la liturgia. El objetivo de estos cambios es, como indica el documento Sacrosantum Concilium en su punto 50, hacer “más fácil la piadosa y activa participación de los fieles”. Aquí es donde inician las confusiones. No se trata, como creen muchos seguidores de la teología de la liberación, de “hacer la liturgia accesible al pueblo” trivializándola para que las “masas” puedan entenderla. Esto es suponer que el “pueblo” es incapaz de apreciar las bellezas de la liturgia tradicional y que es incapaz de entender los rituales que forman parte de la Misa. Tampoco es, como suponen los defensores a ultranza de la liturgia antigua, un intento por acabar con la tradición.

Desgraciadamente, desde la conclusión del Concilio Vaticano II, grupos de ambos extremos han caído en todo tipo de excesos que han llevado a las autoridades eclesiásticas a tomar medidas drásticas para controlarlos. Así, por ejemplo, se hizo necesaria la restricción de las Misas en latín (que nunca estuvieron prohibidas por el Concilio y las cuales Benedicto XVI está impulsando nuevamente) para evitar la desobediencia de ciertos sectores radicales. En el otro extremo, se llegó a convertir a la Misa en poco más que una reunión social, mucho más cercana a las celebraciones de ciertas sectas que a la celebración eucarística de los primeros cristianos a la cual buscaban regresar.

Entonces, ¿cuál es el auténtico espíritu del Concilio en cuanto a la liturgia? Creo que el punto que cité anteriormente es lo suficientemente claro al respecto. De igual forma, una lectura cuidadosa de la Constitución citada (Constitución Sacrosantum Concilium sobre la Sagrada Liturgia) nos lleva a concluir que lo que se busca es aumentar la educación de los fieles respecto a la Misa para que puedan participar activamente y con pleno entendimiento en la misma. Las actitudes tomadas por ambos extremos no han ayudado en nada para alcanzar este objetivo. Juan Pablo II tuvo que ocuparse más por controlar a ambos sectores extremistas que en poder llevar a cabo esta importante labor. Benedicto XVI ha ido implementando ciertas medidas para lograr esto por lo que ha sido severamente criticado. Es común escuchar en ciertos círculos progresistas (en su mayoría jesuitas, por desgracia) que ambos pontífices actúan contra el “espíritu del Concilio”. Esto es una mentira ya que si hay alguien que conoce el auténtico espíritu del Concilio, son Karol Woytila y Joseph Ratzinger, participantes activos en el Concilio Vaticano II como asesores.

¿Cómo se concilian las actitudes de ambos pontífices que, en apariencia, son contradictorias? Por un lado, Juan Pablo II mantuvo la restricción a las Misas en latín, mientras que Benedicto XVI, apenas asumió el pontificado, las empezó a alentar. ¿Cómo conciliar a Juan Pablo II, que participó en una Misa con bailes indígenas, con Benedicto XVI que pide que se regrese al canto gregoriano?

Me parece que la respuesta es sencilla. Tanto las Misas en latín como las Misas en las lenguas vernáculas son válidas e importantes. Las Misas en latín nos unen con la tradición de la Iglesia (en Occidente por lo menos) que ha tenido a este idioma como su lengua oficial. Las Misas vernáculas nos presentan la liturgia en nuestro idioma, para que la conozcamos y la entendamos. Por lo mismo, no debemos verlas como rivales, sino como complementarias.

Tenían razón los padres conciliares cuando se cuestionaban acerca de cómo podrían los fieles apreciar y participar en una Misa que no entendían. Este problema se ha vuelto más grave por el hecho de que ya no se enseña latín en las escuelas (lo cual representa, a su vez, una enorme pérdida cultural para nuestra civilización). Por tanto, las Misas vernáculas sirven como una introducción a la liturgia, como una forma de educar a los fieles. Una vez conocidas las partes de la Misa, una vez que se entiende lo que se dice y de lo que trata, el fiel podrá apreciar la Misa en latín como una forma de participar de la universalidad de la Iglesia, tanto en el plano espacio-cultural (con todos los que pertenecen a culturas y países de idiomas distintos a nosotros) como en el temporal (con todos los que nos han antecedido a lo largo de la historia).

