Aclaración para los lectores no mexicanos: el término “enchilada completa” lo acuñó el ex-presidente Vicente Fox al proponer que en Estados Unidos se aprobara una reforma migratoria integral, que no se limitara a pequeños cambios que en el largo plazo dejarían el problema sin resolver.
En esta época de globalización, los encuentros entre personas de distintas culturas se han vuelto asunto de todos los días. Es normal que estos encuentros vengan acompañados de tensiones o situaciones incómodas a causa de las diferencias culturales. Es común, también, que la incomprensión hacia aquél que pertenece a otra cultura escale hasta convertirse en un conflicto más serio. Algo similar sucede entre países vecinos, y, sobre todo, cuando las diferencias económicas entre esos países son tan grandes que obligan a millones de seres humanos del país pobre a emigrar al más rico.
Cuando se habla del tema de la migración, las personas en ambos lados de la frontera asumen, casi automáticamente, el rol de víctimas. Esa es quizá la razón principal por la cual el tema migratorio se ha vuelto tan polémico y tan sensible. Siempre resulta más fácil (y más rentable políticamente) acusar al otro de originar el problema, sin tratar de comprender qué es lo que lo ha llevado a actuar de la manera en la que lo hace.
Para poder atacar el problema de fondo y llegar a una solución real y acorde con la dignidad humana de los inmigrantes, es necesario entender que, al tratarse de un asunto binacional, sólo puede ser resuelto mediante el trabajo conjunto. Ni el país receptor de inmigrantes, ni el país del que emigran pueden, por sí solos, resolver el asunto. Por lo mismo, es necesario que exista empatía entre ambas naciones, es decir, debe existir la voluntad de comprender lo que está sucediendo del otro lado de la frontera. Esto es lo que casi siempre falta en las discusiones acerca de las reformas migratorias en cualquier lugar del mundo.
En el caso específico de la frontera mexicano-americana, ¿qué es lo que podemos aprender acerca del otro que nos ayude a atender el problema migratorio? Del lado mexicano, tenemos que entender el descontento de muchos americanos de verse “invadidos” por millones de mexicanos que no hablan el idioma y que muchas veces no se adaptan a la cultura norteamericana. ¿Acaso no reaccionaríamos de la misma forma si el flujo migratorio se diera en sentido contrario y nosotros fuéramos los “invadidos”? Esto por nada justifica la actitud de ciertos grupos conservadores norteamericanos que se dedican a cazar inmigrantes, pero nos debe sensibilizar respecto a la postura que asumen nuestros vecinos del norte. Debe, además, obligarnos a reflexionar sobre el trato que en la frontera sur de México se le da a los inmigrantes centroamericanos, ¿no es igual o peor que el que reciben nuestros paisanos en Estados Unidos? La hipocresía no nos servirá de mucho en esta discusión. También es importante que nos dejemos de complejos de inferioridad respecto a Estados Unidos. La discriminación que llegan a sufrir los inmigrantes no se debe a que sean “morenitos” como muchos asumen. Una mirada a la historia estadounidense nos demostrará que el mal trato a los inmigrantes ha sido una constante. Así como sufren ahora los mexicanos, sufrieron los irlandeses, los italianos, los polacos, los alemanes, entre muchos otros.
Del lado americano también se requieren algunos cambios de actitud. Es importante que se abandone la hipocresía de aplicar rigurosamente las leyes inmigratorias cuando no hay necesidad de mano de obra, pero flexibilizarlas cuando sí se necesita. Esta regulación de la inmigración por las “leyes de la economía” es contraria a la dignidad humana ya que pone las necesidades de la economía por encima de las necesidades de los seres humanos.
Sin embargo, creo que la mejor manera de generar una cierta empatía del pueblo norteamericano hacia los inmigrantes mexicanos es haciéndoles ver aquellas realidades que obligan a tantos mexicanos a abandonar su tierra para buscar trabajo del “otro lado”. La mayoría de los americanos no son conscientes de la realidad de la pobreza que se vive en muchas regiones de México. Tampoco son conscientes de los sufrimientos que pasan los inmigrantes para cruzar la frontera: no se imaginan las caminatas a través del desierto ni las largas horas encerrados en la caja de un tráiler o el sacrificio económico que representa pagar un pollero. Mucho menos saben que existe un riesgo real de perder la vida al intentar ingresar a Estados Unidos ilegalmente. Esto sin contar la separación de las familias y las dificultades que deben pasar para reunirse con sus seres queridos.
Si nuestros gobernantes hicieran un pequeño esfuerzo por conocer más de la cultura norteamericana, comprenderían que el pueblo americano es un pueblo generoso que siempre está dispuesto a ayudar al necesitado. Si los gobernantes de Estados Unidos se esforzaran por dejar de un lado los intereses político-económicos para poner en primer lugar la dignidad humana, entenderían la necesidad que obliga a tantos a arriesgar la vida para entrar a Estados Unidos. Si eso sucediera, quizá podríamos, al fin, tener una reforma migratoria en la que, tanto mexicanos como americanos, saliéramos beneficiados.
