Según enseña la doctrina católica, todo el drama humano gira en torno a la libertad. Desde el libro del Génesis nos enseña que Dios creó el mundo sin ninguna necesidad de hacerlo, es decir, lo creó libremente. Después, creó al hombre a imagen y semejanza suya: libre. Esto no lo afirma explícitamente la Biblia, pero se deduce a partir del castigo que recibe el ser humano al desobedecer a Dios. Sólo una acción libre puede implicar una culpa y, por ende, un castigo.
Con la expulsión del paraíso, nos encontramos nuevamente con una decisión libre de Dios: redimir a la humanidad. Esta decisión divina sólo puede ser correspondida por una decisión libre del hombre como lo es el acto de fe. Así, descubrimos que el acto de fe de Abraham (arquetipo de todo acto de fe, primer paso de la salvación de cada uno) fue un acto enteramente libre.
La historia de la salvación está llena de este tipo de momentos en que Dios libremente se acerca al hombre y éste, libremente lo acepta o lo rechaza. Esto tiene todo el sentido del mundo si entendemos la historia de la salvación como la entiende el catolicismo: como una relación amorosa entre Dios y el ser humano. El amor es, por definición, un acto libre. Un acto en el que libremente se opta por el otro. No se puede forzar a otro a amar. Por ello Dios, según el catolicismo, decide crear al hombre libre, para que éste pueda amarlo.
Ahora bien, existen dos conceptos que por lo general son despreciados porque supuestamente se han utilizado para “oprimir” al hombre. Sin embargo, en la raíz misma de estas ideas está la libertad humana, con todo su significado (y todo su peso). Estos dos conceptos son el de pecado y el de infierno. Procederé a explicar cómo estos dos conceptos no tienen sentido si no implican la libertad humana.
El pecado es, en esencia, preferir un bien inferior por encima de uno superior, preferir un bien perecedero por encima del bien eterno que es Dios. El hecho de que sea una preferencia implica que es un acto libre. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica en su punto 1860: “El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal”. En pocas palabras: no puede haber pecado si no hay un acto libre del que lo comete.
En contraposición nos encontramos la postura posmoderna que niega la existencia del pecado. Esta postura tiene su raíz (como casi todos los males de nuestra época) en el relativismo. Si todo vale lo mismo, entonces no tiene sentido hablar de elegir algo inferior por encima de algo superior y, por tanto, no tiene sentido hablar de pecado. Pero, a su vez, pierde todo sentido hablar de libertad. Si todo tiene el mismo valor, da lo mismo qué elijamos y, por tanto, no tiene sentido elegir. Entonces, podemos concluir que la enseñanza católica del pecado defiende la libertad, mientras que la enseñanza posmoderna de que no existe, la niega.
El caso del infierno es similar. El infierno está para demostrarnos que Dios ha decidido (libremente, por cierto) respetar la libertad humana hasta sus últimas consecuencias. Ha decidido respetarla tanto que incluso ha aceptado perder a aquél que ha decidido libremente rechazarlo. Esta decisión se toma en el momento más decisivo de la vida de una persona: su muerte. Es en el momento en que la persona pasa de la temporalidad de la materia a la eternidad del espíritu en el que decide si opta por Dios o no, si opta por el Bien superior o por un bien inferior. Todas las decisiones que tomó en su vida influirán (pero no necesariamente definirán) en esta decisión final. Una vida recta seguramente concluirá (con la ayuda de la Gracia divina) en una decisión acertada. Una vida en la que el pecado ha alejado la Gracia probablemente terminará con una decisión errada (aunque, insisto, no necesariamente). En pocas palabras, la muerte representa el momento supremo de la libertad humana. Es el instante en que el hombre toma su última y definitiva decisión (libre por cierto).
Así pues, el infierno representa el respeto tan absoluto que tiene el Dios del catolicismo a la libertad de los hombres. Ahora, se puede argumentar que a Dios le daría lo mismo que un individuo se salvara o se perdiera, dado que eso no afectaría su Gloria. Pero, dado que aquí estoy explicando la postura católica, es necesario entender la perdición de una persona desde el punto de vista del Dios católico. Ese Dios que (libremente) se hizo hombre (es decir, se hizo menos) para sufrir la muerte más ignominiosa imaginable por salvar a los hombres no puede ser un Dios al que no le importe la perdición ni siquiera del más insignificante de los hombres. Con ello se entiende por qué la libertad ocupa un lugar central en la religión católica.
Creo que con esta breve explicación queda muy claro que el catolicismo es una religión que defiende y exalta la libertad (que no el libertinaje). Muchos se preguntarán por qué la religión católica prohíbe tantas cosas si en realidad es tan “liberal”. De eso hablaré en otra ocasión, así como de la importancia de educar en la libertad.