domingo, 28 de marzo de 2010

Un oasis en el desierto (parte 2) / An oasis in the desert (part 2)

Después de estar en los barrios bajos, entrar a uno de los monasterios de los Misioneros de los Pobres es refrescante, como un vaso de agua fría después de una larga caminata bajo el sol veraniego. Tus sentidos son abrumados por las diferencias entre el interior y el exterior. Es casi como despertar de una pesadilla y encontrarte en la seguridad de tu cama. Los colores desvanecidos y opacos de las casas de los barrios dan paso a los colores vívidos de los edificios monacales. La monotonía del concreto y del asfalto es reemplazado por la variedad de árboles frutales y de flores de los jardines que los hermanos han cultivado y cuidado. La pesadumbre del ambiente desaparece y una sensación de alegría se apodera de ti. El contraste es tan grande que te agarra desprevenido. Nunca esperarías ver algo como estos monasterios en el centro de Kingston. Son islas de civilización en medio del océano de caos que son los barrios. Cuando los vi, finalmente entendí el rol que los monasterios tuvieron en el nacimiento y crecimiento de nuestra gran civilización.

Esto, quizá, necesite una explicación. Nunca se nos enseña este importante hecho histórico: que la civilización occidental nació en los monasterios de Europa y sobrevivió gracias a ellos. Nuestros historiadores oficiales tienden a minimizar el rol de estos monasterios y nos enseñan (más bien adoctrinan) que otros factores, por demás vulgares, son los que contribuyeron a formar Occidente. A lo mucho, conceden que los monasterios ayudaron a preservar la tradición grecorromana. Esto, aunque cierto, no es la verdad completa. Hicieron más que eso. Vayamos al pasado para analizar este hecho histórico.

Para los inicios del siglo sexto, el Imperio Romano de Occidente había dejado de existir. Las invasiones germánicas habían destruido la sociedad y la cultura romanas. Este es el periodo de tiempo que conocemos como la Edad Oscura. En esta época, cuando la oscuridad parecía tragar todo lo que había vivido bajo la luz de Roma, apareció un hombre que fundó una comunidad que había de convertirse en la salvación de nuestra civilización: San Benito de Nursia. En la cima de un monte localizado al sur de Roma, un grupo de hombres, dirigido por San Benito, construyó la abadía de Monte Cassino. Ahí, vivieron según las reglas establecidas por el santo y que permanecen como la base de todas las órdenes monásticas, incluso en nuestros días. Ora et Labora (oración y trabajo) se convirtió en el estilo de vida de esta comunidad de hombres, así como de las comunidades de mujeres que fundó la hermana de San Benito, Santa Escolástica. En pocos años, se fundaron monasterios y conventos por toda Europa. Pronto se convirtieron en centros donde el conocimiento, la cultura y el arte se preservaban y protegían. Durante largos años se dedicaron a copiar a mano todos los manuscritos de la antigüedad, dejaron tras sí un legado de belleza arquitectónica y de pintura que aún hoy podemos disfrutar (no he encontrado ningún monasterio que no sea bello y dudo que exista alguno), en pocas palabras, ofrecían una vida acorde con todo aquello que los humanos consideramos más noble. La vida de los monjes y las monjas era una vida sencilla, pacífica y santa, contraria a la vida de violencia que se llevaba en el exterior. Este estilo de vida, en el que la Verdad, la Belleza y el Bien reinaban, se volvió atractiva para los que vivían afuera. Así, los monasterios se convirtieron en centros que irradiaban civilización a las comunidades que los rodeaban. Aquellos que habían huido del mundo, ahora lo estaban transformando. Fue una transformación lenta, que tomó siglos, pero para el siglo onceavo, habían logrado convertir a la sociedad en una sociedad auténticamente (aunque imperfecta) cristiana. La Edad Oscura llegaba a su fin y la Edad Media, uno de los puntos más altos de la historia humana, comenzaba.

Esta es la importancia de los monasterios en la creación de nuestra cultura cristiana occidental. Su crecimiento espiritual siempre es seguido por un crecimiento de la civilización, su decadencia siempre es indicativa de la corrupción imperante. Por esto, cuando los enemigos de la Iglesia intentan destruirla, siempre abolen los monasterios primero. De alguna forma saben, quizá inconscientemente, que los monasterios son fuentes de vida y cultura cristiana. Por ello los odian.

Los dos monasterios en los que viven los Misioneros de los Pobres se localizan justo en medio de los barrios bajos del centro de Kingston, a distancia caminable uno del otro. Continúan esa larga tradición monacal de ser centros de civilización en los lugares más oscuros. Mientras los poderes del mundo (los bancos) se encuentran afuera y por encima de los barrios, proyectando su sombra sobre ellos, estos monasterios, fuente de esperanza y vida, fueron construidos dentro de ellos. Esto podrá parecer irrelevante, pero al notarlo me vino a la mente un paralelismo interesante con el reino espiritual: mientras el príncipe de este mundo permanece externo a nosotros, aprovechando su poder para imponer su voluntad “desde arriba” y cubriéndonos con su sombra, Dios, la luz que disipa toda tiniebla, se hizo hombre y habitó entre nosotros. Esta diferencia define quién gana a largo plazo. Cuánto tiempo le tomará a estos monasterios convertir los barrios bajos de Kingston en una cultura cristiana digna de ese nombre es algo que no sabemos. Quizá no lo veamos en nuestra vida. Sin embargo, las semillas ya están sembradas y su sola presencia ahí ya ha empezado a transformar la vida de los habitantes de esos barrios.



