martes, 25 de octubre de 2011

Dios y el Problema del Sufrimiento (parte 1) / God and the Problem of Suffering (part 1)

Una de las pocas cosas de las que podemos estar seguros es de que, en esta vida, tarde o temprano vamos a sufrir. La humanidad siempre se ha cuestionado cuál es el sentido o propósito del sufrimiento. Muchos han intentado usar la realidad del sufrimiento como un argumento para probar que Dios no existe. El argumento generalmente es de esta forma: un Dios infinitamente amoroso, que todo lo sabe y que todo lo puede no permitiría que sus criaturas sufrieran. En el mundo, vemos sufrimiento por todos lados, incluso vemos a gente “buena” sufrir, por tanto, Dios no puede existir. 

Aunque parece un argumento convincente, sólo lo es desde un punto de vista emocional. Con esto quiero decir que apela a nuestras emociones, a nuestro rechazo innato al sufrimiento pero no a nuestra razón. “Sentimos” que el sufrimiento es injusto, sobre todo cuando una persona buena es la que sufre. Sin embargo, racionalmente, este argumento es insostenible tal como es presentado. Asume como ciertas demasiadas cosas que no son necesariamente ciertas. Permítanme explicar esto más claramente. Este argumento usa un procedimiento lógico conocido como reductio ad absurdum, que significa, en Latín “reducción a un absurdo.” El procedimiento funciona de la siguiente manera: se asumen como ciertas una serie de premisas y éstas son llevadas a su conclusión lógica. Si la conclusión es absurda, entonces has demostrado que las premisas son falsas. En este caso específico, asumimos que un Dios amoroso, omnisciente y todopoderoso existe y llevamos esa premisa a su conclusión lógica. Si ésta resulta en un absurdo, habremos probado que tal Dios no existe. 

Ahora bien, el problema con este argumento contra la existencia de Dios es que la conclusión lógica que propone no es la verdadera conclusión lógica que se deriva de la premisa. Esto es, si tal Dios existe (como asumimos por hipótesis), no le sigue lógicamente que no habría ningún sufrimiento en el mundo. Decir que si Dios existe es imposible que haya sufrimiento en el mundo es afirmar algo sobre las acciones de Dios que está infinitamente más allá de lo que podemos decir sobre Él. Si, por hipótesis, decimos que Dios todo lo sabe, entonces simplemente no podemos cuestionar sus acciones y decisiones pues nosotros no somos omniscientes. Si Dios en realidad es omnisciente, ¿cómo podemos decir que algo que Él hace (o permite que suceda) no está en concordancia con su sabiduría infinita, una sabiduría que está más allá de nuestro entendimiento? Si aceptamos esta hipótesis como verdadera, entonces la única conclusión lógica es que debemos quedarnos callados ante los actos de Dios. Esta verdad es mejor expresada en el libro de Job, un libro que trata precisamente del problema del sufrimiento. En ese libro, Job, cuya fidelidad está siendo probada por Dios mediante inmensos sufrimientos, levanta su voz en protesta, sólo para recibir la siguiente respuesta: “¿Quién es ese que oscurece mi designio con palabras desprovistas de sentido? ¡Ajústate el cinturón como un guerrero: yo te preguntaré, y tú me instruirás! ¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra? Indícalo, si eres capaz de entender. Quién fijó sus medidas? ¿Lo sabes acaso? ¿Quién tendió sobre ella la cuerda para medir?” Dios responde a nuestras suposiciones de lo que debe o no debe hacer mostrándonos qué tontas son. 

Aún hay más. Este argumento hace una serie de suposiciones sobre el sufrimiento que no son del todo ciertas. Asume que el sufrimiento es, necesariamente, algo malo. También asume que el sufrimiento no tiene sentido. Si éstas dos suposiciones fueran ciertas, tendríamos mejores elementos para afirmar que un Dios bueno que lo permite no puede existir. Pero no son ciertas. Podemos descubrir esto si observamos más de cerca nuestra propia experiencia del sufrimiento. 

Hasta donde puedo ver, hay dos tipos de sufrimiento, por lo menos desde la perspectiva de qué tan dispuestos estamos a soportarlo. Uno es causado por la falta o ausencia de algo que necesitamos o deseamos. Una persona pobre sufre por la ausencia de dinero para satisfacer sus necesidades materiales; una persona enferma sufre por la falta de salud; un amante sufre por la ausencia de su amada. Podemos llamar a este tipo de sufrimiento “malo” pues es causado por la ausencia de un “bien” y porque parece no tener ningún propósito. Éste es el tipo de sufrimiento que menos dispuestos estamos a soportar pues viene acompañado de un cierto sentimiento de inevitabilidad y, por lo mismo, nos parece más injusto. 

El segundo tipo de sufrimiento es el que padecemos para evitar un mal mayor o para obtener algo mejor. Un atleta sufre a través de su entrenamiento para poder disfrutar de la victoria; una persona herida sufre los dolores de la limpieza de sus heridas para evitar una infección; una mujer sufre los dolores del parto para poder darle vida a su hijo. Por lo general, es más fácil ver el propósito de este tipo de sufrimiento y, por ello, estamos más dispuestos a soportarlo. Podemos denominar a este sufrimiento “bueno” pues nos obtiene un bien o evita un mal. Podemos decir que es un sufrimiento purgativo o purificador. 

Estas dos formas de sufrimiento no están limitadas a nuestro tiempo en la tierra. Mientras que aquí no están claramente diferenciados, después de la muerte, se vuelven realmente un sufrimiento bueno y uno malo. El tipo malo es lo que llamamos el infierno. El sufrimiento en el infierno es causado por la ausencia de Dios, que es el bien último del hombre. Por tanto, el sufrimiento del infierno es el peor sufrimiento que podemos imaginar. Sin embargo, este sufrimiento no es causado por Dios, sino por el rechazo de Dios. Dios simplemente se somete a nuestro deseo de no estar con Él. En un acto de absoluta bondad, Él hace que nuestros deseos sean sus órdenes. El sufrimiento bueno es lo que llamamos Purgatorio. Ahí, el sufrimiento es purgativo. Remueve todas nuestras imperfecciones, todas las cicatrices causadas por el pecado para que seamos perfectos y capaces de la visión beatífica. El sufrimiento que se padece en el Purgatorio es tan intenso que supera cualquier sufrimiento que podamos soportar en esta vida, pero aún así es bueno. Por tanto, podemos concluir que no todo sufrimiento es malo. 

El primer tipo de sufrimiento aún deja abierta la pregunta de su propósito. Esa pregunta no ha sido resuelta aún. ¿Cuál es el propósito de las enfermedades, de los desastres naturales, de la pobreza, de la muerte? Como dije anteriormente, dado que Dios todo lo sabe y nosotros no, lo mejor sería que permaneciéramos en silencio y lo aceptáramos. Pero eso sólo significa que nosotros no podemos decir nada al respecto. ¿Qué tal si Dios mismo tuviera algo que decir? Esto es, ¿qué tal que Dios nos revela cuál es el propósito y significado del sufrimiento?

One of the few things of which we can be certain is that sooner or later in life we will have to suffer. Mankind has always questioned what the meaning or purpose of suffering is and has, at times, wondered if it even has a purpose. Many people have tried to use the reality of suffering as an argument to prove that God does not exist. The argument goes something like this: an all-loving, all-knowing and all-powerful God would not allow his beloved creatures to suffer. In the world we see immense suffering everywhere, and even “good” people suffer, therefore, God cannot exist. 

Even though it seems to be a very compelling argument, it is so only from an emotional standpoint. What I mean is that it appeals to our emotions, to our innate rejection of suffering and not to our reason. We “feel” that suffering is unjust, especially when it is a good person who has to suffer. Rationally, however, this argument cannot stand as it is presented. It assumes as true many things that are not necessarily true. Let me explain this more clearly. The logical procedure that this argument uses is called reductio ad absurdum, which is Latin for “reduction to an absurd.” This procedure works as follows: you assume a series of premises to be true and then you take them to their logical conclusions. If those conclusions are absurd, then you have proven that your premises are false. In this case, we assume that an all-loving, all-knowing and all-powerful God exists and if we take that premise to its logical conclusion and it results in an absurdity, then we will have proven that such a God does not exist. 

The problem with this argument is that the logical conclusions that it presents are not really the logical conclusions that you would derive from the premise. That is, if such a God does indeed exist (as we hypothesize), it does not follow logically that there would not be any suffering in the world. To say that if God exists then it is impossible for there to be any suffering is to make a statement about God’s actions that is way beyond any of us to make.If you are hypothesizing that God is all-knowing (as this argument does), then we simply cannot question His actions and decisions because we are not all-knowing. If God is indeed all-knowing then how can we say that anything He does (or allows to happen) is not according to His infinite wisdom, a wisdom that is beyond our understanding? If we accept the truth of the hypothesis, then the only logical conclusion is that we ought to be silent about God’s actions. This truth is best expressed in the book of Job, a book that deals precisely with the problem of suffering. In it, Job, who is being tested by God through suffering, raises his voice in protest, only to be answered with the following words: “Who is this that obscures divine plans with words of ignorance? Gird up your loins now, like a man; I will question you, and you tell me the answers! Where were you when I founded the earth? Tell me, if you have understanding. Who determined its size; do you know? Who stretched out the measuring line for it?” God’s response to our suppositions about what He should or should not do is to show us how foolish they are. 

