Kingston es la capital de Jamaica. Es una ciudad pequeña, con pocos edificios altos en la zona del centro. Está localizada en la costa sureste de la isla, protegida por la bahía homónima, una bahía grande en la que se encuentran los principales puertos de Jamaica. La bahía está limitada, al sur, por una delgada extensión de tierra conocida como Palisadoes spit, que abarca casi toda la extensión de la bahía, dejando un pequeño espacio para que puedan ingresar barcos. El aeropuerto Norman Manley se encuentra en un extremo de esta extensión de tierra. El descenso hacia el aeropuerto le brinda al visitante una hermosa vista de la bahía, con Kingston visible del lado izquierdo. Nuestro descenso vino acompañado no sólo por un bello paisaje, sino también por una buena sacudida por el mal clima. El aterrizaje fue violento pues la pista es muy corta y el piloto tuvo que frenar con fuerza en cuanto tocamos el suelo. Esto, sin embargo, no fue nada comparado con lo que íbamos a experimentar al enfrentar las habilidades de manejo de los jamaicanos.
La primera cosa que ves al salir del aeropuerto de Kingston, es un anuncio espectacular con una cara que después verás con familiaridad pues la encuentras por toda la ciudad: la de Usain Bolt. Lo puedes ver en anuncios de todo tipo de compañías, desde Gatorade hasta Digicel (compañía de telefonía celular jamaicana). Lo ves pintado en paredes de edificios abandonados, junto con Bob Marley y otros personajes importantes de la historia de Jamaica. El hombre más rápido del mundo es honrado y reverenciado por todos, es un héroe nacional. Publicidad de todo tipo se encuentra a lo largo y ancho de Kingston. La presencia de tantos anuncios demandándole a la gente que compre cosas contrasta agudamente con la pobreza de la isla. Ofrecerle a esta gente una falsa felicidad que consiste en adquirir un celular o en usar cierta marca de productos cuando apenas tienen suficiente para comer es especialmente odioso al atravesar los barrios bajos. Eso habla de la cruel indiferencia de los poderes económicos reinantes hacia los pobres.
Lo segundo que probablemente notarás es que los jamaicanos manejan en el lado opuesto de la calle. Y que son terribles conductores. Al menos esa es la imagen que te dejan cuando estás saliendo del aeropuerto. Manejan como si no existieran los carriles. La única forma de rebasar a otro es tocando el claxon para que se quite de enfrente y que puedan pasar rozando al coche de al lado. Quizá esté exagerando en este tema, pero viajar en la parte trasera de un camión te expone mucho más a los peligros del camino y así es como viajamos la semana completa.
Para entrar a la ciudad, uno debe manejar alrededor de la bahía. Este viaje me dejó una primera impresión de las realidades que íbamos a encontrar en los días siguientes. Jamaica es un país de abundantes riquezas naturales, pero de igualmente abundantes miserias humanas. Al atravesar las Palisadoes, puedes disfrutar de la belleza del Mar Caribe, con sus claras aguas bañando ambos lados de la carretera. Cuando llegas a tierra firme, aún puedes deleitarte con la belleza de la bahía a tu izquierda y con la majestuosidad de las montañas Azules a tu derecha. Quizá sea la belleza de estas vistas la que haga que la pobreza de las casas que encuentras en el camino resalte más. Casi no tienes tiempo de analizar esto, pues pronto esa hilera de casas cede paso a la zona industrial de Kingston, en la que se encuentras un par de fábricas. Pasar junto a estas fábricas te deja una extraña sensación que te lleva a reflexionar sobre la realidad del Tercer Mundo. Estas fábricas viejas son un símbolo de esta realidad. Los barcos viejos que ves en la bahía son igualmente simbólicos. Todos tienen al menos cuarenta o cincuenta años de existencia y parecen comunicar sentimientos, casi como si no fueran simples edificios o barcos, sino personas. Parecen estar gimiendo de fatiga bajo el peso de su trabajo. Parecen estar obligados a trabajar más intensamente cada día, intentando que este pequeño parque industrial dé alcance a la industria del mundo desarrollado. Parecen exhaustos, como si hubieran alcanzado el límite de sus fuerzas. No sé que sea lo que cause que uno sienta esto. Quizá sea la angustia de los trabajadores que se ha impregnado en las paredes y el aire, de forma que uno la percibe al pasar por ahí. Lo único que sé es que, a medida que pase el tiempo, la distancia entre ellos y el mundo desarrollado sólo aumentará. Las fábricas mismas parecen intuir que esto es lo que sucederá. Parecen transmitir un sentimiento de desesperanza.
