Una de las pocas afirmaciones que se ha adueñado la izquierda y con la que puedo estar totalmente de acuerdo es la de “primero los pobres”. Sin embargo, nuestras diferencias aparecen en el momento mismo en que esa afirmación se intenta llevar de la teoría a la práctica. Quizá suene extraño que una persona que, como yo, se identifica con la “derecha”, pueda estar de acuerdo con esa idea. Parece una paradoja, mas no es así. Hay que recordar que la “derecha” tiene dos vertientes: la derecha cristiana (por llamarla de alguna manera), emanada de la Doctrina Social de la Iglesia, y la derecha liberal. La derecha liberal surge como defensora del liberalismo económico y de los intereses de los grandes capitalistas, mientras que la derecha cristiana surge como una propuesta alternativa tanto al capitalismo como al marxismo (o social-democracia, como lo llaman ahora).
Es decir, la propuesta de la derecha cristiana no es capitalista pero tampoco es marxista. Es humanista. La diferencia que existe entre ambos extremos y la propuesta humanista es una diferencia antropológica. Carlos Castillo Peraza la describe a la perfección (la propuesta humanista la denomina solidarismo): “En el núcleo del solidarismo está, pues, un conjunto de afirmaciones sobre el hombre: que es material, que es espiritual, que es personal y que es social. Frente a él, hay sistemas de pensamiento que suprimen alguna o algunas de esas dimensiones humanas. Está el individualismo, que reduce a casi nada la dimensión social del hombre, y está el colectivismo que aniquila la dimensión personal de aquél” (En la alternativa radical: el solidarismo, en El Porvenir Posible, Fondo de Cultura Económica).
¿Qué consecuencias tienen estas concepciones del hombre en la vida económica de nuestra sociedad? Tienen consecuencias muy importantes ya que, siguiendo a Benedicto XVI, podemos afirmar que “la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica” (Caritas in veritate, 75). Las diferencias económicas y sociales han alcanzado tal magnitud que se han vuelto ofensivas a la dignidad misma de los seres humanos. Es justo en ese punto en que la propuesta capitalista y la marxista convergen, mientras que la humanista se aparta de ellas. Tanto el capitalismo como el marxismo no ven en el pobre a un sujeto poseedor de dignidad sino a un estorbo o, en el mejor de los casos, un error inevitable del sistema.
Por ello, las “soluciones” que ofrecen estas propuestas son incapaces de resolver el problema de fondo y, en muchas ocasiones, resultan denigrantes de la dignidad de las personas pobres. Es ofensivo para la dignidad de los pobres que, como pretenden los gobiernos populistas de izquierda, se les trate como menores de edad, incapaces de trabajar por su propia superación sin la ayuda de las dádivas estatales. Es igualmente ofensivo pretender, como afirma el capitalismo, dejar a los pobres las riquezas que se derraman del enriquecimiento de unos pocos, como se da las sobras de la comida a los perros.
La concepción humanista, en cambio, exige que se les brinden las oportunidades a los pobres para que dejen de serlo a través de su propio esfuerzo y trabajo. No sólo con el apoyo del gobierno sino con el de la sociedad entera. Exige una sociedad y un Estado solidarios que trabajen por el Bien Común. La mejor inversión que puede realizar un país es en el desarrollo de su población, así como la mejor inversión que puede hacer una empresa es en el crecimiento de sus trabajadores. Se debe poner a los pobres primero porque son los miembros más débiles de la sociedad y, por tanto, necesitan de la protección de la sociedad. Los ricos no necesitan que se les proteja.
En todas las crisis económicas (como la actual) los más afectados son los pobres. En lugar de buscar formas de que no los afecten, los poderosos se justifican apelando a las “leyes de la economía”. Esto causaba una enorme indignación en Giorgio la Pira (quien fuera Alcalde de Florencia en los años cincuenta), quien afirmaba: “¿Le parece interclasismo cristiano aquel que permite que el trabajo -y, por tanto, el pan físico e incluso, en cierto modo, el espiritual, del trabajador y de la familia del trabajador- sea confiado a la inestabilidad de la ‘coyuntura’ (¡cuántas cosas y cuántas arbitrariedades se esconden bajo esta etiqueta!)? ¿Cómo pueden los trabajadores confiar en un orden social en el que su vida está confiada a los vientos tan desleales de la así llamada ‘libre iniciativa’?”. Me resulta ilógico pensar que mientras hemos logrado dominar las leyes de la naturaleza y someterlas a nuestros designios, no hemos podido hacer lo mismo con las leyes de la economía para ponerlas al servicio del hombre.
Estamos acostumbrados a medir el poderío de las naciones por la cantidad de riquezas que producen, así como por la cantidad de ricos que tiene. Esto me parece una estrategia errada. En las ingenierías se acostumbra determinar la calidad de un sistema basado en el componente menos eficiente del mismo. En términos llanos: el eslabón más débil de una cadena es el que determina la resistencia de la cadena completa. Creo que nos convendría seguir ese camino al determinar la riqueza y poderío de nuestras sociedades. Quizá ese cambio de perspectiva nos ayudaría a atacar el problema de la pobreza de una forma más efectiva y más acorde con la dignidad de las personas. Quizá sea un punto de vista nuevo que nos ayude a acabar con la terrible contradicción que se vive en el mundo actual, donde come mejor una vaca en un país del primer mundo que un niño de un país del tercer mundo. Donde se desperdicia, en el primer mundo, suficiente comida para alimentar al resto del mundo pero que se tira a la basura porque es “más barato”.