There is more. This argument also makes a series of assumptions about suffering that are not entirely true. It assumes that suffering is, of necessity, something bad. It also assumes that suffering is meaningless. If these two were true, we would have better elements to say that a good god that allowed them cannot exist. But they are not true. We can discover this by looking closer at our own experiences of suffering. 

As far as I can tell, there are two kinds of suffering, at least from the point of view of how willingly we endure it. One is the kind caused by the lack or absence of something we need, or want, or desire. A poor person suffers because she lacks the money to satisfy her material needs; a sick person suffers because she lacks health; a lover suffers because of the absence of his beloved. We can call this kind of suffering “bad” because it is caused by the absence of a “good” and because it seems to not have a purpose at all. This is also a kind of suffering that we are least willing to go through because it has a certain sense of inevitability to it and therefore seems to us to be the most unjust. 

The second kind of suffering is the one we endure in order to avoid a greater evil or to obtain a greater good. An athlete suffers through a rigorous training so that he may enjoy the fruits of victory; a person who is wounded suffers the pains of cleaning his wounds to avoid an infection; a woman goes through the pains of labor to give birth to her child. Thepurpose of this type of suffering isoften easier to see and, therefore, we tend to more willingly accept it. We can refer to this suffering as a “good” kind of suffering because it avoids an evil or gains for us a good. We might say that it is an uplifting, purifying or purging type of suffering. 

These two forms of suffering are not limited to our time on earth. Whereas on earth they are not clearly differentiated, after death, they truly become a good and a bad suffering. The bad kind is what we call Hell. In Hell there is suffering caused by the absence of God, who is the ultimate need of any man. Hence, the suffering in hell is the worst suffering we can imagine. This bad suffering is not, however, caused by God but by our rejection of God. God simply submits to our desire to not be with Him. In an absolute act of goodness, He makes our wishes his commands. The good kind of suffering is what we call Purgatory. The suffering in purgatory is a purging (hence the name) or purifying form of suffering. It removes all our imperfections, all the scars caused by sin, so that we may become perfect and capable of the beatific vision. The suffering in purgatory is so great that it is beyond anything we can suffer in this life, but it is still good. And so, we have shown that not all suffering is bad. 

But the first kind of suffering still leaves the question of its purpose open. That question has not yet been answered. What is the purpose of sickness, of natural disasters, of poverty, of death? As I said before, since God is all-knowing and we are not, we would do best to remain silent and simply accept it. But this only means that we are the ones who cannot say anything about it. What if God Himself had something to say? That is, what if God reveals to us what the purpose and meaning of suffering is?

lunes, 29 de agosto de 2011

JMJ en unas cuantas fotos / WYD in a few pictures

Si se habían estado preguntando por qué no había publicado nada en las últimas semanas, es porque estaba en la bellísima España para la Jornada Mundial de la Juventud. He aquí unas fotos y un video.

In case you were wondering why I haven't posted anything in the past weeks, it's because I was in beautiful Spain for World Youth Day!  Here are some pictures and a video!

Ésta es la Real Abadía de San Julián de Samos, donde nos hospedamos una semana para la Conferencia Internacional de FOCUS.

This is the Abbey of Saint Julian of Samos where we stayed for a week while attending FOCUS International Conference.


Ésta es la fachada de la iglesia principal del monasterio.

This is the facade of the main church of the monastery.

El claustro antiguo, construido en el siglo XII.  En esta parte del monasterio aún viven los monjes benedictinos.

The old cloister, built in the twelfth century.  This is where the Benedictine monks actually live.

El río Sarria, que corre junto al monasterio.

The Sarria river that runs next to the monastery.

Éste es uno de los pasillos del monasterio.  Los murales muestran escenas de la vida de San Benito.

This is one of the corridors of the monastery.  The murals show the life of St. Benedict.

El claustro nuevo, construído en el siglo XV.  Nosotros nos hospedamos en esta parte del monasterio.

The new cloister, built in the fifteenth century.  We stayed on this side of the monastery.

La iglesia principal.

The main church.

Caminando el Camino de Santiago.

Walking on the Way of St. James.

La tumba de Santiago Apóstol en la catedral de Santiago de Compostela.

The tomb of St. James the Apostle in the cathedral of Santiago de Compostela.

La catedral de Santiago.

The cathedral of Santiago.

Un letrero afuera del convento de la Encarnación en Ávila, que indica que ahí vivió durante treinta años Sta. Teresa de Jesús.

A sign outside the convent of the Incarnation in Avila, indicating that St. Teresa of Avila lived there for thirty years.
Las murallas de Ávila.

The walls of Avila.

La misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud en Cuatro Vientos, Madrid.

Closing Mass for World Youth Day in Cuatro Vientos, Madrid.

Mi primo y yo en la Misa de clausura.  Nos encontramos de forma providencial.

My cousin and I at the closing Mass.  We found each other providentially.

El monasterio real de San Lorenzo del Escorial. Fue construido durante el reinado de Felipe II para ser Palacio real, monasterio y basílica.

The Royal Monastery of Saint Lawrence of El Escorial.  It was built during Phillip II's reign as Royal Palace, Monastery and basilica.

El palacio real de Madrid.

The royal palace of Madrid.

Catedral de Nuestra Señora de la Almudena.  Contiene la estatua de nuestra Señora de la Almudena, patrona de Madrid.

Cathedral of Our Lady of the Almudena.  It contains the statue of Our Lady of the Almudena, patroness of Madrid.
San Josemaría Escrivá de Balaguer, quien acostumbraba rezar ante la imagen de nuestra Señora de la Almudena.

Saint Josemaría Escrivá de Balaguer, who used to pray before the image of Our Lady of the Almudena.

Después de la peregrinación religiosa hubo tiempo para una pequeña peregrinación secular al Santiago Bernabéu, casa del Real Madrid.

After the religious pilgrimage, there was some time for a small secular pilgrimage to the Santiago Bernabeu stadium, house of Real Madrid, the world's best soccer team.


Un resumen de todo lo que ocurrió durante la JMJ.  ¡Nos vemos en Río!

A quick video of all the things that took place during WYD.  I'll see you in Rio!

jueves, 4 de agosto de 2011

Et Verbum caro factum est

El misterio central y, podría añadir, fundacional, del cristianismo es el misterio de la Encarnación. Los cristianos creemos que Dios se hizo hombre, que el Dios trascendente entró en el tiempo y el espacio y se convirtió en uno de nosotros, que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn. 1: 14). Dios se sometió a todas las limitaciones propias de nuestra condición corporal: se sometió al hambre, la sed, el cansancio, la tristeza e incluso la muerte. Está claro, pues, que una religión fundada en tal misterio ha de ser, necesariamente, una religión “encarnada”. Tal es el caso del cristianismo. Muchos asumen incorrectamente que el cristianismo es una religión puramente espiritual que rechaza todo lo material. No hay nada más alejado de la verdad. De hecho, cuando surgieron herejías que presentaban al mundo material como perverso y maligno, la Iglesia mandó a sus mentes más poderosas a combatirlas. Los cristianos no desprecian el mundo material pues Dios mismo no lo despreció. Creemos que después de que lo creó “vio que era muy bueno” (Gen. 1: 31).

Cualquiera que intente comprender al cristianismo necesita estar al tanto de esta realidad de la Encarnación pues impregna la gran mayoría, si no es que todas nuestras creencias. Un par de ejemplos bastarán para mostrar qué tan profundamente enraizada está en toda enseñanza católica. Sin embargo, antes de entrar en esos ejemplos, conviene pensar acerca de por qué Dios habrá concebido siquiera la idea de la Encarnación. El hecho es, y esto lo sabemos por revelación, que Dios es un Dios personal, es decir, es una persona. Como tal, desea establecer relaciones con otros seres personales. Esto es lo que Él ha buscado desde el momento de la creación del hombre. A diferencia de otras religiones, el cristianismo no es la búsqueda de Dios por el hombre, sino lo búsqueda del hombre por Dios. San Juan lo pone de esta manera: “En esto está el amor: no en que nosotros hayamos a Dios, sino que Él nos amó primero y mandó a su Hijo en expiación de nuestros pecados” (1 Jn. 4: 10). La historia de la salvación no trata más que de la búsqueda del hombre por parte de Dios y de todos sus intentos de atraerlo hacia Sí. Con esto mente, tiene sentido suponer que Dios nos buscaría en nuestros términos, no en los suyos. Que haría uso de cosas materiales, incluyendo nuestra propia naturaleza humana, para comunicarse con nosotros que somos materiales. Nos habla, pues, en nuestro propia lenguaje.