After being in the slums, entering one of the monasteries where the Missionaries of the Poor live is refreshing, like a glass of cold water after a long walk in a summer day. Your senses are overwhelmed by the differences between the outside and the inside of the monastery walls. It is almost like waking up from a nightmare and realizing that you are in your bed, safe from all harm. The dim and faded colors of the slums give way to the vivid colors of the monastery buildings. The monotony of the concrete and asphalt is replaced with the variety of trees and flowers of the gardens which the brothers have grown and taken care of. The oppressive atmosphere of the outside disappears and a sensation of happiness takes hold of you. The contrast is so great that it catches you off guard. You never expect to see anything like these monasteries in downtown Kingston. They are islands of civilization and beauty amidst the ocean of chaos that are the slums. When I saw them, I finally understood the role that monasteries played in the birth and growth of our great civilization.

This, perhaps, needs an explanation. We are never taught about this fact of history: that Western civilization was born in the monasteries of Europe and that it has survived because of them. Our official historians tend to minimize the role that these wonderful institutions played and teach (or rather, indoctrinate) that it were other more vulgar factors which contributed to the formation of the West. At most, they grant that monasteries helped preserve the ancient Graeco-Roman tradition. This, however true, is not the whole truth. They did much more than just that. Let us go back in history and analyze this fact.

By the beginning of the sixth century, the Western Roman Empire had ceased to exist. The Germanic invasions had destroyed Roman society and culture. This is the period of time which we call the Dark Ages. At this moment, when darkness seemed to engulf all of what once lived under the guiding light of Rome, came forth a man who founded a community which was to become the hope of all civilization: Saint Benedict of Nursia. At the top of a hill some miles south of Rome, the group of men led by Saint Benedict built the abbey of Monte Cassino. There, they lived under the rules established by this saint and which are still the foundation of all monastic orders to this day. Ora et Labora (Prayer and work) became the lifestyle of this community of men, as well as the communities of women which were founded by Saint Benedict's sister, Saint Scholastica. In a few years, monasteries and convents were being founded all across Europe. These soon became places where knowledge, culture and art were preserved and protected. For many years they copied by hand the written works of old; they left behind them a legacy of beauty in architecture and painting which we can enjoy even today (I have yet to find a monastery that is not beautiful, I honestly doubt one even exists). In a few words, they offered a life according to all those things which we, as humans, consider most noble. The life of the monks and nuns was a simple, peaceful and holy life, which stood in opposition to the violent life of those outside. This lifestyle, where Truth, Beauty and Good reigned, began to attract those living outside. The monasteries became centers that radiated civilization upon their surroundings. Those who had fled from the world were now transforming the world. It was a slow transformation that took centuries, but, by the eleventh century, had completely changed society into a truly Christian (though still imperfect) one. The Dark Ages were over, the Middle Ages, which were a high point in human history, had begun.

This is the importance of monasteries in the creation of our Western Christian civilization. Their spiritual growth is always followed by a growth in civilization; their decadence is indicative of the corruption of the society that surrounds them. This is why the enemies of the Church will always abolish monasteries first when trying to destroy It. They somehow know, maybe unconsciously, that monasteries are the fountains of Christian culture and life. That is why they hate them above all.

The two monasteries in which the Missionaries of the Poor live in are located right in the middle of the slums of downtown Kingston, at a walking distance from each other. They continue on that long monastic tradition of being centers of civilization in the darkest places. While the powers of the world (the banks) stand outside and above the slums, overshadowing them, these monasteries, which are a source of hope and true life, were built inside them. This might seem irrelevant, but noticing it brought to my mind an interesting parallel with the spiritual realm: the prince of this world remains separate from us, using his power to impose his will from “above”, casting his shadow upon us; while God, the light which dissipates all darkness, decided to become man and dwell among us. That difference defines who wins in the long run. How much time will it take for these monasteries to transform the slums of downtown Kingston into a Christian civilization worthy of that name, is something we might never know, something that might not take place in our lifetime, or even in several lifetimes. However, the seeds have already been sown and their sole presence there has already started changing the lives of the people who inhabit them.

viernes, 26 de marzo de 2010

Un oasis en el desierto (parte 1) / An oasis in the desert (part 1)

Kingston es la capital de Jamaica. Es una ciudad pequeña, con pocos edificios altos en la zona del centro. Está localizada en la costa sureste de la isla, protegida por la bahía homónima, una bahía grande en la que se encuentran los principales puertos de Jamaica. La bahía está limitada, al sur, por una delgada extensión de tierra conocida como Palisadoes spit, que abarca casi toda la extensión de la bahía, dejando un pequeño espacio para que puedan ingresar barcos. El aeropuerto Norman Manley se encuentra en un extremo de esta extensión de tierra. El descenso hacia el aeropuerto le brinda al visitante una hermosa vista de la bahía, con Kingston visible del lado izquierdo. Nuestro descenso vino acompañado no sólo por un bello paisaje, sino también por una buena sacudida por el mal clima. El aterrizaje fue violento pues la pista es muy corta y el piloto tuvo que frenar con fuerza en cuanto tocamos el suelo. Esto, sin embargo, no fue nada comparado con lo que íbamos a experimentar al enfrentar las habilidades de manejo de los jamaicanos.