Lo mismo que comenté acerca del idioma de la Misa, lo podemos decir acerca de la música que se utiliza en las celebraciones, así como del arte religioso en general. Este, además, es uno de los temas en los que más ha insistido el actual pontífice. Por querer hacer la Liturgia “accesible a todos”, hemos perdido una enorme y muy valiosa tradición artística. Por muy bonitas y conmovedoras que sean las canciones que se utilizan en las iglesias los domingos, no tienen comparación con las misas compuestas por Beethoven, Mozart o Haydn. Por muy bien que cante un coro con guitarra y panderos, no se compara con la sencillez y belleza de los cantos gregorianos. La estética de la Liturgia se ha perdido de una forma trágica por los extremistas postconciliares. Esto es terrible porque la belleza siempre ha caracterizado a la Liturgia católica.

En conclusión, he intentado demostrar que el malentendido postconciliar ha traído consecuencias muy graves para la Liturgia. Las actitudes tomadas por extremistas de la “izquierda” y de la “derecha” religiosas han logrado lo que logran todos los extremismos: detener el avance del conjunto. El espíritu del Concilio (que no es ni más ni menos que el Espíritu Santo actuando en la Iglesia) busca lograr algo que los hombres, por soberbia y por ignorancia, hemos intentado detener. Afortunadamente, ese espíritu sigue presente y sigue, a pesar de todos nuestros intentos (tanto conscientes como inconscientes) por detenerlo, logrando los cambios que necesita la Iglesia.

viernes, 17 de abril de 2009

Benedicto XVI y los condones (parte 2)

El comentario de Benedicto XVI en contra del uso del condón como el único medio para combatir el SIDA fue recibido con toda clase de declaraciones estúpidas de la clase política europea (que demuestra no ser mucho más inteligente que la mexicana), así como con burlas y ofensas de parte de los medios de comunicación (ver la caricatura de Le Monde, por ejemplo). Sin embargo, unos días después, el Dr. Edward Green, director del Programa de Investigación de la Prevención del SIDA de la Universidad de Harvard, declaró públicamente que el Papa estaba en lo correcto.

El domingo 29 de marzo, se le realizó una entrevista al Dr. Green en Radio Ulster (difusora que depende de la BBC), la cual pueden consultar aquí, y en la cual toca varios puntos interesantes. No pretendo explicarlos porque los argumentos del Dr. Green son bastante claros y no requieren explicación. Sin embargo, hay otros asuntos que me llamaron la atención.

El primero tiene que ver con el hecho de que los medios de comunicación, que estuvieron tan prontos para comunicar las declaraciones (distorsionadas, claro está) del Papa, no estuvieron tan dispuestos a transmitir las declaraciones del Dr. Green.

Segundo, que todos los políticos que criticaron al Papa porque sus declaraciones eran “contrarias” a la evidencia científica, no se retractaron cuando resultó que la evidencia científica era favorable a lo que dijo Benedicto XVI.

Esto podría resultar curioso, pero es por todos sabido que los políticos sólo se preocupan por su popularidad (y defender al Papa nunca ha sido popular) y a los medios sólo les interesa el amarillismo y las noticias que producen dinero. Es claro que en este debate nunca se buscó la Verdad sino la defensa de oscuros intereses. Lo realmente interesante de todo el caso es que, nuevamente, quedó demostrado que tanta ciencia y tantos millones de dólares invertidos en investigación concluyen en algo que cualquiera con un poco de sentido común podría haber deducido. No se necesita un doctorado ni se requieren 30 años de experiencia para saber que la monogamia y la fidelidad representan la mejor alternativa para evitar la propagación del SIDA. Algo que tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI han defendido, a pesar de recibir infinidad de críticas por ello. También es cuestión de sentido común (y es algo que afirmé en mi entrada anterior sobre el tema) aquello que el Dr. Green llama risk compensation, que podría traducirse como compensación al riesgo. En pocas palabras, significa que las personas, al sentirse seguras, se exponen más a situaciones de riesgo con lo que la “protección” que tenían se anula. Esto es precisamente lo que afirmó Su Santidad al decir que una política de combate al SIDA que sólo se basa en la repartición de condones aumenta el problema en lugar de solucionarlo.