Los ejemplos que quiero presentar son dos: la Biblia y la Iglesia. No los escogí al azar. Para muchos no creyentes ven la Biblia como un punto débil del cristianismo pues parece demasiado humana para ser divina. Lo mismo ocurre con la Iglesia. Incluso muchos católicos creen que la Iglesia como institución, lo que les gusta llamar “la Iglesia-Jerarquía”, no es parte de la intención original de Dios sino que es una creación puramente humana. Todo esto es producto de una ignorancia del misterio de la Encarnación.

Empecemos con la Biblia. Como dije, el cristianismo es una religión encarnada. Es obvio, pues, que la palabra de Dios se encarnara y se nos presentara en forma de palabras humanas, aún cuando ello implicara que se tuviera que someter a todas las limitaciones del lenguaje humano, a la cultura en que fue escrita, al conocimiento propio de la época, al estilo propio de sus autores humanos. Si se toma en cuenta la naturaleza encarnada del cristianismo, esto no nos causa sorpresa alguna. Esto lo hemos sabido siempre y por eso los católicos dejamos la interpretación de pasajes confusos o difíciles a los expertos. El argumento de que la Biblia no es divina por ser tan humana pierde toda su fuerza cuando se toma en cuenta la naturaleza encarnada del cristianismo.

Ahora bien, el hecho de que el texto de la Biblia esté situado en un contexto y una cultura específicos no limita en forma alguna su mensaje, en el sentido de que deje de ser válido para personas de otras culturas o épocas. El mensaje es universal. Es como la obra de Cervantes. A pesar de que está profundamente influida por su tiempo y su cultura, contiene verdades universales que trascienden el tiempo y el espacio. Cualquier obra literaria valiosa posee esta universalidad. Esto es aún más cierto respecto a la Biblia.

Otra área en la que podemos ver las características encarnadas de la Biblia es en la forma en que se originó. Jamás hemos creído que la Biblia apareció mágicamente ni que su contenido le haya sido dictado en el oído a alguien por Dios. Así no es como sucedió. Cuando decimos que la Biblia está inspirada por Dios significa que el Espíritu Santo hizo a ciertos hombres sus colaboradores para escribir lo que Él quería decirnos. Esto no ocurrió de forma mágica. Él los inspiró a usar sus talentos y habilidades, sus conocimientos y experiencias para comunicarle algo a toda la humanidad. No la escribió por ellos ni los controló como marionetas. Los dejó escribir mientras que Él se aseguró de que no escribieran algo que Él no quisiera. Podríamos decir que supervisó el proceso de escritura. De la misma forma, supervisó la compilación de la Biblia. Recordemos que la Biblia no es un libro sino un conjunto de más de setenta libros. El desarrollo del canon de la Biblia (la lista “oficial” de libros que se consideran divinamente inspirados) fue un proceso de discernimiento. Nuevamente, Dios no bajó del cielo para decirnos cuáles libros son inspirados y cuáles no. El canon oficial nació después de mucho estudio y debates intensos. De una forma muy humana, Dios intervino para fijar la lista y revelar su voluntad.

¿Qué tal la Iglesia? ¿Acaso Cristo realmente quería que hubiera sacerdotes, obispos y un Papa? ¿No era su intención, más bien, simplemente formar una comunidad de seguidores? La intención de Cristo era, ciertamente, formar esa comunidad de creyentes, una familia para Dios. Pero toda comunidad que formamos en este planeta, toda sociedad, incluso toda familia, debe tomar una forma visible: una forma institucional. La familia tiene al padre y a la madre que ejercen la autoridad en la casa; nuestras sociedades tienen un gobierno; incluso nuestras organizaciones sociales tienen estructuras directivas que permiten que funcionen y que continúen en existencia. A pesar de que hay mucho loco por ahí que dice que no necesitamos autoridad alguna, ese no es el caso. Podríamos decir que una comunidad se encarna en una institución. Y eso es lo que ocurrió con la Iglesia de Cristo. Ocurrió a pesar de que eso significara que quedara sujeta a todas las imperfecciones propias de nuestras instituciones, a la ocasional necesidad de reforma, a la posibilidad de corrupción.

Otros se cuestionan cómo una Iglesia que se considera divina y santa pueda cometer tantos errores y estar tan llena de pecadores, cómo puede estar tan lejos de la perfección. Nuevamente han perdido de vista el hecho de que la Iglesia es una iglesia encarnada. La Iglesia está hecha para seres humanos imperfectos, pecadores y a veces simplemente estúpidos. La Iglesia jamás ha afirmado ser perfecta pues reconoce que su componente humano no es perfecto. La Iglesia jamás ha declarado que sus miembros estén libres de pecado pues es una Iglesia para pecadores buscando redención. Dios ha permitido que su Iglesia esté sujeta a las imperfecciones de una humanidad imperfecta para que pueda recibir en su seno a toda la humanidad. Si la Iglesia fuera perfecta, ¿cómo podríamos nosotros, que somos imperfectos, hallarnos en ella? Una Iglesia perfecta sería para ángeles, no para seres humanos.

Estas mismas personas proceden luego a cuestionar si realmente necesitamos todos los rituales y ceremonias, todos los sacramentos y ritos, todo el incienso y las velas, por decirlo de una manera. ¿No podríamos adorar y amar a Dios en lo secreto de nuestros corazones? El catolicismo, por ser una religión encarnada, dice no, no es suficiente. Esa no es nuestra naturaleza. Lo externo y visible revela lo interno e invisible. Por ejemplo, no basta que un hombre ame a una mujer “en lo secreto de su corazón”. Debe hacer y decir cosas que le permitan a ella saber que en realidad la ama, que hagan visible ese amor para que ella lo pueda percibir. Ocurre lo mismo con Dios, no porque Él necesite cosas externas sino porque nosotros las necesitamos. Está en nuestra naturaleza llevar a cabo rituales y ceremonias que revelan nuestra adoración interior. Necesitamos los sacramentos porque necesitamos saber con certeza que la gracia de Dios ha sido derramada sobre nosotros y una acción puramente espiritual o invisible no es suficiente para nosotros. Necesitamos algo físico, algo encarnado.

Esto podrá llevar a alguno a decir, “bueno, si el catolicismo es tan encarnado, tan humano, entonces quizá eso sea lo único de lo que se trate, quizá no haya nada divino en él.” De nuevo tenemos que regresar al misterio de la Encarnación para responder esto. Cuando Dios se hizo hombre no dejó de ser Dios. Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Tiene las dos naturalezas. Cuando la palabra de Dios se hizo palabra humana en la Biblia, no dejó de ser la palabra de Dios. Cuando la Iglesia de Dios tomó forma de iglesia humana, no dejó de ser divina. Las palabras humanas fueron levantadas y unidas a la palabra de Dios y dieron lugar a la Sagrada Escritura. La institución humana fue elevada y fundida con la institución Divina para formar la Iglesia Católica.

Esto es una cuestión de fe, una cuestión espiritual se podría decir. Pero todo lo que he dicho es acerca de que las creencias católicas están inmersas en la Encarnación, por tanto, no es únicamente cuestión de fe. Hay cosas que apelan a nuestra razón y que apuntan en la dirección de la verdad de lo que he afirmado. Tomemos el caso de la Iglesia. Por fe sabemos que es divina. Nuestra razón, por su parte distingue que no ha habido institución alguna que haya pasado por todo lo que ha pasado la Iglesia Católica. Ha sido atacada desde afuera y ha superado a sus enemigos; se ha podrido por dentro pero ha logrado purificarse; ha sido perseguida y llevada al martirio sólo para levantarse y prosperar; se ha corrompido pero ha sido capaz de reformarse. Ha sobrevivido en sus momentos de mayor debilidad y, más sorprendente aún, en los de mayor fuerza. Donde todas las demás instituciones humanas han eventualmente fracasado y se han desvanecido, la Iglesia ha persistido e incluso florecido. Cuando parece cercana a la muerte resurge con la vitalidad de la juventud. A pesar de lo humana que es, hay algo acerca de ella que sólo puede ser explicado por su divinidad.

Para poder comprender al catolicismo, uno no necesita penetrar los misterios de un cielo infinito y abstracto. Uno necesita únicamente asomarse a un pequeño taller de un carpintero en Nazaret. Uno necesita ver a Dios encarnado, uno necesita ver a la persona de Cristo.



The central and, one might add, foundational, mystery of Christianity is the mystery of the Incarnation. Christians believe that God became man, that the transcendent God entered into time and space and became one of us, that “the Word became flesh and dwelt among us” (Jn. 1: 14). God submitted himself to all the limitations and imperfections proper of our bodily condition: he submitted himself to hunger, to thirst, to fatigue, to sadness and even to death. It is clear then, that a religion founded on such a mystery must of necessity be an “incarnate” religion. Such is the case with Christianity. Many people assume incorrectly that Christianity is a purely spiritual religion that rejects material things. There is nothing further from the truth. As a matter of fact, when heresies that portrayed the material world as evil sprung up, the Church sent its most powerful minds to combat them. Christians do not despise the material world because God Himself did not despise it. We believe that after He had created it, He “saw that it was very good” (Gen. 1: 31).

