domingo, 18 de enero de 2009

Defendiendo a la familia

Quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen.
G.K. Chesterton

Manteniendo el espíritu propuesto por el Padre Cantalamessa de no dedicar tiempo de más a refutar los errores ajenos, sino de enfocarlo a exponer la Verdad, concluyó el Congreso Teológico-Pastoral del VI Encuentro Mundial de las Familias. Fue con este espíritu que el Congreso se enfocó a explicar por qué el modelo de familia tradicional (tan atacado hoy en día) no sólo es una buena, sino la mejor opción para la sociedad.

En este sentido, la exposición de la Profra. María Sophia Aguirre dejó muy en claro que las familias unidas son lo mejor para los niños en todos los aspectos: psicológicos, espirituales, sociales, académicos e incluso económicos. Además, mostró con datos duros que las diferencias entre las familias unidas y las demás son bastante significativas, por lo que no queda duda alguna en sus afirmaciones a favor de la unidad familiar.

Esto tiene todo el sentido del mundo. Si los niños pueden desarrollarse en un ambiente de apoyo mutuo y de respeto, con disciplina cuando ésta es necesaria, con padres responsables que los educan, es claro y evidente que tienen una mayor probabilidad de vivir mejor. No significa que en otras situaciones sea imposible para los niños desarrollarse plenamente o que una familia unida signifique automáticamente que todos los hijos tendrán éxito en sus vidas. Sin embargo, una familia unida facilita las cosas.

Ahora bien, si el deber de un gobierno es gestionar el bien común y un elemento vital para lograr el bien común es la unidad de las familias (como se demostró en la exposición de la profesora), entonces es un deber del gobierno fomentar la unión familiar. Esta es la premisa en la que se ha basado la Iglesia para pedir el apoyo gubernamental al modelo de familia tradicional (que más que modelo tradicional es el único modelo).

¿Acaso esto deja “desprotegidas” a las “demás formas” de familias como ha dicho más de un periodista y más de un político de la izquierda? ¿Acaso la Iglesia está discriminando a esos “modelos alternos” de familia? Para nada. En primer lugar porque no existen “modelos alternos” de familia (cosa que discutiré en otra ocasión) y en segundo lugar porque lo único que se pide es que se apoye aquello que es más benéfico para la sociedad.

El Estado tiene el deber de ayudar, según el principio de subsidiariedad, a aquellas personas que se encuentran en alguna situación familiar adversa (tal como las madres solteras, las viudas o los huérfanos). La Iglesia nunca ha dicho que no se les debe ayudar. Al contrario, a lo largo de la historia, ésta se ha caracterizado por mantener orfanatorios, asilos y otras instituciones encargadas de velar por aquellos que han perdido a sus familias. La sociedad en general debe trabajar para que se presenten el menor número de casos como éstos.

Por otro lado, como ya señalé más arriba, el Estado debe proteger y motivar a que se mantenga la unidad de las familias, ya que esto es lo mejor para los propios ciudadanos y el Estado existe precisamente para velar por los ciudadanos. Por eso resulta ilógico que se aprueben leyes y políticas públicas que atentan contra la unión familiar. Un ejemplo de esto es la reciente aprobación de legislación en materia de divorcio, con lo cual este rompimiento se vuelve un mero trámite más. El divorcio no se debe incentivar o facilitar, ya que con eso se trivializa el matrimonio. El problema de fondo es que generalmente, estos matrimonios “triviales” dan lugar al nacimiento de hijos que después tienen que sufrir el rompimiento de sus padres. Es decir, lo más grave del divorcio (además de la experiencia dolorosa para la pareja) es que los hijos quedan en medio.

Ese es el punto principal al que quiero llegar. ¿A quiénes debemos darle prioridad en las políticas públicas familiares? ¿A los adultos o a los niños? Recordemos que el Estado debe proteger ante todo a los más débiles de la sociedad. Por ende, los legisladores deben tener en la mira precisamente a los más desprotegidos a la hora de elaborar leyes sobre las familias: a los niños. Deben ser protegidos porque son personas con la misma dignidad que los adultos. No son un bien al que tienen derecho los padres.

Esto nos lleva a otro punto polémico pero que debe ser tratado. El problema de las madres solteras y de las parejas homosexuales.

Toda mujer tiene derecho a la maternidad, pero al igual que cualquier otro derecho implica una obligación. Esta obligación consiste en vivir una maternidad responsable, en la que vele primero por el bien de su hijo. En la actualidad, muchas mujeres viven este derecho como si fuera igual al derecho a tener una mascota. Este derecho lo ejercen no pensando en el bien de su hijo sino en su derecho a desarrollarse como mujeres (sea lo que sea que eso significa…). Por lo mismo, se creen con el derecho a tener un hijo sin preocuparse porque su hijo tenga un padre. Esto no es así. Todo niño tiene derecho a una familia íntegra y el gobierno debe trabajar porque ello sea así. El caso en que una mujer queda embarazada y es abandonada por su pareja (caso que ocurre con frecuencia) es distinto. En estas situaciones, el gobierno y la sociedad en general debe estar ahí para apoyar a la madre y a su hijo. Sin embargo, las mujeres deben actuar con mucha prudencia (y los hombres deben ser hombres y actuar con responsabilidad) para evitar que esto suceda, ya que no es lo mejor para sus hijos.

El caso de las parejas homosexuales es algo parecida. Los defensores de los supuestos derechos de los homosexuales arguyen que éstos tienen el derecho a adoptar niños. Esto no lo hacen pensando en el bien de los niños (por más que lo digan) sino como un derecho que los coloque al mismo nivel que las parejas heterosexuales. Por tanto, ven a los hijos no como fines en sí mismos (como personas), sino como medios de “igualación” social. Para ellos sólo son un escalón más en su escalada social.

Podemos concluir pues, que la responsabilidad de los gobernantes ante las familias es la de fomentar su unión y su estructura “tradicional”. No porque lo diga la Iglesia o porque se quiera discriminar a las otras formas de organización, sino porque es lo mejor para los niños. Éstos, al ser los miembros más débiles de la sociedad, son los que deben de ser el centro y la prioridad de las políticas públicas familiares.

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