Desafortunadamente, el sentido común, al no ser un conocimiento científico, parece que no tiene validez en esta época. Por lo mismo, Occidente ha alcanzado grados de irracionalidad que no se habían visto nunca en la historia (ni en las épocas más “oscuras” de la Edad Media). Un ejemplo de ello es que el conocimiento científico es válido cuando conviene y no es válida cuando son conclusiones nos son incómodas. Por eso el Dr. Green merece admiración y respeto, por saber defender lo verdadero aunque eso le traiga problemas, como él mismo afirmó: “Mi posición es muy políticamente incorrecta. Siempre he sido políticamente incorrecto. Siempre he cuestionado a la autoridad y tratado de hablar la verdad a los poderosos sin que me importen las consecuencias.” Creo que esa actitud hace mucha falta en nuestros días...

martes, 24 de marzo de 2009

Benedicto XVI y los condones

“No queremos una religión que esté bien cuando nosotros estemos bien. Lo que queremos es una religión que esté bien cuando nosotros estemos mal”
G.K. Chesterton
En su vuelo hacia África, el papa Benedicto XVI dio una conferencia de prensa en la que respondió a una pregunta respecto a la lucha contra el SIDA con una observación profunda y sensata pero que, por no ir conforme a las ideas de la mayoría, causó que los medios internacionales, varias organizaciones no gubernamentales y muchos políticos se rasgaran las vestiduras y se indignaran. Esta pregunta tenía que ver con la repartición de condones en países devastados por el SIDA.

Para evitar confusiones y malos entendidos (o malas interpretaciones), lo mejor es reproducir la cita textualmente (no como los medios masivos de comunicación que prefieren manipular la información) y analizar, con el texto a la mano, lo que se dijo y lo que realmente significa.

La pregunta la realizó el periodista francés Philippe Visseyrias: “Santidad, entre los muchos males que afligen a África, está en particular el de la difusión del SIDA. La postura de la Iglesia católica sobre el modo de luchar contra él es considerada a menudo no realista ni eficaz. ¿Usted afrontará este tema, durante el viaje?”

La respuesta del papa es, no sólo sensata sino que va más allá de las respuestas superficiales y demagógicas que dan los políticos y los “intelectuales” posmodernos: “Yo diría lo contrario: pienso que la realidad más eficiente, más presente en el frente de la lucha contra el Sida es precisamente la Iglesia católica, con sus movimientos, con sus diversas realidades. Pienso en la comunidad de San Egidio que hace tanto, visible e invisiblemente, en la lucha contra el SIDA, en los Camilos, en todas las monjas que están a disposición de los enfermos... Diría que no se puede superar el problema del SIDA sólo con eslóganes publicitarios. Si no está el alma, si no se ayuda a los africanos, no se puede solucionar este flagelo sólo distribuyendo profilácticos: al contrario, existe el riesgo de aumentar el problema. La solución puede encontrarse sólo en un doble empeño: el primero, una humanización de la sexualidad, es decir, una renovación espiritual y humana que traiga consigo una nueva forma de comportarse uno con el otro, y segundo, una verdadera amistad también y sobre todo hacia las personas que sufren, la disponibilidad incluso con sacrificios, con renuncias personales, a estar con los que sufren. Y estos son factores que ayudan y que traen progresos visibles. Por tanto, diría, esta doble fuerza nuestra de renovar al hombre interiormente, de dar fuerza espiritual y humana para un comportamiento justo hacia el propio cuerpo y hacia el prójimo, y esta capacidad de sufrir con los que sufren, de permanecer en los momentos de prueba. Me parece que ésta es la respuesta correcta, y que la Iglesia hace esto y ofrece así una contribución grandísima e importante. Agradecemos a todos los que lo hacen.”

Ahora, el escándalo surgió porque el Papa se atrevió a decir que la repartición de condones no bastaba para solucionar el problema del SIDA. Yo no entiendo por qué se indignó tanta gente, siendo que es por todos sabido que la Iglesia Católica siempre ha estado en contra del uso del condón. Si la indignación surgió porque, como argumentaron algunos, se criticó la hasta ahora fallida práctica de repartir condones, tampoco entiendo. Repartir condones y dar supuesta educación “sexual” (que de educación no tiene nada) no basta para erradicar el SIDA. Si así fuera, éste ya habría desaparecido en los países desarrollados, cosa que no ha sucedido. Si la indignación se debe a que afirmó que existe el riesgo de que aumente el mal, nuevamente no entiendo. Es cuestión de sentido común comprender que el condón, al “quitarle el peligro” a las relaciones sexuales “irregulares” (por llamarlas de alguna forma), las hace más atractivas. Por tanto, las hace más comunes y, en consecuencia, más susceptibles a un posible contagio. En pocas palabras, en lugar de terminar con el problema, lo aumenta, como afirmó el Papa. Por otro lado, el hecho de usar condón no te hace automáticamente una persona que lleva una vida sexual responsable (aunque la televisión te diga lo contrario). Por ejemplo, una persona promiscua, que tiene múltiples parejas sexuales no deja de ser irresponsable sólo porque usa condón. Eso sería equivalente a decir que alguien que maneja a más de 200 kilómetros por hora pero usa cinturón de seguridad es un conductor responsable. Eso es, a todas luces, una estupidez.