Anyone who is trying to comprehend Christianity needs to be aware of this incarnational aspect for it is present in the vast majority, if not all, of our beliefs. A few examples should suffice to show how the Incarnation is so deeply embedded in Catholic teaching. Before going into those examples, however, it might be helpful to think about why God could have conceived the idea of the Incarnation in the first place. Could he not have revealed himself to us in some other way? The fact is, and we know this through revelation, that God is a personal God. As such, He desires to be in relationships with other personal beings. That is what He has been seeking since the moment of the creation of man. Unlike other religions, Christianity is not about man seeking God but about God seeking man. Saint John puts it this way: “In this is love: not that we have loved God, but that he loved us and sent his Son as expiation for our sins.” (1 Jn. 4: 10). The entire history of salvation is about God reaching out to man trying to draw him to Himself. With this in mind, it makes sense that God would reach out to us not in his terms but in ours. That He would make use of material things, including our own human nature, in order to communicate with us because we ourselves are material. He is speaking to us in our own language.

The examples I have decided to talk about are two: the Bible and the Church. I did not pick them randomly. Many non-Christians see the Bible as a “weakness” of Christianity because it seems too human to be divine. The same happens with the Church. Even many Catholics think that the Church as institution, the “hierarchy” as they like to call it, is not part of what God intended; that it is purely a human creation. All of this misses the point entirely.

Let us begin with the Bible. Like I said, Christianity is incarnational. It is obvious then, that God’s word would be incarnated and presented to men in human words even when that meant that it would be subject to all the limitations of human language, to the culture in which it was written, to the knowledge of the time, to the writing style of its human authors. Knowing the incarnational aspect of Christianity, this should not come as a surprise. We need to take all these things into account when interpreting it and that is why Catholics have always left the interpretation of obscure passages to the experts. The argument that the “humanness” of the Bible is a proof that it is not divine loses all its strength when we take the incarnational nature of Christianity into account.

Now, the fact that the text of the Bible is inscribed within a certain culture and context does not limit in any way its message, in the sense of not making it valid for people of different cultures and times. The message is still universal and meant for the peoples of all eras and nations. It is just like Shakespeare’s writings. However influenced by his time and culture, they still contain universal truths that transcend time and space. Any great work of literature has this universality. This is even truer with respect to the Bible.

Another area in which we can see the incarnational characteristics of the Bible is in the way in which it came into existence. We have never believed that the Bible magically appeared or that God whispered its contents into someone’s ear. That is not how it happened. Was the Bible divinely inspired? Yes, it was. And yet, that only means that God made certain men his collaborators in writing down what He wished to tell us. He did not do this in some magical way. He simply inspired them to use their talents and skills, their knowledge and experience to communicate something to all humanity. He did not write it for them nor did he control them as puppets of some sort. He let them write while making sure they did not write anything He did not wish to be written. He oversaw the writing process if you may. And he also oversaw the compilation process. Remember, the Bible is not one book; it is a compilation of over seventy books. The development of the canon of the Bible (the “official” list of books that are considered divinely inspired) was a process of discernment. Once again, God did not come down to heaven to tell us which books were inspired and which were not. The final canon came into existence after intense study, discussion and debate. In a very human way, God intervened to fix the list and reveal His will.

What about the Church? Did Christ really intend that there be priests and bishops and a Pope? Did he not intend, rather, to simply form a community of believers? Christ’s intention was, indeed, to form a community of followers, a family for God. But every community we form on this earth, every society, even every family must take a visible form: an institutional form. The family has a father and a mother who exercise authority in their household; our societies have a government; even our social clubs have a directive structure that allows it to function and preserve its existence. Even though there have been many crazies who have said that we can do without any form of authority and structure that is not the case. We might say that a community becomes incarnate in an institution. And so it happened with Christ’s Church. It happened even when this meant that it would be subject to all the imperfections of our institutions, to the need of being reformed from time to time, to the possibility of corruption.

Some others question how a Church that claims to be divine and holy can make so many mistakes and be so full of sinners, how it can be so far from being perfect. Once more they are missing the point that the Catholic Church is a Church incarnate. It is a Church made for humans that are imperfect, sinful and sometimes plain stupid. The Church has never made the claim of being perfect because it recognizes that its human component is not perfect. The Church has never claimed that its members are free from sin because it is actually a Church for sinners who are seeking redemption. God has allowed his Church to be subject to the imperfections of an imperfect humanity so that it can embrace all of mankind. If the Church were perfect how could we, who are imperfect, fit in? A perfect Church would be a church for angels, not for human beings.

These same people usually go on and question whether we actually need all the rituals and ceremonies, all the sacraments and rites, all the incense and candles so to speak. Could we not just worship and love God in the secret of our own hearts? Catholicism, because it is incarnational, would say no, that is not enough. That is not in our nature. The external and visible things reveal the internal and invisible ones. For example, it is not enough for a man to only love a woman “in his heart.” He must do and say things that allow her to know that he actually does love her, things that make that love visible so she can perceive it. It is the same with God, not because he needs that but because we do. It is in our very nature to perform rituals and ceremonies that reveal that internal worship. We need the sacraments because we need to be certain that God’s grace has been poured on us and a purely spiritual or internal action is not enough for us. We need something physical, something incarnate.

This can lead some to say, “Well, if Catholicism is so incarnate, so human, then perhaps that is all there is to it, there is nothing divine about it.” Once again we must turn to the mystery of the Incarnation to answer this. When God became man he did not cease to be God. Christ is true God and true man. He has both natures. When the word of God became human word in the Bible it did not cease to be God’s word. When God’s Church took on a human form it did not cease to be Divine. The mystery of the Incarnation is precisely about the union between God and man, between heaven and earth. Human words are lifted and united with God’s Word and give rise to Sacred Scripture. A human institution is raised and wedded to a Divine institution to form the Catholic Church.

This is a matter of faith, a spiritual matter you might say. But all I have said is related to how Catholic beliefs are immersed in the Incarnation; therefore, it is not only a matter of faith. There are things that appeal to our reason and point in the direction of the truth of the things I have affirmed. Let us take the case of the Church. By faith we know that it is divine. Our reason, on the other hand, distinguishes that there is no other institution in the history of mankind that has gone through all the things the Catholic Church has. It has been attacked from the outside and it has overcome its enemies; it has rotten on the inside but has managed to become purified; it has been persecuted and suffered martyrdom only to prosper and grow; it has become corrupt beyond measure but been able to reform. It has survived in its moments of greatest weakness and, more surprising yet, in its moments of strength. Where all other human institutions have eventually failed and withered away, the Church has remained and even thrived. When it seems closest to death it always resurges with the vitality of young age. Despite its humanness, there is something about it that can only be explained by its divinity.

To be able to fully grasp Catholicism, one needs not to look into the depths of an infinite and abstract heaven. One needs only to look into a small carpenter’s shop in Nazareth. It is necessary to look at God Incarnate, it is necessary to look at the person of Christ.

domingo, 24 de julio de 2011

Enseñanza católica vs. Ideología homosexual / Catholic Teaching vs. Homosexual ideology

Espero que mi publicación anterior haya bastado para dejar en claro que la Iglesia Católica no odia ni discrimina a los homosexuales. Aún así, dejé abierta la pregunta sobre si lo que enseña la Iglesia es mejor que lo que la ideología homosexual (o ideología de género) defiende. En esta ocasión sostengo que sí lo es.

Contrario a lo que muchos creen, la posición de la Iglesia Católica respecto a la sexualidad humana no es opresiva sino liberadora; no demoniza a la sexualidad sino que la exalta; no la destruye sino que la da su sentido pleno. Sin embargo, este efecto liberador no lo podemos entender como la destrucción de límites o restricciones. Es liberador precisamente porque establece límites, porque pone las cosas en orden, porque da forma y moldea a la sexualidad en lo que debe de ser.

Al hacer esto, establece el principio, que nuestra experiencia diaria confirma, de que no existe la libertad absoluta. No existe porque existe una Verdad objetiva. Lo idea de una Verdad objetiva hace que el hombre posmoderno en general, y el defensor de la ideología de género en particular, retroceda asqueado, pero no por eso deja de ser real. Cuando hablo de Verdad objetiva, me refiero a todas aquellas realidades (por lo general externas a nosotros) que existen nos guste o no y que, se podría decir, imponen límites a nuestra libertad. Las leyes de la naturaleza son parte de esta Verdad objetiva, así como el hecho de que vivimos en sociedad y no podemos vivir completamente aislados de los demás. También lo es el hecho indiscutible de que fuimos creados (o evolucionamos, o aparecimos por casualidad, o lo que sea que más te agrade) de una cierta manera y que actuar en forma distinta a esa forma de ser es dañino para nosotros y para los demás. No es algo malo el que existan estas realidades externas ni lo es el que limiten nuestra libertad. Es precisamente porque existen por lo que la libertad es posible. Sin ellos, ni siquiera podríamos existir. Ahora bien, es obvio que, debido a nuestro libre albedrío, podemos decidir ir contra esas realidades objetivas pero eso siempre es un esfuerzo inútil. La realidad siempre tiene la última palabra.