Es decir, la propuesta de la derecha cristiana no es capitalista pero tampoco es marxista. Es humanista. La diferencia que existe entre ambos extremos y la propuesta humanista es una diferencia antropológica. Carlos Castillo Peraza la describe a la perfección (la propuesta humanista la denomina solidarismo): “En el núcleo del solidarismo está, pues, un conjunto de afirmaciones sobre el hombre: que es material, que es espiritual, que es personal y que es social. Frente a él, hay sistemas de pensamiento que suprimen alguna o algunas de esas dimensiones humanas. Está el individualismo, que reduce a casi nada la dimensión social del hombre, y está el colectivismo que aniquila la dimensión personal de aquél” (En la alternativa radical: el solidarismo, en El Porvenir Posible, Fondo de Cultura Económica).
¿Qué consecuencias tienen estas concepciones del hombre en la vida económica de nuestra sociedad? Tienen consecuencias muy importantes ya que, siguiendo a Benedicto XVI, podemos afirmar que “la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica” (Caritas in veritate, 75). Las diferencias económicas y sociales han alcanzado tal magnitud que se han vuelto ofensivas a la dignidad misma de los seres humanos. Es justo en ese punto en que la propuesta capitalista y la marxista convergen, mientras que la humanista se aparta de ellas. Tanto el capitalismo como el marxismo no ven en el pobre a un sujeto poseedor de dignidad sino a un estorbo o, en el mejor de los casos, un error inevitable del sistema.
Por ello, las “soluciones” que ofrecen estas propuestas son incapaces de resolver el problema de fondo y, en muchas ocasiones, resultan denigrantes de la dignidad de las personas pobres. Es ofensivo para la dignidad de los pobres que, como pretenden los gobiernos populistas de izquierda, se les trate como menores de edad, incapaces de trabajar por su propia superación sin la ayuda de las dádivas estatales. Es igualmente ofensivo pretender, como afirma el capitalismo, dejar a los pobres las riquezas que se derraman del enriquecimiento de unos pocos, como se da las sobras de la comida a los perros.
La concepción humanista, en cambio, exige que se les brinden las oportunidades a los pobres para que dejen de serlo a través de su propio esfuerzo y trabajo. No sólo con el apoyo del gobierno sino con el de la sociedad entera. Exige una sociedad y un Estado solidarios que trabajen por el Bien Común. La mejor inversión que puede realizar un país es en el desarrollo de su población, así como la mejor inversión que puede hacer una empresa es en el crecimiento de sus trabajadores. Se debe poner a los pobres primero porque son los miembros más débiles de la sociedad y, por tanto, necesitan de la protección de la sociedad. Los ricos no necesitan que se les proteja.
En todas las crisis económicas (como la actual) los más afectados son los pobres. En lugar de buscar formas de que no los afecten, los poderosos se justifican apelando a las “leyes de la economía”. Esto causaba una enorme indignación en Giorgio la Pira (quien fuera Alcalde de Florencia en los años cincuenta), quien afirmaba: “¿Le parece interclasismo cristiano aquel que permite que el trabajo -y, por tanto, el pan físico e incluso, en cierto modo, el espiritual, del trabajador y de la familia del trabajador- sea confiado a la inestabilidad de la ‘coyuntura’ (¡cuántas cosas y cuántas arbitrariedades se esconden bajo esta etiqueta!)? ¿Cómo pueden los trabajadores confiar en un orden social en el que su vida está confiada a los vientos tan desleales de la así llamada ‘libre iniciativa’?”. Me resulta ilógico pensar que mientras hemos logrado dominar las leyes de la naturaleza y someterlas a nuestros designios, no hemos podido hacer lo mismo con las leyes de la economía para ponerlas al servicio del hombre.
Estamos acostumbrados a medir el poderío de las naciones por la cantidad de riquezas que producen, así como por la cantidad de ricos que tiene. Esto me parece una estrategia errada. En las ingenierías se acostumbra determinar la calidad de un sistema basado en el componente menos eficiente del mismo. En términos llanos: el eslabón más débil de una cadena es el que determina la resistencia de la cadena completa. Creo que nos convendría seguir ese camino al determinar la riqueza y poderío de nuestras sociedades. Quizá ese cambio de perspectiva nos ayudaría a atacar el problema de la pobreza de una forma más efectiva y más acorde con la dignidad de las personas. Quizá sea un punto de vista nuevo que nos ayude a acabar con la terrible contradicción que se vive en el mundo actual, donde come mejor una vaca en un país del primer mundo que un niño de un país del tercer mundo. Donde se desperdicia, en el primer mundo, suficiente comida para alimentar al resto del mundo pero que se tira a la basura porque es “más barato”.
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