Lo que también rebasa mis limitadas capacidades intelectuales es por qué, si Occidente es tan tolerante con tanta insensatez que abunda en el mundo, no es igualmente tolerante con una postura realmente inteligente y que tiene sentido.

Bien dijo Chesterton que lo que necesitamos es una religión que esté bien cuando nosotros nos equivoquemos. Este caso es paradigmático de cómo la Iglesia está bien aún cuando todo el mundo está equivocado y se niega a aceptarlo. Benedicto XVI, a diferencia de sus detractores, está proponiendo una solución real, aunque no nos guste reconocerlo.

jueves, 1 de enero de 2009

Ante la crisis: sobriedad y solidaridad

El nuevo año inicia en medio de una crisis económica a nivel mundial. Miles de empleos se han perdido, grandes corporaciones están al borde de la quiebra e incluso los gobiernos más liberales, económicamente hablando, han tenido que intervenir. Ante esta difícil situación, la respuesta de la mayoría de los inversionistas, empresarios y consumidores ha sido una de pánico y desconfianza. Todo esto genera un círculo vicioso en que los inversionistas y empresarios retiran su dinero para “protegerlo” (sin importar que desprotejan a tantos trabajadores) y empeoran la situación. Resulta pues, que el motor principal del sistema económico liberal, el interés personal, es a su vez el agravante de esta crisis económica.

De todas las opiniones que he leído acerca de lo que nos espera en este año que comienza, la que más me ha gustado es la del Papa Benedicto XVI en su mensaje de Año Nuevo. Lo primero que nos dice es que debemos enfrentar la dura realidad económica sin miedo. Es decir, debemos reconocer la dificultad de la situación, pero no podemos perder la cabeza fría para enfrentarla. El pánico sólo empeora las cosas (como ya hemos visto en los últimos meses) y cuando se trata de la economía de miles de familias, debemos obrar con extrema precaución.

En segundo término, nos invita a “combatir la pobreza con pobreza”. Para ello hace una distinción entre la pobreza que ofende a la dignidad de las personas: la pobreza extrema en que viven millones de seres humanos; y la pobreza “elegida”: la pobreza evangélica. La pobreza evangélica mejor la podríamos entender como sobriedad. Es decir, vivir con lo necesario, evitar los gastos superfluos y el consumismo desenfrenado. ¿Cómo pueden haber personas que gastan miles o millones de dólares en lujos mientras tantos otros no tienen ni qué comer? En este sentido, existe otra pobreza que se vive sobre todo en los países y en las clases sociales más ricas: la miseria moral y espiritual. Esta pobreza que no se preocupa por los más necesitados y que es resultado de una ideología que sitúa al individuo como el valor supremo. La sobriedad a la que nos invita el Papa es una forma de solidaridad con aquellos que tienen menos que nosotros, es una invitación a compartir, aunque sea en forma muy light, su sufrimiento.

Por último, su Santidad nos propone “globalizar la solidaridad”. Para ello, nos reta abiertamente a revisar el sistema de desarrollo prevaleciente. Nos reta a realizar cambios que tengan un impacto en el largo plazo, no sólo soluciones temporales a la crisis económica actual. Estos cambios son necesarios para arreglar otras crisis (quizá más preocupantes), más allá de la económica, tales como la crisis moral, la crisis cultural y la crisis ecológica. Existe un estrecho vínculo entre todas ellas, de manera que podemos aprovechar el momento para arreglarlas.

Para ello, debemos romper el círculo vicioso del individualismo e iniciar un círculo virtuoso que realmente ofrezca una respuesta a la pobreza. La construcción de este círculo virtuoso, basado en la solidaridad y la sobriedad (o “pobreza elegida”) es a lo que estamos llamados en este año que inicia. Debemos ser sobrios en el consumo y en el gasto y ahorrativos en lo que podamos. Debemos ser solidarios con los que nos rodean. Creo que todos tenemos por lo menos una hora a la semana que podamos dedicar a los que más nos necesitan.