La primera cosa que ves al salir del aeropuerto de Kingston, es un anuncio espectacular con una cara que después verás con familiaridad pues la encuentras por toda la ciudad: la de Usain Bolt. Lo puedes ver en anuncios de todo tipo de compañías, desde Gatorade hasta Digicel (compañía de telefonía celular jamaicana). Lo ves pintado en paredes de edificios abandonados, junto con Bob Marley y otros personajes importantes de la historia de Jamaica. El hombre más rápido del mundo es honrado y reverenciado por todos, es un héroe nacional. Publicidad de todo tipo se encuentra a lo largo y ancho de Kingston. La presencia de tantos anuncios demandándole a la gente que compre cosas contrasta agudamente con la pobreza de la isla. Ofrecerle a esta gente una falsa felicidad que consiste en adquirir un celular o en usar cierta marca de productos cuando apenas tienen suficiente para comer es especialmente odioso al atravesar los barrios bajos. Eso habla de la cruel indiferencia de los poderes económicos reinantes hacia los pobres.

Lo segundo que probablemente notarás es que los jamaicanos manejan en el lado opuesto de la calle. Y que son terribles conductores. Al menos esa es la imagen que te dejan cuando estás saliendo del aeropuerto. Manejan como si no existieran los carriles. La única forma de rebasar a otro es tocando el claxon para que se quite de enfrente y que puedan pasar rozando al coche de al lado. Quizá esté exagerando en este tema, pero viajar en la parte trasera de un camión te expone mucho más a los peligros del camino y así es como viajamos la semana completa.

Para entrar a la ciudad, uno debe manejar alrededor de la bahía. Este viaje me dejó una primera impresión de las realidades que íbamos a encontrar en los días siguientes. Jamaica es un país de abundantes riquezas naturales, pero de igualmente abundantes miserias humanas. Al atravesar las Palisadoes, puedes disfrutar de la belleza del Mar Caribe, con sus claras aguas bañando ambos lados de la carretera. Cuando llegas a tierra firme, aún puedes deleitarte con la belleza de la bahía a tu izquierda y con la majestuosidad de las montañas Azules a tu derecha. Quizá sea la belleza de estas vistas la que haga que la pobreza de las casas que encuentras en el camino resalte más. Casi no tienes tiempo de analizar esto, pues pronto esa hilera de casas cede paso a la zona industrial de Kingston, en la que se encuentras un par de fábricas. Pasar junto a estas fábricas te deja una extraña sensación que te lleva a reflexionar sobre la realidad del Tercer Mundo. Estas fábricas viejas son un símbolo de esta realidad. Los barcos viejos que ves en la bahía son igualmente simbólicos. Todos tienen al menos cuarenta o cincuenta años de existencia y parecen comunicar sentimientos, casi como si no fueran simples edificios o barcos, sino personas. Parecen estar gimiendo de fatiga bajo el peso de su trabajo. Parecen estar obligados a trabajar más intensamente cada día, intentando que este pequeño parque industrial dé alcance a la industria del mundo desarrollado. Parecen exhaustos, como si hubieran alcanzado el límite de sus fuerzas. No sé que sea lo que cause que uno sienta esto. Quizá sea la angustia de los trabajadores que se ha impregnado en las paredes y el aire, de forma que uno la percibe al pasar por ahí. Lo único que sé es que, a medida que pase el tiempo, la distancia entre ellos y el mundo desarrollado sólo aumentará. Las fábricas mismas parecen intuir que esto es lo que sucederá. Parecen transmitir un sentimiento de desesperanza.

También me pareció simbólico que los edificios más altos de Kingston sean sede de las oficinas corporativas de los grandes bancos. El poder económico se alza a las alturas, lejos del resto de la población, proyectando su sombra sobre la ciudad (y probablemente el país entero). A sus pies, como el pobre Lázaro yacía a los pies del hombre rico en el Evangelio, yacen los barrios bajos. La “mano invisible” no ha distribuido las riquezas aquí. Se las ha guardado.

Los barrios son difíciles de describir pues es difícil creer que una civilización que se llame humana pueda tener a gente viviendo en semejantes lugares. Algunos vecindarios parecen zonas de guerra. Edificios viejos, en ruinas, hospedan a gente que no tiene otro lugar para vivir, entre ventanas rotas y techos caídos. A través de estas ventanas con vidrios rotos, puedes ver a niños y niñas asomando sus cabezas, viendo hacia la calle. Junto a las entradas, con puertas precariamente sostenidas por sus bisagras, uno ve a ancianas sentadas mirando a la gente pasar. Otras áreas están llenas de casas improvisadas, construidas con cualquier material que los dueños pudieran encontrar. La mezcla de materiales, todos provenientes de distintas fuentes, hace que estas casas tengan multitud de colores, los cuales, sin embargo, han perdido su brillo y no ayudan a disminuir el sentimiento de pesadumbre que prevalece. Cuando uno nota que la mayoría de estas chozas están construidas con madera vieja y sin tratamiento alguno, uno tiembla al pensar en la posibilidad de que estalle un incendio, algo que ya ha ocurrido en el pasado. Luego tienes la basura, basura por todos lados. Montones de basura se encuentran apilados en las banquetas, obligando a la gente a caminar a través de ellos y muy probablemente hospedando a ratas y demás pestes. Las tiendas y negocios están todos enrejados, protegiendo a sus dueños y sus mercancías de robos, aunque para ello deban también pagar por protección de parte de las pandillas que dominan las calles. En cada esquina encuentras a vendedores callejeros, tratando de ganarse el pan de cada día, ofreciendo todo tipo de productos. El olor de la ganja (marihuana) siempre está presente, así como las rastas y el sonido del reggae. Los alegres ritmos y melodías del reggae no bastan para aligerar el ánimo del lugar. Aún así, en este lugar tan deprimente uno puede encontrar rastros de alegría que te recuerdan la humanidad de los que ahí viven. Mientras observábamos a la gente que paseaba por las calles, sorprendidos por nuestro primer contacto con semejante miseria, podíamos verlos mirándonos divertidos por la ridícula visión que ofrecíamos. Algunos incluso reían. ¿Cómo no iban a hacerlo si lo que veían eran once hombres blancos enjaulados en la parte trasera de un camión para ganado?



