La única forma en que se puede combatir la pobreza eficazmente es trabajando de la mano con los pobres. Esto va mucho más allá del “no darles un pescado sino enseñarles a pescar”, el cual se usa muchas veces como una excusa para no dar de lo que nosotros tenemos. Lo que se debe hacer es entender la realidad que viven los pobres y encontrar, junto con ellos, la solución a sus problemas. La solución no puede venir de personas externas que creen tener todas las respuestas (cuando en realidad no tienen ninguna), sino de los pobres mismos. Pretender imponer desde afuera formas de pensamiento o de organización atenta contra la dignidad de los pobres porque no los toma en cuenta, sino que los considera menores de edad incapaces de superar su condición.
Por eso las políticas demográficas que Occidente busca imponer a los países subdesarrollados son tan inhumanas. En lugar de intentar sacar a estos países y a su gente de la pobreza, los sume más en ella al quitarles lo más valioso que tienen: su capital humano. Su objetivo no es sacar a la gente de la pobreza sino exterminar a los pobres. Esto, claro está, lo justifican con un falso sentimiento de piedad hacia el pobre que es más bien un sentimiento de lástima.
El principal argumento para defender estas políticas anti-natalistas sostiene que la sobrepoblación trae consigo una presión demasiado grande sobre un sistema económico poco desarrollado (como si la economía fuera más importante que los seres humanos) y que, por tanto, hay que hacer que los pobres tengan menos hijos para que la economía pueda crecer. Este argumento tiene sentido desde el punto de vista de los países ricos en los que tener hijos es visto como una carga adicional o como un gasto más. Sin embargo, desde el punto de vista de la gente pobre, un hijo generalmente representa una esperanza. Pero, para poder entender eso, es necesario convivir con la gente pobre y ver lo que sus hijos son para ellos. Creer que porque somos más “educados” o más “avanzados” tenemos derecho a robarles la poca esperanza que les pueda quedar es una muestra del desprecio que realmente se tiene hacia el pobre.
No sé qué clase de estupidez aqueja a Occidente que busca exportar políticas que han demostrado ser ineficaces. Las políticas poblacionales que se impusieron en Latinoamérica desde los años sesenta no hicieron nada para aliviar la pobreza de la región. El demandarle a ciertos países pobres implementar políticas que atentan contra su población a cambio de apoyo económico es simplemente una forma moderna de esclavitud. Los mantiene en un estado de eterna dependencia en el cual pueden ser explotados indeterminadamente.
Pocas personas han alzado la voz para denunciar estos atropellos como lo han hecho, en días pasados, los obispos de África, reunidos en el Segundo Sínodo de los Obispos Africanos. Sus exigencias son claras: ayuda sin imposiciones culturales extranjeras, con pleno respeto hacia lo que son y hacia lo que creen. El “imperialismo cultural” de Occidente sólo representa una nueva esclavitud a la cual se pretende someter a la gente de África. Me parece muy acertada la afirmación del Cardenal Théodore-Adrien Sarr, obispo de Dakar, Senegal, al exhortar a que “los pueblos occidentales desechen la idea de que todo lo que creen y hacen se debe convertir en regla en el mundo”. Considerar que lo que creemos y hacemos en Occidente es lo mejor para los demás, viendo los resultados tan desastrosos que estamos teniendo, me parece una locura.
Quizá lo que necesitamos es aprender de aquellos pueblos y personas pobres. El día en que veamos a los pobres como sujetos poseedores de una dignidad, es decir, el día en que realmente escuchemos lo que tienen que decir, ese día estaremos realmente trabajando por acabar con la pobreza.
The inhumanity of demographic policies
The only way in which poverty can be fought effectively is by working hand with hand with the poor. This goes beyond “not giving a fish, but rather teaching them how to fish”, which we usually use as an excuse to not share what we have. What we have to do is to understand the reality that poor people live and to find, together with them, a solution. The solution can not come from external people who believe they have all the answers (which they usually don't have), but from the poor themselves. Trying to impose forms of thought or of organization goes against the dignity of the poor because not only does it not take them into account, but because it considers them minors incapable of overcoming their own condition.
That's why the demographic policies that the West seeks to impose on underdeveloped countries are so inhuman. Instead of pulling these countries and their people out of poverty, they push them deeper into it by taking away their most valuable asset: their human capital. Their objective is not to bring people out of poverty but to exterminate the poor. This, of course, they try to justify with a false sentiment of mercy, or, better said, a false sentiment of pity.
The main argument in defense of anti-natalist policies says that overpopulation brings with it a large pressure on a weak economical system (as if the economy were more important than human beings) and that, if the poor have less children, the economy will be able to grow in a more efficient way. This makes sense from the perspective of rich countries where children are seen as an extra burden or extra cost. But, from the point of view of the poor, offspring represent a hope. In order to understand that, you need to spend some time with the poor so you can actually see and learn what children mean to them. Believing that because we are more “educated” or “advanced” we have the right to steal from them the few hope they still have is just proof of the disdain that really exists towards the poor. Thinking that you understand what poverty is because you feel touched by the images of starving children while watching you high definition TV is nonsense.
I don't know what kind of stupidity affects the West that it seeks to export policies that have been proven ineffective. The population-control policies that were imposed in Latin America in the sixties did nothing to alleviate poverty in the region. Demanding poor countries to implement policies that go against their own people in exchange for economical help is simply a modern form of slavery. Those policies maintain those countries in a state of eternal dependency in which they can easily be exploited.
Few people have lifted their voices to denounce those abuses as the African Bishops, gathered in the Second Synod of African Bishops, have done in the past days. Their demands are clear: they want help without foreign cultural impositions, they want absolute respect for what they are and for what they believe in. They see the “cultural imperialism” of the West (in the form of gender ideology, abortion, sexual education) as the new slavery to which the African people are being subject to. Cardinal Théodore-Adrien Sarr of Senegal asks that “the western peoples should get rid of the idea that all that they believe and do should be the norm for the whole world”. Thinking that what we have been doing in the West, despite the disastrous results we've had, is the best thing for everybody just seems like madness.
Maybe what we need is to listen and learn from the poor. When we start seeing them as people with a dignity, that is, when we start listening to what they have to say and try to understand their reality, then we'll be on the right path to ending poverty.
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