En esta época de globalización, los encuentros entre personas de distintas culturas se han vuelto asunto de todos los días. Es normal que estos encuentros vengan acompañados de tensiones o situaciones incómodas a causa de las diferencias culturales. Es común, también, que la incomprensión hacia aquél que pertenece a otra cultura escale hasta convertirse en un conflicto más serio. Algo similar sucede entre países vecinos, y, sobre todo, cuando las diferencias económicas entre esos países son tan grandes que obligan a millones de seres humanos del país pobre a emigrar al más rico.
Cuando se habla del tema de la migración, las personas en ambos lados de la frontera asumen, casi automáticamente, el rol de víctimas. Esa es quizá la razón principal por la cual el tema migratorio se ha vuelto tan polémico y tan sensible. Siempre resulta más fácil (y más rentable políticamente) acusar al otro de originar el problema, sin tratar de comprender qué es lo que lo ha llevado a actuar de la manera en la que lo hace.
Para poder atacar el problema de fondo y llegar a una solución real y acorde con la dignidad humana de los inmigrantes, es necesario entender que, al tratarse de un asunto binacional, sólo puede ser resuelto mediante el trabajo conjunto. Ni el país receptor de inmigrantes, ni el país del que emigran pueden, por sí solos, resolver el asunto. Por lo mismo, es necesario que exista empatía entre ambas naciones, es decir, debe existir la voluntad de comprender lo que está sucediendo del otro lado de la frontera. Esto es lo que casi siempre falta en las discusiones acerca de las reformas migratorias en cualquier lugar del mundo.
En el caso específico de la frontera mexicano-americana, ¿qué es lo que podemos aprender acerca del otro que nos ayude a atender el problema migratorio? Del lado mexicano, tenemos que entender el descontento de muchos americanos de verse “invadidos” por millones de mexicanos que no hablan el idioma y que muchas veces no se adaptan a la cultura norteamericana. ¿Acaso no reaccionaríamos de la misma forma si el flujo migratorio se diera en sentido contrario y nosotros fuéramos los “invadidos”? Esto por nada justifica la actitud de ciertos grupos conservadores norteamericanos que se dedican a cazar inmigrantes, pero nos debe sensibilizar respecto a la postura que asumen nuestros vecinos del norte. Debe, además, obligarnos a reflexionar sobre el trato que en la frontera sur de México se le da a los inmigrantes centroamericanos, ¿no es igual o peor que el que reciben nuestros paisanos en Estados Unidos? La hipocresía no nos servirá de mucho en esta discusión. También es importante que nos dejemos de complejos de inferioridad respecto a Estados Unidos. La discriminación que llegan a sufrir los inmigrantes no se debe a que sean “morenitos” como muchos asumen. Una mirada a la historia estadounidense nos demostrará que el mal trato a los inmigrantes ha sido una constante. Así como sufren ahora los mexicanos, sufrieron los irlandeses, los italianos, los polacos, los alemanes, entre muchos otros.
Del lado americano también se requieren algunos cambios de actitud. Es importante que se abandone la hipocresía de aplicar rigurosamente las leyes inmigratorias cuando no hay necesidad de mano de obra, pero flexibilizarlas cuando sí se necesita. Esta regulación de la inmigración por las “leyes de la economía” es contraria a la dignidad humana ya que pone las necesidades de la economía por encima de las necesidades de los seres humanos.
Sin embargo, creo que la mejor manera de generar una cierta empatía del pueblo norteamericano hacia los inmigrantes mexicanos es haciéndoles ver aquellas realidades que obligan a tantos mexicanos a abandonar su tierra para buscar trabajo del “otro lado”. La mayoría de los americanos no son conscientes de la realidad de la pobreza que se vive en muchas regiones de México. Tampoco son conscientes de los sufrimientos que pasan los inmigrantes para cruzar la frontera: no se imaginan las caminatas a través del desierto ni las largas horas encerrados en la caja de un tráiler o el sacrificio económico que representa pagar un pollero. Mucho menos saben que existe un riesgo real de perder la vida al intentar ingresar a Estados Unidos ilegalmente. Esto sin contar la separación de las familias y las dificultades que deben pasar para reunirse con sus seres queridos.
Si nuestros gobernantes hicieran un pequeño esfuerzo por conocer más de la cultura norteamericana, comprenderían que el pueblo americano es un pueblo generoso que siempre está dispuesto a ayudar al necesitado. Si los gobernantes de Estados Unidos se esforzaran por dejar de un lado los intereses político-económicos para poner en primer lugar la dignidad humana, entenderían la necesidad que obliga a tantos a arriesgar la vida para entrar a Estados Unidos. Si eso sucediera, quizá podríamos, al fin, tener una reforma migratoria en la que, tanto mexicanos como americanos, saliéramos beneficiados.
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