Kingston City is the capital of Jamaica. It is a small city, with a few tall buildings in the downtown area. It is located in the Southeast coast of the island, protected by Kingston Harbor, a large natural harbor which houses Jamaica's most important ports. The harbor is bordered, to the South, by a thin but long stretch of land known as the Palisadoes spit, which extends across most of the harbor, leaving only a small entrance for ships. Norman Manley airport is located on the end of this stretch of land. The descent into the airport gives the visitor a beautiful view of the whole harbor, with Kingston City seen far off to the left. Our descent was accompanied not only with this breathtaking sight, but also with some rough weather which shook us all. The landing was quite violent because the runway is rather short, so the pilot had to hit the brakes as soon as we touched the ground to slow us down. This, however, was nothing compared to what we were going to experience while confronted with the driving skills of the Jamaicans.

The first thing you see as you walk out of Kingston's airport is a billboard with a face that will become very familiar to you since it is seen all over the city: that of Usain Bolt. He is seen in advertisements for all sorts of companies, from Gatorade to Digicel (a cellular phone company from Jamaica). He can be found painted on the walls of abandoned buildings, together with Bob Marley and other important historical Jamaican heroes. The fastest man in the world is honored and revered by all Jamaicans, he is a national hero. Publicity and advertisements of all kinds can be found all over Kingston. The presence of so many billboards and advertisements inducing people to buy things stands in stark contrast with the poverty of the island. To offer these people a false happiness obtained by acquiring a cell phone or by using a certain brand of products when they hardly have enough to eat seems especially odious while driving through the slums. It speaks of a cruel indifference of the reigning economic powers towards the poor.

The second thing you will probably notice is that Jamaicans drive on the other side of the road. And that they are very bad drivers. At least that is the concept of Jamaican driving that you get while leaving the airport. Jamaicans drive as if lanes did not exist. The only way of passing someone is by honking at him to get out of the way and squeezing past him. I might be exaggerating about Jamaican driving, but riding in the back of a truck exposes you more to the dangers of the road, and that is what we did all week long. So you must forgive me for this exaggeration.

To enter the city, one must drive all around the harbor. This drive gave me my first impression of the realities that we were to witness in the following days. Jamaica is a country of abundant natural riches but of equally abundant human misery. While driving across the Palisadoes, you have the beauty of the Caribbean Sea, with its light blue waters bathing the shores on both sides of the road. When you reach the mainland, you can still enjoy the view of the harbor on your left, and the majesty of the Blue Mountains on your right. Perhaps it is the beauty of this scenery which makes the impoverished houses you see on the way stand out more noticeably than if they stood in a less attractive place. You cannot meditate on this long enough since this row of houses soon gives way to the industrial part of Kingston, where a few large factories stand. Passing by these old factories leaves you with a strange sensation which leads you to think about the reality of the Third World. These old factories stand as a symbol of this reality. The old ships that are seen out in the harbor do that as well. They are all at least forty or fifty years old and they seem to communicate feelings almost as if they were not buildings or boats, but people. They seem to be groaning of fatigue under the weight of their labor. They seem to be pressed to work harder and harder as this small and obsolete industrial park tries to catch up with the industry of the developed world. They seem exhausted, as if they had reached the limit of their own strength. I do not know what causes one to feel this sensation. Maybe the anguish of the workers there has impregnated the walls and the air so that one can perceive it while passing by. All I know is that as time goes by, the distance between them and the developed world will only increase. The factories themselves seem capable of intuiting that this is what will happen. They transmit a feeling of despair.

I thought it also symbolic that the tallest buildings in downtown Kingston are the corporate offices of the major banks. The economical powers stand high above the ground, away from the rest of the population, casting their shadow over the city (and probably, the whole country). At their feet, like poor Lazarus lying at the feet of the rich man from the Gospel, lie the slums. The “invisible hand” has not distributed riches here. It has kept them for itself.

The slums are hard to describe because it is hard to believe that a civilization which calls itself human could have people living in such places. Some neighborhoods seem like war torn areas. Old buildings, partially in ruins, house people who have nowhere else to live, among broken windows and fallen ceilings. Through these glassless windows you can see children peeping their heads out, looking down on the street. Next to the doorways, where doors precariously stand on their hinges, you see old ladies sitting and looking at people walk by. Other areas are filled with improvised houses, built with whatever material the owners could find. The mixture of different materials, all from different sources, make these houses have all sorts of colors which, however, have lost their brightness and do not help to diminish the prevailing gloomy feeling. When one notices that they are mainly made out of old, untreated wood, one shivers at the thought of a fire breaking out, something which has happened many times in the past. Then you have garbage, which is found everywhere. Piles of trash are stacked on the sidewalks forcing people to walk through them and probably housing rats and all other sorts of pests. Shops and businesses have gates to protect the owners and their merchandise from being stolen, though for that they must also pay for protection from the gangs that rule the streets. On each corner you see street vendors trying to earn their daily bread by selling all sorts of products. The stench of ganja (marijuana) is ever present, as well as dreadlocks, and, of course, the sound of reggae music playing in someone's home. The happy rhythms and beats of reggae are not enough to brighten the mood of the place. And yet, traces of happiness can be found even in this dreadful place, reminding us of the humanity of its inhabitants. As we stared at the people out on the streets, our eyes wide open at our first contact with this poverty, we could see them staring back at us, amused at the ridiculous sight we offered to them. Some would even laugh. And why wouldn't they, if they were looking at eleven white men locked in a cage in the back of a cattle truck?