¿Qué tiene que ver toda esta discusión sobre libertad y verdades objetivas con la homosexualidad? Para empezar, la ideología de género se funda en la utopía de que esta libertad absoluta existe. Eso debería de bastar para probar que la enseñanza Católica, que, por el contrario se basa en un realismo sano, es superior. La ideología de género cree en la existencia de la libertad absoluta pues sostiene que podemos “escoger” nuestro sexo. Para ellos no hay esa verdad objetiva que es el sexo de una persona. Algunos llegan al grado de sostener que, no se puede definir el sexo de una persona como masculino o femenino, sino como un espectro (sea lo que sea que eso significa). La enseñanza católica es muy clara en este respecto: hay una verdad objetiva acerca del sexo de una persona y esa verdad objetiva es su cuerpo. Nuestros cuerpos dicen qué somos y ningún tratamiento hormonal o cirugía plástica puede cambiar eso. No existe ninguna “mujer atrapada en el cuerpo de un hombre“, sólo existen hombres muy confundidos. Decirle a esa persona que puede “escoger“ ser mujer sólo le causará mayores problemas pues no está sustentado en la realidad.

Esto nos lleva al siguiente punto: el de la dignidad de la persona humana, y en particular, el de la dignidad del cuerpo humano. Si podemos decidir nuestro sexo, sin importar lo que nuestro cuerpo diga; y si podemos violentar al cuerpo alterándolo por medios artificiales para adaptarlo al sexo que escogimos, entonces no podemos sostener que el cuerpo tenga valor. En este caso, es la mente o el alma o el ego o como quieras llamarlo lo que vale en un ser humano. El cuerpo es un simple añadido a la persona, un anexo con el que podemos obrar como nos venga en gana. Esto no es lo que enseña la Iglesia porque esto no es conforme a la realidad. La Iglesia jamás ha enseñado que el cuerpo sea malo o no tenga valor, al contrario, siempre ha combatido a aquellos que han enseñado eso (los gnósticos, los maniqueos, los idealistas, etc.). Ha defendido que el cuerpo es la verdad objetiva sobre el sexo de una persona porque siempre ha defendido que el cuerpo es parte integral de la misma. El cuerpo revela a la persona. En términos tradicionales, somos "cuerpos espiritualizados" o "almas corporeizadas", es decir, somos unión de un cuerpo y un alma y es esa unión la que hace a un ser humano. Esta unión es tan profunda que llevó a Juan Pablo II a declarar en su Teología del Cuerpo que no es tanto que “tengamos“ un cuerpo sino que “somos“ un cuerpo. Lo que importa es que el cuerpo es un elemento esencial de la persona humana. Por tanto, cualquier violencia contra el cuerpo es violencia contra la persona. Ahora bien, si el cuerpo no merece un respeto absoluto, entonces no sólo puede ser sujeto de todo tipo de modificaciones artificiales, pero también se puede prestar a la objetificación. Esto es, el cuerpo puede (y, dada nuestra naturaleza caída, será) tratado como un simple objeto por los demás. Si una persona trata a su propio cuerpo como una cosa, ¿cómo podemos esperar que los demás no hagan lo mismo? Está de sobra decir que reducir a cualquier persona al nivel de objeto es contrario a su dignidad, aún cuando esa persona lo permita libremente. Respecto a la dignidad de la persona humana, las enseñanzas de la Iglesia Católica se muestran superiores a las de la ideología homosexual.

Hay otras razones además de las que he mencionado aquí que favorecen a la doctrina católica por encima de la ideología de género pero requeriría de mucho más espacio para cubrir siquiera algunas de ellas, por lo que considero que las aquí expuestas bastarán por ahora. Lo importante es repetir que la superioridad de la enseñanza católica sobre la ideología homosexual se debe a que está en conformidad con la realidad. Es decir, es mejor porque es verdadera.



Hopefully, my previous post will suffice to make clear that the Catholic Church does not hate nor discriminate homosexuals. The question remains, however, as to whether what the Church teaches is better than what homosexual (or gender) ideology does. In this post, I sustain that it is indeed better.

Contrary to popular belief, the stance of the Catholic Church with respect to human sexuality is not oppressive, but liberating; it does not demonize sexuality but it exalts it; it does not destroy it, but it gives it its full meaning. However, this liberating effect cannot be understood as a removal of limits or restrictions. It is liberating precisely because it sets boundaries, because it puts things in order, because it gives shape and forms sexuality into what it is supposed to be.

By doing this, it is establishing the principle, which everyday experience affirms, that there is no such thing as absolute freedom. Absolute freedom does not exist because objective Truth exists. Objective Truth is something that makes postmodern man in general, and gender ideologists in particular, cringe, but it is something that exists nevertheless. When I speak of objective Truth, I am talking of all those realities (most of them external to us) which exist whether we like it or not and which, we could say, “set limits on our freedom”. The laws of nature are part of this objective Truth, as is the fact that we live in society and cannot live completely isolated from others. So is the undeniable fact that we were created (or evolved, or randomly appeared, or whatever tickles your fancy) in a certain way, and that acting against that way of being is hurtful for us and for others. It is not a bad thing that these external realities exist and that they limit our freedom. It is because these limits exist that freedom is even possible. Without them existence itself would be impossible. Obviously, since we possess a free will, we can decide to act against those objective realities, but that is always a futile attempt. Reality always has the last word.

What does this whole discussion on freedom and objective truths have to do with homosexuality? To begin with, gender ideology rests on the utopia that absolute freedom exists. That in itself is enough to show that this ideology is inferior to Catholic teaching which, on the contrary, is rooted in a healthy realism. Gender ideology is built on the premise that we can “choose” our gender. A man can decide to “be” a woman or a woman can decide to “be” a man if he or she feels like doing so. For them, there is no such thing as the objective truth of a person’s gender. Some go as far as saying that gender is not a matter of being male or female but that rather it is a “spectrum”, whatever that means. Catholic teaching is very clear on this point: there is an objective truth with respect to a person’s gender and that objective truth is his or her body. Our bodies tell us what we are and no hormone treatments or plastic surgeries can change that. There is no such thing as a “woman trapped inside a man’s body”; there is only a very confused man. Telling him that he can “choose” to be a woman will only cause more harm because it is not rooted in reality.

This brings up another important point of discussion: that of the dignity of the human person and in particular, of the dignity of the human body. If we can decide our own gender, regardless of what our body tells us; and if we can do violence to the body by altering it through artificial means in order to adapt it to our chosen gender, then we cannot say that the body has much value. In that case, it is the mind or the soul or the ego or whatever you want to call it, what is of worth in a human being. The body is simply an addendum to the person, an attachment that can be disposed of at will. This is not the case in Catholic teaching because it is not the case in reality. Never has the Church held that the body is bad or worthless, and, as a matter of fact, it has always fought those heresies that have taught that (Gnosticism, Manichaeism, idealism, etc.). It has defended that the body is the “objective truth” about a person’s gender because it has always defended that the body is an integral part of the person. The body reveals the person. In traditional terms, we are spiritualized bodies or embodied souls, that is, we are a union of a body and a soul and it is the union that makes a human being. This union is so profound that it led John Paul II to declare in his Theology of the Body that it is not so much that we “have” a body but that we “are” a body. What matters is that the body is an essential element of a human person. Therefore, any violence against the body is a violence against the person. Now, if the body does not deserve the utmost respect, then it can be subject not only to all sorts of unnatural modifications, but it can also lend itself to objectification. That is, the body can be (and, given our fallen nature, will be) treated as a mere object by others. If a person treats his or her own body as an object, what impedes others from doing the same? But, as we have seen, the person is a body and, therefore, an objectification of the body is an objectification of the person! Needless to say, reducing a person to an object goes against that person’s dignity, even if she willingly allows it. With respect to human dignity, the teachings of the Catholic Church also prove themselves superior to those of gender ideology.

There are other reasons besides the ones mentioned here that favor Catholic doctrine over the beliefs of homosexual ideology but a review of even a few of them would take up much more space. I believe the ones I have presented should be enough for now. It is important to repeat that the superiority of Catholic teaching over gender ideology rests, above all, on it being in accordance with reality. That is, it is better because it is true.

domingo, 3 de julio de 2011

¿Qué enseña la Iglesia Católica sobre la homosexualidad? / What does the Catholic Church teach on homosexuality?

El problema con la discusión sobre los llamados “matrimonios” entre personas del mismo sexo es que ha perdido toda racionalidad y se ha convertido simplemente en propaganda ideológica. Esto queda demostrado con la práctica común de llamar a quien se oponga a estas uniones homófobo. Esto es una falacia. El hecho de que personas que odian a los homosexuales consideren la homosexualidad inmoral y estén en contra de que el Estado redefina el matrimonio no quiere decir que los que apoyan estas posiciones odien a los homosexuales. La lógica sólo funciona en una dirección, no en las dos. Con sólo saber lógica elemental puede uno entender esto.