En lo económico, debemos buscar formas alternativas de organización. Las cooperativas han demostrado ser eficaces y además han beneficiado a miles de trabajadores alrededor del mundo. En una situación como la actual, sería muy benéfico que se crearan más cooperativas que no sólo estuvieran generando empleos, sino realmente mejorando el nivel de vida de los trabajadores y de sus comunidades. Las empresas tradicionales también deben buscar un giro más social. Se sabe que las empresas socialmente responsables son capaces de competir sin problemas contra empresas de corte tradicional. Es más, el trato digno a los trabajadores y la búsqueda de su mejoramiento personal tiene un impacto positivo en el avance y competitividad de las empresas. Por tanto, debemos buscar organizaciones económicas que fomenten la solidaridad y el trabajo en común, no sólo la competencia. Debemos crear empresas que se enfoquen no en generar riquezas sino comunidades de trabajo. Las utilidades llegarán como consecuencia lógica.

En fin, este año nuevo inicia con muchos retos y con mucho trabajo para todos…

viernes, 12 de diciembre de 2008

Ratzinger y el diálogo

Recuerdo muy claramente que cuando el Cardenal Joseph Ratzinger fue elegido Papa, los medios mundiales se alarmaron. Incluso compañeros míos comentaban lo mal que se habían visto los Cardenales al elegirlo como Sumo Pontífice. Todo mundo decía que representaba un regreso a la Edad Media y que los avances que Juan Pablo II había logrado (y que obviamente le criticaron en su momento…) serían echados para atrás. Muchos se espantaban de que aquél que había sido el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (o sea, la Inquisición moderna) pudiera dirigir a la Iglesia.

Hoy, unos años después de su elección, ha mostrado lo equivocados que estaban todos. El “terrible” inquisidor ha mostrado más disposición al diálogo que muchos. Ha dialogado con musulmanes, protestantes, judíos, ortodoxos, ateos, etc. Así lo ha hecho porque, a diferencia de la gran mayoría de las personas, Benedicto XVI ha entendido lo que realmente es el diálogo. Para poder dialogar es necesario conocer lo que eres, lo que crees y lo que defiendes. No puedes dialogar si no sabes en dónde estás parado. Si no sabes qué defender o por qué defenderlo, no tiene caso dialogar porque no puedes encontrar ese terreno en común que existe con tu interlocutor. Si no sabes qué defender y por qué defenderlo, no tienes argumentos para cuestionar o apoyar lo que dice el otro. No tienes nada respecto a lo cual dialogar.

En ese sentido, Ratzinger ha sido extraordinario para el diálogo porque tiene muy claro quién es y qué es lo que cree. Porque sabe el por qué cree en lo que cree. Así, ha sabido detectar aquellas cosas que tiene, que tenemos, los católicos en común con los demás. Gracias a eso, ha sabido defender a ultranza las Verdades que poseemos y que son no negociables. El diálogo no es estar de acuerdo en todo, sino la capacidad de sentarnos a hablar de nuestras diferencias y de lo que nos une.

En ese sentido, captó muchísimo mi atención una nota que leí el otro día en el servicio de noticias Zenit: Marcello Pera, filósofo italiano, ateo y liberal (como él mismo se describe), presentó su libro Perché Dobbiamo Dirci Cristiani (Por qué debemos llamarnos Cristianos). El principal argumento de este libro es que Europa no se puede defender, ni puede dialogar ni puede enseñar a otros si no tiene claro qué es ni en qué cree. Es decir, Occidente no puede exigir el diálogo a otras culturas (específicamente a los musulmanes) si no tiene clara su identidad. En este punto coincide plenamente con Ratzinger al afirmar que Europa debe aceptar y reconocer sus raíces cristianas.

Esta no es la primera vez que Pera habla de esta situación. Hace un par de años escribió un libro junto con el entonces Cardenal Ratzinger titulado “Sin Raíces” donde se analizaban los problemas de Europa. Es evidente que este problema ha sido central para Pera y que ha encontrado en Benedicto XVI a su mejor interlocutor. La disposición al diálogo de ambos hombres es clara, a pesar de las enormes diferencias que existen entre ambos: uno, ateo, el otro, dirigente máximo de la Iglesia Católica.

Esta disposición al diálogo queda demostrada en la reseña que hace Pera de su encuentro con el Papa, el cual en lugar de preguntarle si creía o no en Dios, le preguntó: “¿Cómo alguien como tú, ateo, liberal, europeo occidental, justifica los principios y valores que considera básicos al punto de enorgullecerse de ellos? ¿Cómo estás preparado para justificarlos y compararte con otros?” A continuación le preguntó: “¿En qué terreno podemos tú, ateo, y yo, creyente, encontrarnos para defender estos principios y valores sin los cuales sabemos que nuestra civilización no existiría?”

Eso es auténtico diálogo.