domingo, 21 de marzo de 2010

La llamada / The call

Cuando uno decide escribir acerca de una experiencia misionera, uno no puede empezar diciendo que la razón por la que uno fue de misiones es porque un amigo lo invitó, o porque uno sintió la necesidad de hacer algo por los demás, o por esto o por lo otro o la razón que se te ocurra. Esto sería una verdad a medias. Uno debe empezar diciendo que uno fue porque uno fue llamado a ir. Esa llamada puede tomar la forma de la invitación de un amigo o del sentimiento de ayudar a otros o la forma que desees. Ser llamado es parte de la esencia de una misión. Uno no “va” de misiones, uno es enviado. La palabra “misión” significa precisamente eso: ser enviado para lograr algo. En consecuencia, una crónica precisa de un viaje misionero debe empezar con esta llamada y con las razones por las que uno decidió responder.

Mi llamada para ir a esta misión a Jamaica tomó varias formas. Todas ellas eventualmente convergieron, como si muchas voces repentinamente se unieran para formar un grito que me impulsaba a ir. Una de estas “voces” fue un amigo (misionero de tiempo completo) que dirigió este viaje y que me invitó a acompañarlo. Otra fue la pasión que tengo por este tipo de viajes, pasión que ha incrementado con los años y que probablemente lo continúe haciendo con el paso del tiempo. Debo admitir, sin embargo, que también tuve una razón egoísta para ir: el poder disfrutar por unos días del cálido clima tropical de Jamaica, en lugar del frío que había estado haciendo en Auburn. Por muy importantes que hayan sido estos factores en mi descubrimiento de que estaba siendo llamado a ir, hubo una razón más profunda y que considero como la más significativa de todas. Ésta fue el resultado de un largo proceso de reflexión acerca de la naturaleza del amor de Dios y de la manera en que hemos de vivirlo.

Realmente no sabemos cómo amar a Dios. A causa de la naturaleza espiritual de Dios, nos es difícil descubrir formas concretas de amarlo. Por ello, muchos tendemos a teorizar sobre cómo amarlo y muchos hemos llegado a la conclusión, no sé de qué forma, de que amar a Dios se logra simplemente yendo a la iglesia los domingos (o diario, si lo amas mucho) y siendo una “buena persona”. Esto es como decir que amas a una mujer simplemente visitándola de vez en cuando y siendo un “buen” novio o esposo. Esto es evidentemente ridículo. Es, en cierta forma, pretender convertir el amor a Dios en algo vago e indefinido. No nos satisface pues Dios no quiere que seamos “buenas” personas, quiere mucho más de nosotros. G.K. Chesterton solía decir que debemos hacer de nuestra religión más un romance que una teoría y eso es exactamente lo que Dios espera de nosotros. Un verdadero romance no es platónico, no es únicamente una idea, sino una realidad. Creo que tratamos de rebajar la importancia de esto por miedo a las implicaciones de realmente llevarlo a la práctica y vivirlo. Amar significa sacrificio, y eso siempre duele. Amar a Dios es la forma más extrema de amor y es, por lo mismo, el que demanda más de nosotros y el que duele más.

Sin embargo, cómo hemos de amar a Dios? Dada nuestra naturaleza material, necesitamos expresarnos de forma física. Mostramos nuestro amor y afecto hacia otros a través de nuestro cuerpo, con abrazos, besos y caricias. Esto no es posible de hacer con Dios. La respuesta a este dilema es, como todas las cosas grandiosas en esta vida, tan simple y obvia que fácilmente nos pasa sin que nos demos cuenta. Cualquier niño que vaya al catecismo con cierta regularidad nos podría decir la respuesta; sólo cuando nos convertimos en adultos y hemos olvidado las cosas simples de esta vida, la olvidamos. Si le preguntas a este niño cómo amar a Dios, te responderá: amando a los demás. Sabemos que lo que le hagas al más pequeño de tus hermanos se lo haces a Dios mismo (Mt. 25:40). Si los amamos, amamos a Dios. Ellos son seres físicos a quienes podemos amar de forma física, de acuerdo con nuestra naturaleza. Cuando me di cuenta de esto, todos los obstáculos intelectuales para amar a Dios desaparecieron, ya no había excusas para no amarlo.

Aún así, más preguntas aparecieron en mi cabeza. Si Dios nos ha amado de forma radical, ¿no estamos llamados a amarlo de una forma igualmente radical? Si esto es así, ¿cómo podemos lograrlo? ¿Qué significa amar a Dios radicalmente? Todas estas preguntas, igual que la que me hice respecto a cómo amar a Dios, tienen respuestas igualmente simples. Dios nos amó aún cuando no éramos amables, aún cuando no iba a obtener ningún beneficio por amarnos. Ahora bien, hay ciertas personas que son las menos amables de todas y que no nos ofrecen absolutamente ningún beneficio al amarlas. Por eso debemos amarlas más que a las demás. Son los rechazados y marginados por la sociedad. Son los pobres y los enfermos, los deformes, los discapacitados y los retrasados mentales, los ancianos y los abandonados. Amar a una persona bella y saludable es difícil, amar a una persona fea o moribunda es todavía más difícil. Esta es la forma más radical de amor al prójimo, por tanto, es la forma más radical de amor a Dios. Estas fueron las conclusiones a las que llegué e ir a Jamaica me ofrecía la oportunidad de vivirlas. Estaba siendo llamado. Ya no era un susurro que me suplicaba que fuera, era un grito que me ordenaba hacerlo e intentar silenciarlo era imposible. Yo había de ir y servir a los pobres de entre los pobres.