Es importante reconocer esta falacia pues es precisamente este tipo de juicio errado el que mucha gente emite acerca de la Iglesia Católica debido a su apoyo constante hacia el matrimonio tradicional.   Me queda claro que muy pocas de estas personas entienden (o conocen siquiera) por qué la Iglesia enseña lo que enseña respecto al matrimonio y saben aún menos acerca de lo que enseña sobre la homosexualidad. Para ellos, la Iglesia odia y discrimina a los homosexuales. No hay nada más alejado de la realidad. Podemos resumir la enseñanza de la Iglesia sobre la homosexualidad en pocas palabras: los actos homosexuales están mal pero debemos amar y ayudar a aquellos que tienen tendencias homosexuales. Más aún, la posición defendida por la Iglesia Católica es más respetuosa, por mucho, de la dignidad de las personas que la que defiende la ideología homosexual pero de ello escribiré en otra ocasión. Por ahora, entremos en más detalles.

La primera pregunta que debemos contestar es: ¿los homosexuales nacen así? Si ese es el caso, ¿es eso suficiente para justificar un comportamiento homosexual? Este es uno de los argumentos básicos de la ideología homosexual. Ellos sostienen que los homosexuales no escogieron ser homosexuales y que, por ello, debería de permitírseles vivir de acuerdo con esa tendencia con la que nacieron. La Iglesia está de acuerdo con ellos en una cosa. Está de acuerdo en decir que muchos hombres y mujeres no escogieron tener una tendencia homosexual (Catecismo de la Iglesia Católica, CIC, 2358). No sostiene, sin embargo, que todos los homosexuales hayan nacido con esa inclinación. En Persona Humana: Declaración acerca de ciertas Cuestiones de Ética Sexual, publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1975, se hace una clara distinción entre aquellos que son homosexuales de nacimiento y los que lo son por factores externos tales como malos ejemplos, preferencia personal, falsa educación, entre otros. ¿Esto significa que la Iglesia permite discriminar a los homosexuales que no tienen la tendencia de nacimiento? No, simplemente significa que debemos ser conscientes de que hay muchos factores que dan lugar a este tipo de tendencias en ciertas personas. Significa que la homosexualidad no sólo surge por causa genética sino que también puede originarse por causas sociales, psicológicas, educativas o incluso voluntarias. Sean las que sean las razones por las que una persona tenga una inclinación homosexual, la Iglesia reconoce que “un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas” y luego procede a indicar que “deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta” (CIC, 2358). Sin embargo, aceptar a alguien con respeto, compasión y delicadeza no implica que se acepte o fomente su comportamiento. Amar a alguien no significa tolerar todo lo que hagan o evitar decirle que está haciendo algo mal, especialmente si lo que hace mal es de una grave naturaleza moral. En este sentido, sólo la Iglesia Católica ha mostrado verdadero amor hacia la gente homosexual.

Esto nos lleva a la segunda pregunta: ¿tener una tendencia homosexual es pecado? La respuesta corta es no. Uno debe, sin embargo, tener cuidado con esta respuesta. La inclinación homosexual no es pecaminosa por sí misma pero sí es una inclinación desordenada y puede fácilmente conducir a prácticas pecaminosas y seriamente desordenadas. Como claramente establece la Carta a los Obispos de la Iglesia Católica Sobre la Atención Pastoral a las Personas Homosexuales: “Quienes se encuentran en esta condición deberían, por tanto, ser objeto de una particular solicitud pastoral, para que no lleguen a creer que la realización concreta de tal tendencia en las relaciones homosexuales es una opción moralmente aceptable.” Ahora bien, para aquellos que no han pensado profundamente sobre este tema, esto podrá parecer una contradicción. ¿La homosexualidad es inmoral o no? Para responder esta pregunta, necesitamos introducir otra distinción, esta vez entre “condición o tendencia homosexual y actos homosexuales.” Esto es, no es lo mismo “ser” homosexual que tomar parte en actos homosexuales. Lo que es verdaderamente pecaminoso es el acto homosexual. Esto podrá parecer injusto hacia las personas homosexuales pero un conocimiento más profundo de la moralidad sexual católica nos lleva a concluir que nada se pide de los homosexuales que no se pida de los heterosexuales. El catecismo establece: “Las personas homosexuales están llamadas a la castidad” (CIC, 2359). Nota que el lenguaje es idéntico a: “Todo bautizado es llamado a la castidad” (CIC, 2348). La Iglesia exige lo mismo a homosexuales como a heterosexuales. No hay discriminación.

Pero, ¿qué tal el lenguaje con el que la Iglesia se refiere a los actos homosexuales? “Los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados” (CIC, 2357). ¡Qué mejor prueba de que la Iglesia discrimina a los homosexuales! Resulta que las mismas palabras se usan para describir otras ofensas contra la castidad: el placer sexual es llamado “moralmente desordenado” cuando se busca por sí mismo; la masturbación es “un acto intrínseca y gravemente desordenado”; la fornicación es “gravemente contraria a la dignidad de las personas”; la pornografía es “una ofensa grave” y la prostitución constituye “una lacra social” (CIC, 2351-2355). Una vez más, tanto homosexuales como heterosexuales son medidos con la misma vara.

De acuerdo con la enseñanza de la Iglesia, la sexualidad es un medio de manifestación del don de uno mismo. Para poder expresar ese don, el acto sexual requiere de una doble significación: es unitivo y procreativo a la vez. El aspecto unitivo requiere de la complementariedad de los sexos y de la fidelidad hasta la muerte en el matrimonio; el aspecto procreativo exige una apertura a la posibilidad de generar una vida nueva. Un acto sexual que no cumpla con estos dos aspectos es moralmente malo, aún cuando tenga lugar entre un hombre y una mujer. No puedes separar a uno del otro, como enseñó Pablo VI en Humanae Vitae. Dado que el acto homosexual carece de ambos aspectos, es contrario a la naturaleza del acto sexual y, por lo tanto, inmoral. La Iglesia no odia a los homosexuales, como tampoco odia a los adúlteros. Llama tanto a homosexuales como heterosexuales a un estándar de vida más alto. Reconoce que la cruz que deben cargar las personas homosexuales es una cruz difícil, así como la cruz de una vida casta que deben cargar los heterosexuales es difícil. Es una bobería suponer que es más difícil vivir la castidad para un hombre que se siente atraído a los hombres que para uno que siente atracción hacia las mujeres. Es igualmente difícil. La Iglesia nos enseña que ambos, homosexuales y heterosexuales “mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana” (CIC, 2359).



The problem with the discussion over so-called “same-sex marriages” is that it has lost all rational grounds and has become simply an issue of ideological propaganda. This is proven by the ever more common practice of calling anyone who opposes these unions a homophobe. This is a fallacy. The fact that people who hate homosexuals consider homosexuality immoral and are against the State redefining marriage does not mean that all who support these positions hate homosexuals. The logic only works in one direction, not both. One needs only to know some elementary logic to understand this.

This is important to know because this is precisely the kind of flawed judgment that many people pass on the Catholic Church due to its unwavering support of traditional marriage. Of course, very few of these people understand (or even know) why the Church teaches what it teaches concerning marriage and they know even less of what it teaches about homosexuality. In their view, the Church hates and discriminates homosexuals. Nothing is further from the truth. We can sum up the Catholic teaching on homosexuality in a few words: homosexual acts are wrong but we must love and support those who have homosexual tendencies. Furthermore, the position held by the Catholic Church is by far more respecting of the dignity of the human person than the one defended by the homosexual ideology. Let us go into some more detail.

The first question we must answer is: are homosexuals born that way? If so, is that enough to justify homosexual behavior? This is one of the basic arguments used by the homosexual ideology. They maintain that homosexuals did not choose to be homosexual and that, because of that, they should be allowed to live according to that tendency with which they were born. The Church agrees with them in one point. It agrees in saying that many men and women did not choose their homosexual tendency (Catechism of the Catholic Church, 2358). It does not, however, say that all homosexuals are born with it. In Persona Humana: A Declaration on Certain Questions Concerning Sexual Ethics, published by the Congregation for the Doctrine of the Faith in 1975, a distinction is made between those who are homosexual because they are born that way, and those who become homosexual by external factors, such as bad examples, personal preference, false education or others. Does this mean that the Church allows the discrimination of homosexuals who do not have this tendency from birth? No, it just means that we have to be aware that there are many factors that can give rise to this tendency in a person. It means that not all homosexuality stems from genetics but it can also originate from social, psychological, educational and even voluntary elements. Whatever the reasons for someone having a homosexual inclination, the Church recognizes that “the number of men and women who have deep-seated homosexual tendencies is not negligible” and then goes on to order that “they must be accepted with respect, compassion, and sensitivity. Every sign of unjust discrimination in their regard should be avoided” (CCC, 2358). However, acceptance with respect, compassion and sensitivity of a person does not imply that their behavior should be accepted or encouraged. Loving someone does not mean you tolerate everything they do or that you do not tell them when they are doing something wrong. In fact, it requires true love to stand up and call someone out for something that they are doing wrong, especially if that wrongdoing is of a grave moral nature. In this sense, only the Catholic Church has shown true love towards homosexual people.