También me pareció simbólico que los edificios más altos de Kingston sean sede de las oficinas corporativas de los grandes bancos. El poder económico se alza a las alturas, lejos del resto de la población, proyectando su sombra sobre la ciudad (y probablemente el país entero). A sus pies, como el pobre Lázaro yacía a los pies del hombre rico en el Evangelio, yacen los barrios bajos. La “mano invisible” no ha distribuido las riquezas aquí. Se las ha guardado.
Los barrios son difíciles de describir pues es difícil creer que una civilización que se llame humana pueda tener a gente viviendo en semejantes lugares. Algunos vecindarios parecen zonas de guerra. Edificios viejos, en ruinas, hospedan a gente que no tiene otro lugar para vivir, entre ventanas rotas y techos caídos. A través de estas ventanas con vidrios rotos, puedes ver a niños y niñas asomando sus cabezas, viendo hacia la calle. Junto a las entradas, con puertas precariamente sostenidas por sus bisagras, uno ve a ancianas sentadas mirando a la gente pasar. Otras áreas están llenas de casas improvisadas, construidas con cualquier material que los dueños pudieran encontrar. La mezcla de materiales, todos provenientes de distintas fuentes, hace que estas casas tengan multitud de colores, los cuales, sin embargo, han perdido su brillo y no ayudan a disminuir el sentimiento de pesadumbre que prevalece. Cuando uno nota que la mayoría de estas chozas están construidas con madera vieja y sin tratamiento alguno, uno tiembla al pensar en la posibilidad de que estalle un incendio, algo que ya ha ocurrido en el pasado. Luego tienes la basura, basura por todos lados. Montones de basura se encuentran apilados en las banquetas, obligando a la gente a caminar a través de ellos y muy probablemente hospedando a ratas y demás pestes. Las tiendas y negocios están todos enrejados, protegiendo a sus dueños y sus mercancías de robos, aunque para ello deban también pagar por protección de parte de las pandillas que dominan las calles. En cada esquina encuentras a vendedores callejeros, tratando de ganarse el pan de cada día, ofreciendo todo tipo de productos. El olor de la ganja (marihuana) siempre está presente, así como las rastas y el sonido del reggae. Los alegres ritmos y melodías del reggae no bastan para aligerar el ánimo del lugar. Aún así, en este lugar tan deprimente uno puede encontrar rastros de alegría que te recuerdan la humanidad de los que ahí viven. Mientras observábamos a la gente que paseaba por las calles, sorprendidos por nuestro primer contacto con semejante miseria, podíamos verlos mirándonos divertidos por la ridícula visión que ofrecíamos. Algunos incluso reían. ¿Cómo no iban a hacerlo si lo que veían eran once hombres blancos enjaulados en la parte trasera de un camión para ganado?
Kingston City is the capital of Jamaica. It is a small city, with a few tall buildings in the downtown area. It is located in the Southeast coast of the island, protected by Kingston Harbor, a large natural harbor which houses Jamaica's most important ports. The harbor is bordered, to the South, by a thin but long stretch of land known as the Palisadoes spit, which extends across most of the harbor, leaving only a small entrance for ships. Norman Manley airport is located on the end of this stretch of land. The descent into the airport gives the visitor a beautiful view of the whole harbor, with Kingston City seen far off to the left. Our descent was accompanied not only with this breathtaking sight, but also with some rough weather which shook us all. The landing was quite violent because the runway is rather short, so the pilot had to hit the brakes as soon as we touched the ground to slow us down. This, however, was nothing compared to what we were going to experience while confronted with the driving skills of the Jamaicans.
The first thing you see as you walk out of Kingston's airport is a billboard with a face that will become very familiar to you since it is seen all over the city: that of Usain Bolt. He is seen in advertisements for all sorts of companies, from Gatorade to Digicel (a cellular phone company from Jamaica). He can be found painted on the walls of abandoned buildings, together with Bob Marley and other important historical Jamaican heroes. The fastest man in the world is honored and revered by all Jamaicans, he is a national hero. Publicity and advertisements of all kinds can be found all over Kingston. The presence of so many billboards and advertisements inducing people to buy things stands in stark contrast with the poverty of the island. To offer these people a false happiness obtained by acquiring a cell phone or by using a certain brand of products when they hardly have enough to eat seems especially odious while driving through the slums. It speaks of a cruel indifference of the reigning economic powers towards the poor.
