Hoy en la mañana se celebró la Misa de dedicación del nuevo templo de San Miguel Arcángel en Auburn, Alabama. La Misa estuvo presidida por el Arzobispo de la Arquidiócesis de Mobile, Thomas Rodi. A la mitad de la ceremonia, recordé una entrada que había publicado el Padre Fortea en su blog (un blog infinitamente más inteligente, ingenioso y gracioso que el mío) acerca de sus pensamientos, sentimientos y, en general, de su experiencia al celebrar Misa en la basílica de San Juan de Letrán, en Roma, justo en el día de la fiesta de la dedicación de la misma (9 de noviembre).
A mi siempre me pareció muy raro que se celebrara la dedicación de esta basílica, a pesar de que es poseedora del título Omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput (madre y cabeza de toda las iglesias de la ciudad de Roma y de toda la tierra) y de que es la sede del obispo de Roma. Fue hasta recientemente que aprendí que se celebra porque este templo fue el primer templo importante de la Cristiandad, con todo lo que ello significa. Fue donado por el emperador Constantino al proclamar al cristianismo legal en todo el Imperio Romano. Es decir, con la donación de este templo, se dio fin a la época de la clandestinidad de la Iglesia y de las persecuciones por los romanos. Representa, pues, el triunfo del Cristianismo sobre el paganismo.
Esto sucedió en el siglo IV de nuestra era, justo después de la persecución decretada por el emperador Diocleciano. Las palabras del Padre Fortea, que buscan ser un eco de lo que debieron haber sentido los cristianos de aquella época, resonaron en mi cabeza hoy en la mañana mientras entrábamos, en comunidad, a nuestro nuevo templo:
“Al entrar yo en la basílica, no podía dejar de imaginar cómo debía ser aquella basílica del tiempo de Constantino. ¿Qué tipos de cambios harían? ¡Un inmenso templo para el culto a Dios!, así lo debieron ver. La alegría de aquella comunidad debió ser inmensa. No me era difícil imaginar con qué ilusión hubieron de trabajar todos, recién salidos de las persecuciones. Aquello les debió parecer un sueño.”
En el momento en que el arzobispo ungía con aceite el altar y el coro elevaba sus voces de la misma forma en que el incienso se elevaba hacia el cielo, me vi transportado, por un instante, a otra época. No era ya el arzobispo Rodi sino el papa Silvestre I el que ungía el altar. No estaba ya en el año 2009 sino en el 324, rodeado de los cristianos recién salidos de las catacumbas. Por unos segundos pude sentir, con toda su fuerza, la universalidad de la Iglesia en el plano temporal. Pronto recordé, sin embargo, que no me encontraba en la Roma imperial, sino en un pequeño pueblo universitario del sur de Estados Unidos.
This morning the dedication Mass for the new church building for St. Michael the Archangel Catholic Church in Auburn, Alabama, took place. The Mass was presided by the Archbishop of the Archdiocese of Mobile, Thomas Rodi. In the middle of the ceremony, I remembered a post from Father Fortea's Blog (a blog infinitely more intelligent, clever and funny than mine, though, unfortunately, only available in Spanish) about his thoughts, feelings and experiences while celebrating Mass at the basilica of Saint John Lateran in Rome, on the feast day of its dedication (November 9th).
I always found it kind of weird that we should celebrate the dedication of this basilica, though it has the title of Omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput (Mother and head of all the churches of Rome and the world) and is the official seat of the Bishop of Rome. Until recently did I learn that it is celebrated because this was the first major temple of Christianity, with all that that implies. It was donated by emperor Constantine when he proclaimed Christianity to be legal in all the Roman Empire. With this donation, the age of clandestinity and persecution of the Church came to an end. It represents, therefore, the triumph of Christianity over paganism.
This happened in the fourth century, just after the persecution instated by emperor Diocletian was over. Father Fortea's words, which seek to be an echo of what the Christians of the time must have felt, rang thru my head this morning, as we walked into our new temple as a community:
“When I entered the basilica, I couldn't stop imagining what it must have been in the times of Constantine. What kind of changes would they make? Such an enormous temple to worship God! That's how they must have seen it. The joy of that community must have been immense. It wasn't hard to imagine how hard they must have all worked, as soon as the persecutions stopped. It must have seemed like a dream.”
At the moment in which the archbishop anointed the altar with oil and the members of the choir raised their voices in the same way in which the incense was rising towards heaven, I saw myself transported, for just an instant, to another time. It was no longer archbishop Rodi who was anointing the altar but pope Sylvester I. I was no longer in the year 2009 but in 324, surrounded by the Christians who had just walked out of the catacombs. For a few seconds I could feel, in all it's strength, the universality of the Church in the temporal plane. However, I soon remembered that I was not in imperial Rome, but in a small college town in the United States.
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