This leads us to the second question: is having a homosexual tendency sinful? The short answer is no. One must be careful with this answer though. The fact that someone has a homosexual inclination is not a sin in itself but it is a disordered inclination and it can easily lead to sinful and gravely disordered practices. As the Letter to the Bishops of the Catholic Church on the Pastoral Care of Homosexual Persons clearly states: “special concern and pastoral attention should be directed toward those who have this condition, lest they be led to believe that the living out of this orientation in homosexual activity is a morally acceptable option. It is not.” Now, to those who have not thought out through this whole matter, this might seem a contradiction. Is homosexuality immoral or not? Here, we must introduce another distinction, that between “the homosexual condition or tendency and individual homosexual actions.”  That is, it is not the same to “be” homosexual than to take part in homosexual acts. What is truly sinful is the homosexual act. This might seem unjust against these people but a deeper knowledge of Catholic sexual morality will lead us to conclude that nothing is demanded of them that is not demanded of everybody else. The Catechism states: “Homosexual persons are called to chastity.” (CCC, 2359) Notice that the wording is the same than: “All the baptized are called to chastity.” (CCC, 2348). The same demands are placed by the Church on both homosexual and heterosexual persons. There is no discrimination.

What about the language with which the Church speaks of homosexual acts? “Homosexual acts are intrinsically disordered” (CCC, 2357). That must certainly prove that the Church truly discriminates homosexuals! And yet, the same words are used to describe other sins against chastity: sexual pleasure is called “morally disordered” when it is sought for itself, masturbation is an “intrinsically and gravely disordered action”, fornication is “gravely contrary to the dignity of persons”, pornography is a “grave offense” and prostitution is a “social scourge” (CCC, 2351-2355). Once more, both homosexuals and heterosexuals are measured by the same standard.

According to Church teaching, sexuality is a means of expressing the gift of self. In order to express this gift of self, the sexual act has a double significance: it is both unitive and procreative. The unitive aspect requires complementarity and life-long faithfulness in marriage; the procreative aspect requires openness to new life. Any sexual act that does not meet both of these aspects is morally wrong, even if it takes place between a man and a woman. You cannot separate one from the other, as Pope Paul VI taught in Humanae Vitae. Since homosexual acts lack both of these aspects, they are contrary to the nature of the sexual act and hence, immoral. The Church does not hate homosexuals, just like it does not hate adulterers. It calls both homosexuals and heterosexuals to live up to a higher standard. It recognizes that theirs is a hard cross to bear, just like living chastely is a hard cross to bear for heterosexuals. It is silly to assume that it is harder for a man to live chastely if he is attracted to men than if he is attracted to women. The difficulty is equal for both. The Church teaches us that homosexuals and heterosexuals alike “by the virtues of self-mastery that teach them inner freedom, at times by the support of disinterested friendship, by prayer and sacramental grace, can and should gradually and resolutely approach Christian perfection.” (CCC, 2359)

domingo, 12 de junio de 2011

¿Acaso soy el guardián de mi hermano? / Am I my brother’s keeper?

Hay un ejercicio mental que todo católico debería de practicar de vez en cuando. Consiste en cuestionarse sobre cuáles de todas esas creencias a las que nos aferramos son realmente católicas y cuáles no lo son. ¿Están nuestras ideas sobre justicia social, moralidad, la economía o sobre el mundo en general en sintonía con las verdades eternas que enseña la Santa Madre Iglesia, o están más a tono con las creencias efímeras de nuestros días? Si descubrimos contradicciones en nuestra forma de pensar, ¿estamos dispuestos a cambiar para ser fieles a la Iglesia? Este ejercicio es muy benéfico no sólo porque nos ayuda a crecer en humildad sino porque nos permite aprender un poco más sobre lo que decimos creer.

Traigo esto a consideración porque he notado, no tanto en otros sino en mí, que la idea que muchos tenemos de caridad no es precisamente la idea católica de caridad. Permítanme clarificar esto. Hoy en día, hay dos cosas diferentes que llamamos “caridad.” Una es una idea, producto del modernismo y que podríamos mejor denominar como filantropía; la otra es la realidad que siempre ha sido enseñada por la Iglesia Católica. Las diferencias entre ambas pueden parecer, a primera vista, sutiles y casi imperceptibles, pero son, en realidad, muy significativas. La concepción modernista de caridad puede resumirse en la frase tan repetida: “Dale a un hombre un pescado y comerá por un día. Enséñale a pescar y comerá toda su vida.” Hay algo irresistiblemente atractivo en esta frase. Quizás sea su simplicidad o la impresión de sentido común que transmite. Es tan pragmática que le parece una verdad infalible a la tan pragmática mente contemporánea. Sin embargo, todo esto es una ilusión. No es sentido común enseñarle a pescar a un hombre hambriento. Es sentido común darle de comer. No es práctico hacer que un hombre muerto de hambre trabaje, es práctico alimentarlo. La Madre Teresa, una de las tantas representantes de la auténtica Caridad Católica, vio a través de esta falacia cuando un empresario y filántropo (el ejemplar perfecto de caridad moderna) la criticó por darles a sus pobres un pescado en lugar de enseñarles a pescar. Su respuesta fue muy sencilla pero llena de sabiduría: “la gente a la que yo ayudo no tiene las fuerzas para sentarse y sostener una caña de pescar. Yo primero les ayudaré a sentarse y luego tú les puedes enseñar a pescar.”

Aquí, pues, yace el primer defecto de la caridad moderna: está alejada de la realidad de la pobreza. Fracasa porque no toma en cuenta la opinión de aquellos a los que pretende ayudar. Pregúntale a un hombre hambriento si quiere ser alimentado o si quiere un trabajo. Te dirá que quiere comer primero y, una vez satisfecha la necesidad de comer, podrá preocuparse por buscar empleo. La filantropía, como la filosofía moderna en general, sufre de una especie de arrogancia. Mientras que la caridad busca bajar para estar junto con los pobres, la filantropía mira hacia abajo y trata de imponer soluciones desde arriba. Hay un cierto aire de superioridad entre los filántropos, como si al ayudar a los pobres les estuvieran haciendo un favor. Ayudan al pobre diciéndole qué hacer y cómo hacerlo. Con esto no pretendo decir que el hombre moderno odie a los pobres (aunque hay muchos casos de ello) pero tienden a ver a los pobres como inferiores, como ignorantes y dependientes. Sus esfuerzos por ayudarlos son bienintencionados pero ingenuos. Cualquiera que haya pasado tiempo hablando y, más importante aún, escuchando a gente pobre, habrá descubierto que ellos saben exactamente lo que necesitan hacer, simplemente carecen de los medios para lograrlo. Los pobres no son estúpidos. Son tan inteligentes como los demás y tienen un sentido de su propia dignidad que merece todo nuestro respeto. La caridad moderna fracasa porque no conoce la pobreza y, por tanto, no respeta la dignidad de los pobres. La única forma de conocer la pobreza es estando entre los pobres. La filantropía no busca estar entre los pobres porque está animada por un sentimiento de lástima, por un “no quisiera estar en tu lugar.” La Caridad, por otra lado, está impulsada por la compasión, esto es, por el deseo de “sufrir con.” Nuevamente, las diferencias entre estas palabras son sutiles pero importantes pues los resultados son completamente diferentes. La lástima lleva a una actitud humanitaria, un ideal vago que busca el bien de la humanidad, en sí un concepto abstracto. La compasión lleva a la caridad, al amor al prójimo, el amor a una persona real y concreta.

La segunda debilidad de la que padece la filantropía es su dependencia de las instituciones. Enseñar a otros a pescar requiere un esfuerzo permanente que sólo puede lograrse institucionalmente, no como resultado de un esfuerzo individual. El problema no es que la filantropía requiera instituciones, sino que depende únicamente de ellas. La caridad también las necesita (por ello se construyen hospitales, orfanatorios, escuelas, etc.) pero incluye el paso adicional y previo de alimentar al hambriento y el cual es una responsabilidad personal. La Madre Teresa no dijo “aliméntalos pero no les enseñes a pescar”, dijo: “primero los alimento y luego les enseñas a pescar.” Al remover esta etapa previa, la filantropía ha quitado toda responsabilidad a los individuos. Ahora son las instituciones las que están a cargo de ayudar a los necesitados, ya sea el gobierno o las organizaciones no gubernamentales. Se nos ha dicho que sólo ellas pueden solucionar el problema a largo plazo y que nuestra ayuda es únicamente requerida a través de donativos. En algunos casos, se llega a decir que ayudar a los pobres empeora las cosas. Se nos dice que al dar limosna estamos creando “incentivos para la pereza.” En pocas palabras, la filantropía ha removido el componente personal propio de la caridad. A la pregunta “¿acaso soy el guardián de mi hermano?” ha respondido: no, las instituciones lo son. La caridad cristiana sostiene algo diferente. Las palabras de Cristo no fueron “tuve hambre y me diste un empleo a través del cual pude proveerme de alimentos” sino “tuve hambre y me diste de comer.” La caridad es un encuentro entre personas. Todas las obras de misericordia tienen este toque personal: alimentar al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, hospedar al que no tiene hogar, visitar al enfermo, visitar al prisionero, enterrar a los muertos, aconsejar al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar al que nos ofende, soportar con paciencia los defectos del prójimo y rezar por vivos y muertos.