The second thing you will probably notice is that Jamaicans drive on the other side of the road. And that they are very bad drivers. At least that is the concept of Jamaican driving that you get while leaving the airport. Jamaicans drive as if lanes did not exist. The only way of passing someone is by honking at him to get out of the way and squeezing past him. I might be exaggerating about Jamaican driving, but riding in the back of a truck exposes you more to the dangers of the road, and that is what we did all week long. So you must forgive me for this exaggeration.
To enter the city, one must drive all around the harbor. This drive gave me my first impression of the realities that we were to witness in the following days. Jamaica is a country of abundant natural riches but of equally abundant human misery. While driving across the Palisadoes, you have the beauty of the Caribbean Sea, with its light blue waters bathing the shores on both sides of the road. When you reach the mainland, you can still enjoy the view of the harbor on your left, and the majesty of the Blue Mountains on your right. Perhaps it is the beauty of this scenery which makes the impoverished houses you see on the way stand out more noticeably than if they stood in a less attractive place. You cannot meditate on this long enough since this row of houses soon gives way to the industrial part of Kingston, where a few large factories stand. Passing by these old factories leaves you with a strange sensation which leads you to think about the reality of the Third World. These old factories stand as a symbol of this reality. The old ships that are seen out in the harbor do that as well. They are all at least forty or fifty years old and they seem to communicate feelings almost as if they were not buildings or boats, but people. They seem to be groaning of fatigue under the weight of their labor. They seem to be pressed to work harder and harder as this small and obsolete industrial park tries to catch up with the industry of the developed world. They seem exhausted, as if they had reached the limit of their own strength. I do not know what causes one to feel this sensation. Maybe the anguish of the workers there has impregnated the walls and the air so that one can perceive it while passing by. All I know is that as time goes by, the distance between them and the developed world will only increase. The factories themselves seem capable of intuiting that this is what will happen. They transmit a feeling of despair.
I thought it also symbolic that the tallest buildings in downtown Kingston are the corporate offices of the major banks. The economical powers stand high above the ground, away from the rest of the population, casting their shadow over the city (and probably, the whole country). At their feet, like poor Lazarus lying at the feet of the rich man from the Gospel, lie the slums. The “invisible hand” has not distributed riches here. It has kept them for itself.
The slums are hard to describe because it is hard to believe that a civilization which calls itself human could have people living in such places. Some neighborhoods seem like war torn areas. Old buildings, partially in ruins, house people who have nowhere else to live, among broken windows and fallen ceilings. Through these glassless windows you can see children peeping their heads out, looking down on the street. Next to the doorways, where doors precariously stand on their hinges, you see old ladies sitting and looking at people walk by. Other areas are filled with improvised houses, built with whatever material the owners could find. The mixture of different materials, all from different sources, make these houses have all sorts of colors which, however, have lost their brightness and do not help to diminish the prevailing gloomy feeling. When one notices that they are mainly made out of old, untreated wood, one shivers at the thought of a fire breaking out, something which has happened many times in the past. Then you have garbage, which is found everywhere. Piles of trash are stacked on the sidewalks forcing people to walk through them and probably housing rats and all other sorts of pests. Shops and businesses have gates to protect the owners and their merchandise from being stolen, though for that they must also pay for protection from the gangs that rule the streets. On each corner you see street vendors trying to earn their daily bread by selling all sorts of products. The stench of ganja (marijuana) is ever present, as well as dreadlocks, and, of course, the sound of reggae music playing in someone's home. The happy rhythms and beats of reggae are not enough to brighten the mood of the place. And yet, traces of happiness can be found even in this dreadful place, reminding us of the humanity of its inhabitants. As we stared at the people out on the streets, our eyes wide open at our first contact with this poverty, we could see them staring back at us, amused at the ridiculous sight we offered to them. Some would even laugh. And why wouldn't they, if they were looking at eleven white men locked in a cage in the back of a cattle truck?
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