Sin importar cuán claro y fuerte sea este llamado, responder a él es bastante difícil. Si fuera fácil, obviamente todos lo harían y el mundo sería un lugar maravilloso. Sabemos que no es así. Muchos ignoran ese llamado, y ese casi fue mi caso en esta ocasión. Cuando uno es enviado, uno debe sentirse honrado de que Aquél que envía tiene semejante confianza en uno. Al mismo tiempo, uno debe tener confianza en que El que envía proveerá de todo lo necesario para que uno lleve a cabo su misión. Aquí es donde usualmente fallamos y abandonamos lo que hemos sido llamados a cumplir. Cuando meditas sobre ello, te das cuenta de los tonto que es asumir que serás enviado a hacer algo que eres incapaz de hacer, y, sin embargo, es lo que generalmente asumimos. Si realmente eres incapaz de hacerlo, de alguna forma se te dará lo necesario para que lo puedas hacer.

Mi obstáculo “insuperable” era el costo del viaje. Aunque no fue un viaje caro, no tenía suficiente dinero para pagarlo. Así que fui a mis padres para pedirles ayuda. Ellos tampoco tenían suficiente dinero. Por un momento pensé que mi llamada había sido una simple ilusión, un producto de mi imaginación. Parecía más fácil rendirse. Pero la voz que me llamaba era cada vez más fuerte y ahora, además, pedía confianza. Por alguna razón, recaudar fondos nunca había sido una opción para mi. Pedirle dinero a otros me parecía humillante y fuera de lugar. Hasta después entendí que era parte de mi preparación para mi misión. Si iba a servir a los pobres de entre los pobres, debía ser humilde. ¿Qué mejor forma de lograr esto que sometiendo mi orgullo y pidiendo ayuda a otros? Sólo puedo decir que funcionó.

Así, unos días después, me encontré saliendo del Aeropuerto Internacional Norman Manley, donde nos recibió una cálida brisa caribeña y el Hermano Gabriel, que estaba ahí para recogernos.



When one decides to write about a missionary experience, one cannot start by saying that the reason for going on a mission was that a friend invited you, or that you felt the need to do something for others, or this, or that or whatever reason you come up with. This would be an incomplete truth. One has to say that one went on it because one was called to go. That call could have taken the form of a friend's invitation or the feeling of helping others or whatever you wish. Being called is part of the essence of a mission. One does not “go” on a mission; one is sent. The word “mission” means precisely this: to be sent to accomplish something. In consequence, a precise chronicle of a mission trip must begin with this calling and why one has decided to respond to it.

My calling to go on this specific mission trip to Jamaica took several forms. All of them eventually converged, as if many separate voices suddenly came together in one powerful cry that urged me to go. One of those “voices” was a friend (a full time missionary), who led this trip and invited me to go with him. Another one was a passion I have for this kind of trips, which has only increased over the years and will continue to do so. I have to admit though, that there was also a selfish reason for going: that was to be able to spend a couple of days in a warm tropical climate instead of the cold it-is-not-spring-yet weather of Auburn. However important a role these factors played in me realizing that I was being called to go, there was a more profound reason which I consider to be the most significant of them all. It is the result of a long process of reflection about the nature of the love of God and of the way in which we are to live it.

The thing is, we do not really know how to love God. Because of God's spiritual nature, it is hard for us to discover concrete ways of loving Him. That is why most of us tend to theorize about how to love Him and many of us, somehow, have come to the conclusion that loving God is achieved simply by going to church on Sundays (or daily if you love Him very much) and by being an overall “good person”. This is like saying that you love a woman just by visiting her occasionally and by being an overall “good” boyfriend or husband (whatever that means). This is evidently ridiculous. It is, in a way, turning the act of loving God into a vague and undefined thing. It leaves us unsatisfied because God does not want us to be “good” people; He wants more of us, he wants saints. G.K. Chesterton used to say that we should make our religion less of a theory and more of a love affair, and that is exactly what God expects of us. A true love affair is never platonic; it is not only an idea, but a reality. I think we try to water this down because we are afraid of the implications of actually living it out. Love means self-sacrifice and sacrifice always hurts. Loving God is the most extreme form of love and is, therefore, the one that demands most of us and hurts the most.

But how, then, are we meant to love God? Given our physical nature, we need to express ourselves in physical ways. We show our love and affection towards others through our bodies: we hug them, we kiss them, we hold their hand. This is not possible when dealing with God. The answer to this dilemma is, as all great things in life, so simple and obvious that it can easily pass us by without us noticing it. Any child who attends Sunday school regularly could tell us the answer; only when we become adults and have forgotten the simplicities of the world do we forget it. If you ask this child how to love God, he will reply: by loving others. We know that whatever we do to the least of our brothers we do it to God Himself (Mt. 25: 40). If we love them, we love God. They are physical beings whom we can love physically, according to our own nature. When I realized this, all intellectual obstacles to love God were removed, there were no more excuses about how to love Him.

Even then, more questions came into my mind. If God has loved us in such a radical way, are we not called to love Him in an equally radical way? If so, how can we achieve this? What does it mean to love God radically? All these questions, just like the one about how to love God, have equally simple answers. God loved us even when we were most unlovable, even when He would obtain no profit out of loving us. Now, there are certain people who are the most unlovable of all and who offer us no profit in loving them. That is why we must love them more than anyone else. They are the outcasts and the rejected by society. They are the poor and the sick, the disfigured, the crippled and the mentally challenged, the old and the abandoned. Loving the beautiful and the healthy is hard, loving the ugly and the dying is even harder. It is the most radical form of love of neighbor, hence, it is the most radical form of love of God. These were the conclusions I had reached and this was exactly what going to Jamaica offered me the possibility of doing. I was being called. It no longer was a whisper that was begging me to go, it was a loud voice ordering me to do it and trying to silence it was impossible. I was to go and serve the poorest among the poor.