Esto, claro está, no significa que debamos descuidar a las instituciones y soluciones a largo plazo a favor de la caridad personal. Significa que debemos trabajar en ambos sentidos. La caridad es mucho más que sólo dar un pescado al hombre pobre pero es igualmente mucho más que sólo enseñarle a pescar. Consiste en apoyar a aquellos que enseñan a pescar manteniendo, al mismo tiempo, los ojos abiertos para encontrar al hombre hambriento que necesita comida y al cual debemos alimentar. Es una verdad para todo cristiano que somos “guardianes de nuestros hermanos.” La belleza de esta forma de pensar es que hace que la caridad sea accesible para todos. No necesitas ser un billonario que dona millones de dólares (y lo cual, en proporción, es equivalente a que una persona común y corriente dé su cambio a un pordiosero). Tampoco necesitas ser la madre Teresa y abandonar todo para servir a los indigentes. Toda persona conoce a alguien que necesita algo. Todos conocemos a alguien que está desempleado y necesita pagar sus recibos; a alguien que está enfermo y necesita que lo animen; a alguien que tiene hambre y necesita comer. No podemos esperar a que las instituciones resuelvan estos problemas. ¿Acaso pueden los desempleados esperar a que los “mercados se ajusten” para pagar sus deudas? ¿Pueden los hambrientos esperar a que la economía se recupere para poder comer? Esta falta de contacto personal ha introducido una dosis de crueldad hacia los menesterosos. La caridad existe para poder compensar las crueldades de un mundo caído.

He escrito esto como una especie de mea culpa. Como dije anteriormente, no busco acusar a otros sino a mí mismo. Yo soy el que ha consentido a esta forma de pensamiento que está muy lejos de ser católica. Yo soy el que ha querido proponer soluciones alejadas de la realidad y yo soy el que ha quedado confundido al descubrir que están más allá de mi alcance. Realmente quisiera que todo mundo tuviera acceso a atención médica pero no puedo cambiar el sistema de salud. Quisiera que todo mundo tuviera trabajo pero yo no puedo ofrecer empleos. Desearía que la economía fuera más justa pero no puedo modificar nuestro sistema económico actual. Todo ello está más allá de mi poder. Entonces, ¿qué puedo hacer? La respuesta cristiana es muy simple: da de comer al hambriento, visita al enfermo, viste al desnudo… 



There is a very healthy mental exercise that every Catholic should practice from time to time. It consists in questioning which of those deeply held beliefs we have are truly Catholic and which are not. Do our beliefs about social justice, morality, economics or about the world in general coincide with the eternal truths that Holy Mother Church teaches or are they more in tune with the ephemeral creeds of our day? If we do discover some contradictions within ourselves, are we willing to change in order to be faithful to the Church? This exercise is very beneficial because it not only helps you grow in humility but it also allows you to learn more about what you say you believe.

I bring this up because I have noticed, not so much in others as in myself, that the idea many of us have about charity is not precisely the Catholic idea of charity. Let me clarify this a bit. Nowadays, there are two different things that we call “charity”. One is an idea, a product of modernism which can be better defined as philanthropy; the other is the reality that has always been taught by the Catholic Church. The differences between both are, at first sight, very subtle, almost imperceptible, but they are, in fact, very significant. The modernist conception of charity can be summarized by the often repeated phrase: “Give a man a fish; you’ll feed him for a day. Teach a man how to fish and you’ll feed him his whole life.” There is something irresistibly appealing about this phrase. Perhaps it is its simplicity or the commonsensical feeling that is attached to it. It is so pragmatic that it stands as an infallible truth to the ever pragmatic modern mind. However, all of this is an illusion. It is not common sense to teach a hungry man to fish. It is common sense to give him a fish to eat. It is not practical to make a starving man work but to feed him. Mother Teresa, one of the representatives of true Catholic Charity, sifted right through this fallacy when a businessman and philanthropist (the perfect exemplar of modern charity) criticized her for giving fish to the poor instead of teaching them how to fish. Her response was simple but full of wisdom: “The people I help cannot sit up and hold a fishing rod. I will hold them up first and then you can teach them how to fish.”

Here, therefore, lies the first flaw of modernist charity: it is detached from the reality of poverty. It fails because it does not take into account the opinion of those whom it is trying to help. Ask a poor hungry man if he wants to be fed or if he wants a job. He will tell you that he wants to eat first and once his basic need for food is satisfied, he can worry about working. Philanthropy, as modernist philosophy in general, suffers from a snobbish attitude. Whereas Charity comes down to be with the poor and meet them where they are, philanthropy looks down on them and tries to impose solutions from above. There is a certain air of superiority among philanthropists, as if by helping the poor they are doing them a favor. They help the poor by telling them what to do and how to do it. I do not mean that modern men despise the poor (though there are plenty of instances of this) but they see the poor as inferior, as ignorant, as dependent. Their efforts to help them are well-intentioned but naïve. Anyone who has spent time talking to and, most importantly, listening to the poor, has probably found out that they know exactly what they need to do, they only lack the means of doing it. The poor are not stupid. They are as smart as anybody else and they have a sense of dignity that deserves all of our respect. Modern charity fails because it does not know the poor and, hence, does not respect their intrinsic dignity. The only way to know them is by being among them. Philanthropy does not seek to be among the poor because it is animated only by pity, by a “feeling sorry for” and a “I do not want to be in your place”. Charity, on the other hand, is fueled by compassion, that is, a desire to “suffer with.” Once again, the differences between these words are subtle but important because they completely alter the final results. Pity leads to an attitude of humanitarianism, a vague ideal that seeks the good of humanity, itself an abstract term. Compassion leads to love of the other, love of a real and concrete person.

The second weakness of philanthropy consists in its dependency on institutions. Teaching others to fish requires a permanent effort that can only be achieved institutionally, not as an individual effort. The problem is not that philanthropy needs institutions, but that it depends solely on them. Charity also requires institutions (hence the construction of schools, hospitals, etc.) but it has that additional and previous step of feeding the hungry which is a personal responsibility. Mother Teresa did not say: “feed them but do not teach them how to fish”, she said, “I will hold them up and feed them, then you can teach them how to fish”. By removing that previous stage, philanthropy has taken away all personal responsibility from the individuals. It is now the institutions that are in charge of all help to the poor, whether it be non-profit organizations or the government. We have been told that only they can provide the long-term solution to poverty and that our help is not required unless we wish to work for them or by giving them money. In some cases, it is even said that by helping the poor we are making things worse. By giving alms we are said to be creating “incentives for laziness.” In a few words, philanthropy has removed the personal component from charity. To the question “am I my brother’s keeper?” it has answered: no, the institutions are. Christian Charity says otherwise. Christ’s words were not: “I was hungry and you gave me employment that I might provide for myself,” they were “I was hungry and you fed me.” Charity is a personal encounter. All the works of mercy have this personal touch to them: feeding the hungry, giving drink to the thirsty, clothing the naked, sheltering the homeless, visiting the sick, visiting the imprisoned, burying the dead, counseling the doubtful, instructing the ignorant, admonishing sinners, comforting the afflicted, forgiving offenses, bearing wrongs patiently, praying for the living and the dead.

This, of course, does not mean that we should neglect institutions and long-term solutions in favor of personal charity. It means that we need to work for both. Charity is more than just giving a poor man a fish but it is also more than just teaching him to fish. Charity consists on supporting those who teach others to fish but, at the same time, keeping an eye open for the hungry man who needs to be fed and feeding him yourself. It is a truth to all Christians that we are “our brother’s keeper.” The beauty of this approach is that it makes Charity accessible to everyone. You do not have to be a billionaire donating millions of dollars (which, in proportion, is equivalent to an ordinary person giving spare change to a beggar). You do not have to be Mother Teresa and abandon everything to serve the destitute. Every single person knows someone who is in need of something. We all know someone who has lost his job and needs to pay bills, someone who is sick and needs to be comforted, someone who is hungry and needs food. We cannot wait for the institutions to solve these problems. Can the jobless wait for the “markets to adjust” before paying their debts? Can the hungry wait for the economy to “recover” before they eat? This lack of personal touch in the modern world has also introduced a large dose of cruelty towards the needy. Charity is there to make up for the cruelties of a fallen world.

I have written this as a sort of mea culpa. As I said before, I do not seek to point a judging finger at others but instead I point it at myself. I am the one who has indulged in this sort of thinking which is not Catholic at all. I am the one who has sought far reaching solutions and has ended up confused when they have turned out to be way beyond my reach. I truly wish everybody had access to healthcare but I cannot change the healthcare system. I wish everyone had a job but I cannot offer them those jobs. I wish the economy were more just but I cannot modify the current economical system. All of that is beyond my power. What then can I do? The Christian answer is simple: feed the hungry, visit the sick, clothe the naked…