The answer

However clear and loud this call may be, it is quite difficult to respond to it. If it were easy, of course, everyone would respond and the world would be a wonderful place. We know that this is not the way things are. Many people fail to answer to their call, and that was almost my case with this trip. When one is being sent, one must feel honored that He who sends has such trust in one. At the same time, one must trust Him to provide for all that is needed to comply with one's mission. This is where we usually give up and abandon what we are being called to do. When you think about it, you find it to be quite foolish to assume that you will be sent to do something you are incapable of doing, and yet, that is what we believe most of the time. If you truly are incapable of doing it, you will be made capable of it somehow.

My “unsurmountable” obstacle was the cost of the trip. Though it was not expensive at all, I did not have the money to afford it by myself. So I went to my parents for help. They did not have the money either. For a moment I thought my calling was a mere illusion, a product of my imagination. It seemed easier to quit. But the voice that called me was ever louder and was now asking for trust. For some reason, fund raising never occurred to me to be an option. Asking people for money seemed humiliating and out of place. And yet, it was part of my preparation for this mission and only until later did I understand this. If I was to serve the poorest of the poor, I was to be humble. What better way to do this than by swallowing my pride and asking others for help? All I can say is that it worked.

And so, some days later, I found myself walking out of Norman Manley International Airport where we were greeted by a gentle Caribbean breeze and by Brother Gabriel, who was there to pick us up.

martes, 2 de marzo de 2010

Una defensa del matrimonio desde la Fe / A defense of marriage through the Faith

Muchas veces me he preguntado el por qué del odio de la civilización occidental moderna contra la familia y contra su fundamento, la institución matrimonial. Si el matrimonio tradicional es, como muchos sostienen, una institución moribunda, un vestigio de un pasado supersticioso, entonces, ¿por qué la agresividad en su contra? Si esto fuera cierto, no habría necesidad de atacarlo pues bastaría con dejarlo morir. Esto sólo puede significar que el matrimonio aún representa una fuerza viva y activa y es por eso que se le ataca constantemente. No es que esté muriendo, sino que se le quiere matar. La pregunta es: ¿por qué?

Ya he intentado responder esta pregunta en el pasado. Sin embargo, siempre lo he hecho desde la perspectiva humana, desde el punto de vista de las ideas, de la cultura y de la historia. Me parece que mi respuesta, aunque cierta, es aún incompleta. Hillaire Belloc sostenía que los grandes acontecimientos humanos se desenvuelven en dos planos: el propiamente humano o histórico (que podemos estudiar “científicamente”) y el plano espiritual que es, según sus propias palabras, donde “obran el Cielo y el Infierno”. Ambos planos se relacionan estrechamente y lo que vemos en el plano humano es resultado de lo que pasa en el plano espiritual. Así como el cuerpo humano manifiesta la voluntad y los movimientos del alma (y esas manifestaciones físicas las podemos estudiar desde la biología), el plano histórico vuelve visibles los hechos del plano espiritual. Son dos órdenes distintos que se entrelazan continuamente. Para poder entender la realidad a plenitud, necesitamos entender lo que está sucediendo en ambos planos. Esto no siempre es posible pues el plano espiritual permanece oculto a nuestros sentidos. Aún así, podemos deducir algo a partir de lo que sí podemos ver.

Ya hemos visto las causas y movimientos humanos que se oponen al matrimonio, de dónde vienen y las consecuencias que han traído. Ahora, ¿cuáles son las “raíces espirituales” que “aunque permanecen ocultas” (son palabras de Belloc), podemos, quizá, intuir? ¿En qué parte de la eterna batalla entre Cielo e Infierno encaja el matrimonio, que hace que se busque con tanto empeño su destrucción? No sé a ciencia cierta la respuesta a esta pregunta. Sin embargo, quisiera delinear una posible respuesta que pueda incitar a otros a pensar sobre el asunto.

El asunto lo podemos resumir de la siguiente manera: el matrimonio humano es una imagen del amor divino. Es una analogía (en el sentido teológico, no literario) del amor entre las Tres Personas Divinas, del amor de Dios hacia cada uno de nosotros (como lo señalaba San Juan de la Cruz), pero, sobre todo, del amor de Cristo hacia su Iglesia. No es que el amor divino imite al amor conyugal, sino que el amor conyugal busca imitar al amor divino. Por tanto, el matrimonio y el amor conyugal son el punto de partida para que nos elevemos al entendimiento, en forma limitada y acorde con nuestras capacidades, del amor de Dios. Es una analogía en el sentido teológico porque es un símbolo material que apunta a una realidad sobrenatural. Lo necesitamos para poder descubrir en él una verdad que trasciende nuestros sentidos.

Esta es, a mi parecer, una de las causas de que el enemigo busque destruir el matrimonio. El matrimonio es una especie de puente que nos lleva de la realidad del amor humano a la (aún más real) realidad del amor de Dios. En la mente del enemigo, la destrucción de ese puente implica que no podamos alcanzar el amor divino. Es parte de su estrategia derribarlo. Esto, claro está, no nos cortaría por completo del amor de Dios, dado que Él puede alcanzarnos de infinidad de maneras distintas. Sin embargo, es importante proteger este camino por el que tantos pueden alcanzar a Dios, acorde con su plan desde el principio.

Ahora bien, creo que hay otra causa aún más profunda y sutil de este ataque permanente contra el matrimonio. Si se le distorsiona hasta el punto de que seamos incapaces de entender que el matrimonio es un acto de auto-entrega, ¿cómo podremos entender el supremo acto de auto-entrega que fue la muerte de Cristo en la cruz? El misterio de la Cruz es el arquetipo (el modelo) del amor conyugal pues es su realización más perfecta. Ahí Cristo se entrega a su Iglesia de la forma en que un hombre se debe entregar a su mujer. Por eso San Pablo, al hablar del sacramento del matrimonio, lo refiere a Cristo y a su Iglesia (Efesios, capítulo 5, versículo 32). Por tanto, la guerra contra el matrimonio es en realidad, en el plano espiritual, la guerra contra la Cruz.

Estos misterios de nuestra Fe rebasan nuestro entendimiento y requieren de algo que nos ayude a comprenderlos. Necesitamos una imagen. Este es el propósito del matrimonio. Si esa imagen se distorsiona hasta que parece algo distinto, ya no apunta hacia una realidad sino hacia una mentira. Muchos siguen esta imagen alterada y se encuentran extraviados. Esta imagen ha sido corrompida a tal grado que ha dejado de tener, para muchos, significado alguno. En consecuencia, no ven nada malo en el hecho de alterarla más o, incluso, en deshacerse de ella por completo. No creo que estén plenamente conscientes de lo que hacen, ni creo que lo hagan con malas intenciones. Aún así, deben ser detenidos. Es el deber de todo católico defender el matrimonio pues, al defenderlo, defendemos la Cruz.



I have asked myself repeatedly about why Modern Western civilization has such hatred towards the family and its foundation, marriage. If traditional marriage is, as many uphold, a dying institution, a vestige of a superstitious past, then, why is there such aggressiveness against it? If this were true, there would be no need to attack it because it would be enough to let it die. This can only mean that marriage still represents a live and active force and that is why it is attacked constantly. It is not dying; it is trying to be killed. The question is, why?

I have tried to answer this question before. However, I have always done it from a human perspective, from the point of view of ideas, culture and history. I believe that my answer, though true, is yet incomplete. Hillaire Belloc used to say that great human events took place in two distinct planes: the human or historical plane (which we can study “scientifically”) and the spiritual plane, that is, according to his own words, where “Heaven and Hell are at work”. Both planes are closely related and what we see in the human plane is the result of what happens in the spiritual one. Just like the human body manifests the will and movements of the soul (and those physical manifestations can be studied by biology), the historical plane makes the realities of the spiritual plane visible. We are talking about two different orders that interweave continuously. To be able to comprehend reality in its fullness, we need to understand what is happening on both planes. This is not always possible because the spiritual plane remains hidden to our senses. Even so, we can deduce some things from what we are able to see.

We have already seen the causes and human movements that oppose marriage, where they come from and their consequences. Now, what are the “spiritual roots” that “though hidden to us” (these are Belloc’s words) we can, perhaps, intuit? In which place in the eternal battle between Heaven and Hell does marriage fit, that it is so vigorously sought to be destroyed? I do not have a definitive answer to this question. I wish, however, to sketch a possible answer that might incite others to think about the matter.

The issue can be synthesized as follows: human marriage is an image of divine love. It is an analogy (in the theological sense, not the literary one) of the love between the Three Divine Persons, of the love of God towards each one of us (as Saint John of the Cross pointed out), but, above all, of the love of Christ towards His Church. It is not that divine love imitates conjugal love, but rather, that conjugal love wants to imitate divine love. Hence, marriage and conjugal love are the starting point from which we can be elevated to an understanding, in a limited way according to our capabilities, of God's love. It is an analogy in the theological sense because it is a material symbol that points to a supernatural reality. We need it in order to discover a truth that transcends our senses.

This is, I believe, one of the causes of the enemy wanting to destroy marriage. Marriage is a sort of bridge that helps us go from the reality of human love to the (even more real) reality of God's love. In the enemy's mind, if this bridge is destroyed then we will be unable to reach divine love. It is strategic for him to bring it down. This would, of course, not cut us off from God, since He can reach down to us in many other ways. However, it is true that this very important path must be protected in order to help a majority of people reach God through it, which was His intended plan from the beginning.

Now, I believe there is an even deeper and more subtle cause of the permanent attack on marriage. If marriage is distorted to the point that we are incapable of understanding it as an act of self-giving, how will we be able to understand that supreme act of self-giving that was Christ's death on the Cross? The mystery of the Cross is meant to be the archetype (the model) of conjugal love since it is its most perfect realization. It is there that Christ gives Himself to His Church in the way that a man is supposed to give himself to his wife. That is why Saint Paul, when speaking of the sacrament of marriage, refers it to Christ and His Church (Efesians, chapter 5, verse 32). Hence, the war against marriage, in the spiritual realm, is truly a war against the Cross.

These mysteries of our Faith go beyond our understanding and require something which will help us grasp them. We need an image. That is marriage's purpose. If that image is distorted to seem something which it is not, then it will no longer be pointing towards a reality, but towards a lie. So many people today follow this altered image and are led astray. This image has been corrupted to such an extent that it has become, for many, devoid of meaning. As a consequence, they see no harm in altering it even more or in ridding the world of it entirely. I do not think they are aware of what they are doing and they probably do not do it with evil intentions, yet, they must be stopped. It is the duty of all Catholics to defend marriage because, by defending it, we are defending the Cross.